Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Los disparos de armas automáticas terminaron tan súbitamente como habían empezado. Y el valle quedó sumido en el silencio.

– ¿Por qué han disparado los guardias? ¿ Qué sucede?

– N o han sido los guardias. ¡Escucha! ¿ Lo has oído?

El chillido de un niño llegó hasta el poblado, y después la silueta enflaquecida de una criatura pasó corriendo por entre las cabañas.

Ahbeba reconoció a Julius Saibu Bio, un niño de ocho años que vivía en el extremo norte del poblado.

– ¡Es Julius!

El chaval se detuvo. Sollozaba y agitaba las manos como si quisiera soltar algo que le quemaba.

– ¡Los rebeldes están matando a los guardias! ¡Han matado a mi padre!

El surafricano corrió hacia Julius, pero a los pocos pasos dio media vuelta para dirigirse hacia los árboles, y en aquel instante un blanco con el pelo del color del fuego salió de entre las hojas y le pegó dos tiros en la cara.

En el poblado estalló el caos. Las mujeres recogían a los niños y se los llevaban en brazos hacia la selva. Las criaturas se echaban a llorar. Ramal salió corriendo.

– ¡Ramal! ¿ Qué pasa? ¿ Qué hacemos?

– ¡Corre! ¡Corre! ¡Vamos!

De repente salieron otros dos guardias surafricanos de detrás de las cabañas. El hombre del pelo de fuego hincó una rodilla en tierra y volvió a disparar, tan deprisa que pared a que los disparos eran uno solo. Los dos surafricanos cayeron al suelo.

Ramal se adentró en la selva y desapareció.

Ahbeba echó a correr hacia la cabaña de su familia, pero dio media vuelta y volvió a recoger a Julius.

¡Ven conmigo, Julius! -exclamó cogiéndolo del brazo-. ¡Tenemos que escondernos!

Un camión de plataforma cargado de hombres entró en el poblado con gran estruendo, haciendo sonar la bocina. Los hombres iban saltando de dos en dos o de tres en tres mientras el camión pasaba a toda prisa entre las cabañas. El hombre de pelo de fuego les gritaba órdenes en krio, el dialecto criollo con gran contenido de inglés que hablaba casi todo el mundo en Sierra Leona.

Los rebeldes disparaban al aire y con las culatas de los fusiles golpeaban a las mujeres ya los niños que huían. Ahbeba cogió a Julius en brazos y se dispuso a escapar, pero a su espalda saltaron más rebeldes del camión. Un adolescente delgaducho con un fusil tan grande como él salió de la selva arrastrando a Ramal, la arrojó al suelo y empezó a patearle la espalda. Un hombre que sólo llevaba unos pantalones cortos y un chaleco rosa fluorescente se puso a disparar a los perros del poblado. Cada vez que uno chillaba y empezaba a dar vueltas sobre sí mismo, se echaba a reír.

– ¡Diles que paren, diles que paren! -chillaba Julius.

El camión se detuvo dando un patinazo en el centro del poblado, que quedó en su poder con la misma velocidad con que había empezado y terminado el tiroteo en la mina. Los surafricanos estaban muertos. No quedaba nadie para proteger a los pobladores. Ahbeba se dejó caer al suelo sin soltar a Julius. Aquello no podía estar sucediéndole a una princesa que esperaba la llegada de un príncipe.

Un hombre musculoso con gafas de sol y una camiseta de Tupac hecha jirones se encaramó a la plataforma del camión para observar a los habitantes del poblado. Llevaba un collar de huesos que hacía ruido al chocar contra la canana que se había colgado en bandolera. A su lado había otros hombres, uno de ellos con una tira de balas en la frente a modo de cinta para el pelo. Otro vestía una camisa con bolsillos hechos con escrotos de jabalí. Eran guerreros violentos y espantosos, y Ahbeba estaba aterrorizada.

El del collar de huesos agitó un fusil negro y resplandeciente.

– ¡Soy el comandante Blood! ¡Conoceréis mi nombre y lo temeréis! ¡Somos guerreros del FRU y luchamos por la libertad! ¡Vosotros sois traidores al pueblo de Sierra Leona! ¡Buscáis nuestros diamantes para dárselos a gente de fuera que controla el Gobierno títere de Freetown! ¡Vamos a mataros a todos!

El comandante Blood disparó por encima de las cabezas de los habitantes del poblado y ordenó a sus hombres que los pusieran a todos en fila para fusilados.

El hombre del pelo de fuego y otro blanco aparecieron por detrás del camión. El segundo era más alto y mayor, y llevaba pantalones verde olivo y camiseta negra. Tenía la piel quemada por el sol.

– Aquí nadie va a matar a nadie -anunció-. Hay una forma mejor de ocuparnos de esto.

Hablaba en krio, como el del pelo de fuego.

El comandante Blood, subido al camión, se lanzó como un león hasta el extremo de la plataforma, para quedar muy por encima de ellos. Disparó con rabia y exclamó:

– ¡Ya he dado la orden! iVamos a matar a estos traidores para que corra la voz por todas las minas de diamantes! ¡Los mineros tienen que tenernos miedo! ¡Ponedles en fila! ¡Ahora mismo!

El hombre de la camiseta negra balanceó el brazo como si fuera a dar un puñetazo, agarró al comandante Blood por las piernas y le hizo perder el equilibrio y caer boca arriba. Luego tiró de él para bajarlo al suelo de un golpe y le pateó la cabeza. Tres apasionados guerreros saltaron del camión para auxiliar a su comandante. Ahbeba jamás había visto a ningún hombre luchar tan encarnizadamente ni de forma tan extraña: el alto y el del pelo de fuego tumbaron a los guerreros con tanta rapidez que la lucha terminó en un abrir y cerrar de ojos. Dos hombres habían conseguido derrotar a cuatro. Uno de los guerreros se quedó gritando de dolor; los otros dos estaban inconscientes o muertos.

Ramal se acercó a su amiga y le susurró:

– Son demonios. ¡Mira, lleva las marcas de los malditos!

Mientras el de la camiseta negra agarraba al comandante Blood del cuello, Ahbeba vio que llevaba un triángulo tatuado en la mano. Le entró aún más miedo. Ramal era muy lista y entendía de aquellas cosas.

El demonio tiró de Blood hasta ponerlo en pie y después ordenó a los demás que llevaran a los guardias surafricanos asesinados al pozo que había en el centro del poblado. El comandante estaba aturdido y no osó resistirse. El hombre del pelo de fuego habló por una radio pequeña.

Ahbeba esperaba con ansiedad lo que fuera a suceder a continuación. Abrazaba a Julius con fuerza e intentaba tranquilizarlo, temerosa de que sus sollozos atrajeran la atención de los rebeldes. En dos ocasiones vio breves oportunidades de huir, pero no podía abandonar al chico. Se dijo que era mejor permanecer con el resto de la gente, pues así estarían a salvo.

Mientras los rebeldes iban amontonando los cadáveres de los surafricanos junto al pozo, un segundo camión entró retumbando en el poblado. Estaba abollado y cubierto de polvo negro. Unos guardabarros enormes semejantes a alas cubrían los neumáticos, los faros estaban rotos y torcidos y la rejilla era como la sonrisa de dientes afilados de una hiena; el óxido de aquellos dientes era del color de la sangre seca. Una docena de jóvenes de ojos vidriosos iban acuclillados en él. Muchos llevaban vendajes ensangrentados en la parte superior del brazo, bien apretados. Los que no iban vendados tenían cicatrices dentadas en la misma zona.

Ramal, que había estado en Freetown y sabía de esas cosas, comentó:

– ¿ Ves lo de los brazos? Les han abierto la piel para meterles cocaína y anfetaminas en las heridas. Lo hacen para volverlos locos.

– ¿Por qué?

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