Otro estruendo. Después arrancó una del arnés de Johnson. Otro estallido. Le quitó la munición al cadáver de su compañero y después la radio. La cabeza de Johnson se desprendió como un melón podrido.
– ¡Corre, joder! ¡CORRE!
Empujó a Abbott colina abajo y después vació otro cargador contra la lluvia. Recargó, disparó de nuevo y levantó la radio. Las balas chocaban contra las ramas que había delante y lanzaban una lluvia de astillas sobre él.
Cole echó a correr. Alcanzó a Abbott, le pasó un brazo por de bajo de los hombros y tiró de él.
– ¡CORRE!
Bajaron la ladera a trompicones, resbalando por una capa de hojas de un verde resplandeciente del grosor del cuero. Las lianas se les enredaban en las piernas y tiraban de sus fusiles. Las explosiones de los disparos seguían pegadas a sus talones.
Cole decidió bajar por una pendiente que los llevó hasta un desagüe desbordado por un torrente de lluvia. Se quedaron dentro del agua para no dejar huellas. Cole tiró de Abbott por el arroyo hasta salir a un barranco más amplio. El enemigo chillaba a sus espaldas:
– Rang chan phia duoi chung!
– Toi nghe thay chung no o phia duoi!
A su izquierda, un AK-47 vomitaba fuego.
Abbott se dio de bruces contra un árbol y se enredó entre la maleza, lo que provocó que se arrancara la vía del brazo. Cole tiró de él para que se pusiera de rodillas y le susurró que se levantara. .
Abbott, cuyo rostro había perdido toda la pintura de camuflaje, estaba blanco como el papel.
– Voy a vomitar.
– Levanta, ranger. Sigue corriendo.
– Me duele la tripa. -Tenía toda la parte delantera del uniforme, hasta los muslos, empapada de sangre.
– Levanta. .
Cole se lo echó a los hombros como si fuera un peso muerto. Avanzaba a duras penas; entre su compañero y el material llevaba casi ciento treinta kilos. La selva era cada vez menos densa. Estaba acercándose al claro donde los habla dejado el helicóptero.
Consiguió agarrar la radio sin dejar de avanzar por el arroyo.
– Cinco dos, cinco dos, cinco dos, cambio.
– Te oigo, cinco dos -contestó la voz entrecortada del capitán.
– Johnson ha muerto. Están todos muertos.
– Tranquilízate, soldado.
– Tenemos tres bajas y un herido muy grave. El enemigo nos pisa los talones.
– Quedaos ahí.
– ¡No me diga que me quede aquí! ¡Van a acabar con nosotros! -Cole estaba llorando. Tomaba aire como un motor de vapor y tenía tanto miedo que le daba la impresión de que le ardía el corazón.
– ¿Eres tú, Cole? -preguntó el capitán.
– Han caído todos. Abbott está desangrándose.
– Un helicóptero de la Primera División de Caballería Aerotransportada cree que puede acercarse hasta ahí por el sur. Tiene poco combustible, pero va a intentarlo.
Detrás de Cole se oyeron más gritos y después el rugido de un AK-47. Cole no sabía si los del Vietcong le veían o no, pero no le quedaban fuerzas para mirar. Siguió avanzando a duras penas. Abbott empezó a gritar.
– Ya casi estoy en el claro.
– Está subiendo por el barranco, por debajo de las nubes. Tienes que echar humo, soldado. Indícales tu posición. Cambio.
– Entendido.
– Esta mierda de tormenta ha llegado hasta nuestros cañoneros. No pueden ir hasta ahí para apoyaros.
– Lo comprendo.
– Estás solo.
Cole salió de la selva. Una vez en el claro vio que el cauce del arroyo estaba lleno de agua que avanzaba a gran velocidad. Se metió en él hasta la cintura y echó a andar contra la corriente No notaba los brazos ni las piernas, pero sin darse cuenta recorrió todo el tramo y salió por el otro lado. Dejó a Abbott sobre la hierba y buscó el helicóptero. Le pareció que lo veía, una mancha negra desdibujada por la lluvia. Saco un tubo. Un humo de un morado intenso formó un remolino a su espalda.
La mancha negra se inclinó hacia un lado y empezó a crecer.
Cole sollozó.
Iban a salvarle.
Cayó de rodillas junto a Abbott.
– Aguanta, Roy; ya vienen.
Abbott abrió la boca y escupió sangre.
Algo pasó velozmente junto a Cole con un fuerte latigazo mientras se oía el martilleo de un AK-47 donde terminaban los árboles. Cole se derrumbó boca abajo. Por el muro verde bailoteaban los fogonazos de las armas, semejantes a luciérnagas. Le saltó barro a la cara.
Vació el cargador, apuntando a los fogonazos, metió otro y siguió disparando.
– ¡Abbott!
Abbott se puso boca abajo lentamente. Arrastró el fusil hasta tenerlo en posición y disparó una única ráfaga.
La selva centelleaba. Cada vez se sumaban más fogonazos, hasta que la jungla quedó iluminada por luces titilantes. El barro saltaba por todas partes y la hierba alta y fibrosa caía como si la segaran unas cuchillas invisibles. Cole vació el cargador en una sola ráfaga, metió otro y también lo agotó. El cañón del fusil estaba tan caliente que podría haberle quemado la carne.
– ¡Dispara, Abbott! ¡DISPARA!
Abbott disparó otra vez.
Cole ya distinguía, aunque con dificultad, el ruido sordo del helicóptero.
Recargó y disparó por enésima vez. Sólo le quedaban cuatro cargadores, y los árboles habían cobrado vida con tantos soldados enemigos.
– ¡Dispara, joder!
Abbott se tumbó de lado.
– No me lo imaginaba así -susurró.
De repente el ruido del helicóptero resultó ensordecedor y la hierba se agitó a su alrededor. Cole disparó a los fogonazos. Por encima de sus cabezas la enorme ametralladora del calibre 30 del aparato abrió fuego, destrozando la selva.
Cole se apartó cuando el pesado helicóptero descendió entre traqueteos y se posó. Estaba cubierto de agujeros de bala y de el salían nubes de humo Los soldados de la Primera División de Caballería se agolpaban en la plataforma de carga como si fueran refugiados.
Los disparos de sus armas se sumaron a los de la ametralladora. El helicóptero había recibido infinidad de balazos, y sin embargo el piloto se atrevía a cruzar una tormenta para echarse contra un muro de fuego enemigo. Los pilotos de helicópteros tenían cojones de acero.
– Venga, Roy, vamos. Abbott no se movió.
– ¡Vamos!
Cole se colgó el fusil al hombro, levantó a su compañero y se puso en pie tambaleándose. Sintió que algo caliente le rajaba los pantalones ya continuación que algo reventaba. Una bala hizo añicos la radio. Cole avanzó a trompicones hasta el helicóptero y subió a Abbott a la plataforma. Los soldados se amontonaron los unos sobre los otros para hacerle sitio.
Cole trepó al aparato.
Las balas enemigas estallaban y rebotaban contra el mamparo. El oficial al mando le gritó:
– ¡Nos habían dicho que sólo había un hombre!
A Cole le zumbaban tanto los oídos que no entendía nada.
– ¿ Qué?
– Nos habían dicho que sólo había un hombre. Pesamos demasiado. ¡No podemos despegar!
La turbina bramaba mientras el piloto intentaba alzar el vuelo. El helicóptero se bamboleó como una ballena.
El oficial agarró a Abbott del arnés.
– ¡Arrójalo fuera! ¡No podemos volar!
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