Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Parecen cagadas de ratón, pero no lo son. Están por todas partes.

Recogió una de las bolitas y se la colocó en la palma de la mano.

– ¡No la toques sin ponerte guantes! -exclamó Chen, horrorizado.

Me acerqué para ver de qué se trataba y me repitió la orden de mantenerme apartado. En la tierra se veía claramente una docena de bolitas de un marrón oscuro del tamaño de un balín. Había más adheridas a la hierba. Me di cuenta de lo que eran de inmediato, porque había visto cosas así cuando estaba en el ejército.

– Es tabaco.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Chen.

– Los fumadores mascan tabaco cuando están de patrulla, porque si no el humo los delataría. Y eso es lo que hizo este tío. Se trajo tabaco, lo masticó y luego escupió los restos.

Starkey me miró y advertí que estaba reflexionando sobre mis palabras. Otra conexión con Vietnam. Le entregó la bolsa a Chen y se tragó una pastilla blanca. Después me observó por un instante, con el entrecejo fruncido.

– Quiero probar algo -propuso.

– ¿El qué?

– Allí, al lado de tu casa, lo único que dejó ese tío fue una miserable huella parcial que apenas se veía. Aquí, en cambio, lo ha dejado todo hecho un asco.

– Porque aquí creía que no corría peligro.

– Sí. Aquí tenía un buen escondite y nadie lo veía, de modo que le importaba una mierda dejar rastro. Se me ocurre que si fue descuidado por aquí quizá también lo fuera arriba, en la calle. Por esta zona no hay muchas casas, y tenemos esa obra justo al tomar la curva. Llamaré a Gittamon y pediré que venga una patrulla a preguntar puerta por puerta a este lado el cañón. Lo que pasa es que no hay mucha gente con la que hablar, y para cuando lleguen Gittamon y los agentes de uniforme tú y yo ya podríamos tener el trabajo hecho.

– Creía que no debía meterme en nada.

– No te he pedido que me des conversación. ¿Quieres hacerlo o prefieres perder el tiempo?

– Pues claro que quiero hacerlo.

Starkey se volvió hacia Chen.

– Si se lo cuentas a alguien, te acordarás de mí.

Dejamos a Chen llamando a la DI C para solicitar otro forense y volvimos por la curva hasta la obra. Era una casa moderna de una sola planta de la que sólo habían dejado el armazón de madera para ampliarlo tanto horizontal como verticalmente con un primer piso. Ante ella, en la calle, había un contenedor azul que ya estaba medio lleno de tablas arrancada de las paredes y de otros escombros. Los carpinteros levantaban el armazón de la planta superior mientras los electricistas pasaban claves por las conducciones de la planta baja. Estábamos a finales de otoño, pero los trabajadores iban con pantalones cortos y el torso descubierto. En el garaje, inclinado sobre unos planos, había un hombre algo mayor vestido con unos pantalones anchos, que estaba explicándole algo a un jovencito adormilado que llevaba herramientas de electricista. Habían tirado los muros de mampostería sin mortero del interior del garaje y de la casa, con lo que los soportes habían quedado expuestos como si se tratara de costillas humanas.

Starkey no esperó a que se percataran de nuestra presencia ni se disculpó por la interrupción, sino que le enseñó sin más la placa al hombre de más edad.

– Policía. Me llamo Starkey y éste es Cole. ¿Está usted al mando de esto?

El hombre se presentó. Se llamaba Darryl Cauley y era el contratista. Nos puso mala cara. Recelaba.

– ¿Esto tiene que ver con Inmigración? Tengo un documento firmado por todas las empresas sub contratadas que dice que estos trabajadores son legales.

El jovencito hizo ademán de alejarse, pero Starkey lo detuvo.

– Oye, tú quieto. Queremos hablar con todo el mundo.

Cauley torció aún más el gesto.

– ¿Esto qué es?

Starkey no tenía precisamente don de gentes, así que me decidí a contestar antes de que a aquel hombre le diera por llamar á su abogado.

– Creemos que hay un secuestrador por esta zona, señor Cauley. Ha aparcado en esta calle, o ha pasado por aquí, todos los días desde hace aproximadamente una semana. Queremos saber si han visto algún vehículo o persona que les haya llamado la atención.

El electricista dobló los pulgares sobre las herramientas y se animó.

– ¡Joder! ¿De verdad han secuestrado a alguien?

– A un niño de diez años -contestó Starkey-. Fue anteayer.

– Qué fuerte.

Cauley intentó ayudarnos, pero contestó que dividía su tiempo entre tres obras distintas; muy pocas veces pasaba más de un par de horas al día en aquella casa.

– No sé qué decirles. Tengo gente sub contratada, varias cuadrillas, que vienen y que van. ¿Llevan alguna foto, de esas que utilizan para reconocer a los sospechosos?

– No. No sabemos quién es ni qué aspecto tiene. Tampoco sabemos qué vehículo conducía, pero creemos que pasó bastante tiempo cerca de la curva en la que aparcan sus hombres.

El electricista miró hacia esa zona.

– Joder, qué mal rollo.

– Me gustaría ayudarlos -aseguró Cauley-, pero no sé nada. ¿Ven a toda esta gente? Pues sus amigos o sus novias se presentan por aquí. Tengo otra obra en Beachwood y…, bueno, el mes pasado de repente se presentó una limusina con tres tíos trajeados de Capitol Recods. Ficharon a uno de mis carpinteros y le hicieron un contrato disco gráfico por tres millones de dólares. Lo que quiero decir es que nunca se sabe quién pasa por aquí.

– ¿Podemos hablar con sus hombres? -dijo Starkey.

– Sí, claro. James, ¿me haces el favor de llamar a los chicos? Di a Federico y a los carpinteros que bajen.

Entre carpinteros y electricistas, Cauley tenía a nueve hombres trabajando aquel día. De los primeros, dos tenían dificultades para hablar en inglés, pero Cauley nos ayudó con la traducción del español. Todos cooperaron en cuanto se enteraron de que había desaparecido un niño, pero nadie recordaba nada fuera de lo normal. Cuando terminamos me dio la impresión de que habíamos perdido la mitad del día, aunque en realidad aún no eran ni las doce.

Starkey encendió un cigarrillo cuando llegamos al contenedor de escombros.

– Empecemos con las casas -dijo.

– No debió de aparcar a más de cinco o seis casas de la curva, fuera el lado que fuera. Cuanto más tuviera que andar, más se arriesgaba a que alguien lo viera.

– Vale. ¿Y?

– Vamos a separamos. Yo repaso las de aquel lado y tú las de éste. Así iremos más deprisa.

Aceptó la propuesta. La dejé con el cigarrillo y volví al trote hasta donde estaban nuestros coches. Pasé de largo y me dirigí a las casas del otro lado de la curva. Una asistenta ecuatoriana me abrió la puerta de la primera, pero no había visto a nadie y no tenía modo de ayudarme. Nadie contestó en la segunda casa, pero en la tercera me recibió un anciano desdentado que llevaba una bata fina y zapatillas. La osteoporosis lo había reducido a tal estado de fragilidad que se había encorvado como una flor marchita. Le expliqué la historia del hombre de la ladera y le pregunté si había visto a alguien. Me miró boquiabierto. Le dije que había desaparecido un niño. No contestó. Le metí una tarjeta de visita en el bolsillo de la bata y le pedí que me llamara si recordaba algo. Después cerré la puerta.

Hablé con otra asistenta, una joven que tenía tres niños a su cargo. En la siguiente casa tampoco había nadie. Era un día laborable y la gente estaba en el trabajo.

Me planteé si valía la pena probar en las casas que había más allá en aquella misma calle, y decidí volver adonde estaban los coches.

Me encontré a Starkey apoyada contra su Crown Vic.

– ¿Has sacado algo en limpio? -le pregunté.

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