Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Pike volvió a tocarme.

– Me gusta confiar en las reglas, señor Cole -dijo Resnick-. En este mundo en el que nos movemos sólo las reglas nos impiden convertirnos en animales. -Volvió a concentrarse en los aviones. Los contemplaba con aire melancólico, como si en uno de ellos pudiera alejarse de algo de lo que en realidad no podía escapar-. Cuando estaba en Londres contratamos a Mike Fallon. Lo mandamos a Sierra Leona. Su misión consistía en proteger las minas de diamantes que teníamos según un contrato firmado con el Gobierno, pero se pasó a los rebeldes. Aún desconozco el motivo. Sería el dinero, supongo. Hicieron cosas inimaginables. Si se las contara creerían que me las he inventado.

Le expliqué lo que había visto dentro de la furgoneta. Mientras le describía la escena se volvió hacia mí. Supongo que le sonaba. Meneó la cabeza.

– Un animal asqueroso, eso es lo que es. Ya no puede trabajar de mercenario, con tantas acusaciones pendientes. Nadie le ofrece nada. ¿Creen que ha raptado a ese niño para conseguir un rescate?

– Así me lo parece -respondí-. El padre tiene dinero.

– No sé qué decirles. Como les he contado, la última vez que supe de él estaba en Rió, pero ni siquiera puedo confirmarles eso. Debe de haber mucho dinero en juego para que se haya arriesgado a volver.

– Hay un cómplice -observó Pike-. Un negro corpulento con la cara cubierta de heridas o quizá verrugas.

Resnick hizo girar el sillón hasta quedar frente a nosotros y se llevó una mano a la cara.

– ¿En la frente y las mejillas?

– Exacto.

Se inclinó hacia adelante y apoyó los antebrazos en la mesa. Era evidente que había reconocido la descripción.

– Son cicatrices tribales. Uno de los hombres que utilizó Fallon en Sierra Leona era un guerrero benté que se llamaba Mazi Ibo. Tenía esas cicatrices. -Resnick se animaba por momentos-. ¿Hay un tercer hombre?

– No lo sabemos. Es posible.

_A ver. Escúchenme bien. La visita a Los Ángeles empieza a tener sentido. Iba era amigo de otro mercenario llamado Eric Schilling. Hará cosa de un año Schilling se puso en contacto con nosotros. Buscaba trabajo de seguridad. Es de aquí, de Los Ángeles, así que puede que Ibo le haya llamado. A lo mejor conservamos algún dato. -Resnick se colocó ante el ordenador y empezó a teclear para abrir una base de datos.

– ¿Tuvo que ver con lo de Sierra Leona?

– Seguramente, pero no se lo ha acusado de nada -respondió Resnick-. Por eso puede seguir trabajando. Era uno de los hombres de Fallon. Por ese motivo me cuadré cuando vino a vemos. Me niego a dar trabajo a ninguno de sus hombres, aunque no tuviesen nada que ver. Sí, aquí está. -Copió la dirección que veía en el ordenador y me entregó el papel-. Tenía una dirección en San Gabriel que le servía para recibir correo. Utilizaba el nombre de Gene Jeanie. Siempre recurren a nombres falsos. No sé si aún funciona, pero es todo lo que tengo.

– ¿Tiene un número de teléfono?

– Nunca dan teléfonos. Siempre un apartado postal y un nombre falso. Así consiguen permanecer aislados.

Eché un vistazo a la dirección y se la pasé a Pike. Me temblaban las piernas. Resnick volvió a rodear la mesa.

– Estamos hablando de gente muy peligrosa -me dijo-. No confunda a estos hombres con el típico delincuente de tres al cuarto. Fallon era el mejor, y él es quien se ha encargado de adiestrar a los otros dos. No hay mejores asesinos.

– Los osos -puntualizó Pike.

Tanto Resnick como yo nos volvimos, pero Pike estaba leyendo la dirección. Resnick me agarró la mano y me la apretó con fuerza. Me miró a los ojos como si estuviera buscando algo.

– ¿Cree usted en Dios, señor Cole?

– Cuando tengo miedo.

– Yo rezo todas las noches. Rezo por haber enviado a Mike Fallon a Sierra Leona, porque siempre he creído que parte de su pecado me correspondía a mí. Espero que lo encuentre. Y que ese niño esté sano y salvo.

Vi la desesperación en el rostro de Resnick y la reconocí: era la mía. Seguramente una mariposa nocturna veía lo mismo al mirar una llama. No debería haber preguntado, pero fui incapaz de contenerme:

– ¿Qué pasó? ¿Qué hizo Fallon en Sierra Leona?

Resnick se quedó mirándome durante lo que pareció una eternidad y luego, por fin, lo confesó todo.

Sierra Leona (África). 1995

El Jardín de Piedras

Aquella mañana Ahbeba Danku oyó los disparos apenas un momento antes de que el niño apareciera corriendo y gritando por el camino que bajaba desde la mina hasta el poblado. Ahbeba era una chica muy guapa. Había cumplido doce años en verano y tenía los pies y las manos largos, y el cuello elegante de una princesa. Su madre aseguraba que, en efecto, era una princesa real de la tribu mende, y rezaba todas las noches para que apareciera un príncipe que se llevara a su primogénita para casarse con ella. La familia podría llegar a exigir seis cabras como dote, según calculaba la madre, y sería tan rica que les permitiría huir de la guerra interminable que sostenían contra el Gobierno los rebeldes del Frente Revolucionario Unido (FRU) por el control de las minas de diamantes.

Ahbeba creía que su madre estaba loca de fumar tanto majijo. Era mucho más probable que acabara casándose con uno de los jóvenes mercenarios surafricanos que protegían la mina y el poblado de los rebeldes. Eran chicos fuertes y apuestos que tenían armas y cigarrillos y sonreían descaradamente a las chicas, que, a su vez, coqueteaban con ellos con desvergüenza.

Ahbeba pasaba casi todos los días con su madre, sus hermanas y las demás mujeres del poblado al cuidado de una granja de subsistencia llena de piedras, cerca del río Pampana. Las mujeres se ocupaban de un pequeño rebaño de cabras y cultivaban ñame y un guisante duro llamado kaiya mientras sus hombres (incluido el padre de Ahbeba) buscaban diamantes en las pendientes de la gravera. Su función era excavar y lavar, y por ello se les pagaba ochenta centavos al día más dos cuencos de arroz aderezado con pimienta y menta y una pequeña comisión por cada diamante que encontrasen. Era un trabajo duro y sucio. Había que sacar grava de las pronunciadas pendientes a golpe de pala y después echarla a unas pequeñas tolvas donde se separaban las piedras según su tamaño, se enjuagaban en busca de oro y se repasaban para ver de encontrar diamantes. Los hombres trabajaban en pantalones cortos o ropa interior durante doce horas diarias, con el polvo que les embadurnaba la piel como única defensa contra el sol y los surafricanos como protección contra los rebeldes. Los príncipes no se prodigaban demasiado. Eran aún más difíciles de encontrar que los diamantes.

Aquella mañana, Ahbeba Danku se había quedado a moler kaiya para preparar la comida mientras sus hermanas atendían la cosecha. No le importaba; cuando trabajaba en el poblado tenía mucho tiempo para chismorrear con su mejor amiga, Ramal Momoh (que tenía dos años más que ella y unos pechos grandes como vejigas llenas de agua), y coquetear con los guardias. Las dos chicas estaban manchadas del azul del kaiya y miraban de reojo al guardia que vigilaba la entrada del poblado. El joven surafricano, que era alto, esbelto y guapo como una mujer, les guiñó un ojo y les hizo señas de que se le acercaran. Ahbeba y Ramal soltaron una risita.

Estaban animándose mutuamente a hacerla («tú», «no, tú») Cuando por toda la colina resonó una serie de explosiones lejanas.

El guardia se volvió hacia el lugar de donde procedía el ruido, sobresaltado. Ramal se puso en pie de inmediato, volcando la muela.

– Son disparos. En la mina.

Ahbeba había oído a los guardias disparar a las ratas, pero aquello era muy distinto. Las ancianas salieron de sus cabañas y los niños interrumpieron sus juegos. El joven surafricano llamó a un compañero que estaba en el otro extremo del poblado y cogió el fusil que llevaba en bandolera. El miedo se reflejaba en sus ojos.

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