Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Bajaron unos pocos metros por el otro lado de la colina y de repente Rodríguez levantó el puño. Automáticamente, los cinco hincaron una rodilla en tierra y apuntaron con los fusiles hacia ambos flancos para cubrir todo el terreno. Rodríguez hizo un gesto a Cole, que cerraba la fila. Con el índice y el corazón formó una uve, como el signo de la victoria, y después hizo una ce con el pulgar y el índice. Señaló el suelo y a continuación abrió y cerró el puño tres veces: cinco, diez, quince. Rodríguez calculaba que había quince soldados del Vietcong.

Echó a andar hacia el otro lado y, uno a uno, los demás lo siguieron. Cole vio un sendero estrecho cubierto de huellas superpuestas. Las habían dejado sandalias hechas con neumáticos viejos. Aún se veían bien, por lo que calculó que debían de haber pasado por allí hacía sólo diez o quince minutos. Los del Vietcong estaban cerca.

Abbott volvió la cabeza hacia Cole. Regueros de lluvia corrían por su cara, y tenía los ojos muy abiertos. Cole también estaba asustado, pero logró sonreír. Nadie le ganaba en aplomo. Venga, soldados, que podemos conseguirlo.

La patrulla 5-2 llevaba cincuenta y seis minutos en la selva. Les quedaban menos de doce de vida.

Siguieron la cima de la colina durante menos de cien metros y encontraron el sendero principal. Estaba plagado de huellas del Vietcong y del ejercito de Vietnam del Norte, y muchas de ellas eran recientes. Rodríguez levanto una mano y trazo un circulo con ella para hacer saber a sus hombres que se hallaban rodeados. Cole tenía la boca seca, a pesar de la lluvia.

Exactamente tres segundos después estalló la tragedia.

Rodríguez pasaba junto a una alta higuera de Bengala en el instante mismo en que un rayo partía el árbol por la mitad, lo lanzaba contra su mochila y hacía detonar la mina Claymore que llevaba sujeta a la parte superior. El tronco de Ted Fields se evaporó en medio de una niebla roja. Johnson, Abbott y Cole quedaron cubiertos de carne y sangre y la onda expansiva de la mina lanzó a Rodríguez contra el árbol. Cole notó la sacudida como si fuera un maremoto hipersónico que lo hubiese derribado. Le zumbaban los oídos y allí donde mirase veía una gran serpiente de luz coleando. El resplandor del rayo lo había cegado.

Johnson gritó por la radio:

– ¡Contacto! ¡Tenemos contacto!

Cole se abalanzó sobre Abbott como pudo y le tapó la boca a Johnson.

– ¡Silencio! ¡Estamos rodeados, Johnson, deja de berrear! Ha sido un rayo.

– Y una mierda. ¡Han sido morteros! No me he venido a quince mil kilómetros de casa para que acabe conmigo un rayo.

– ¡Ha sido un rayo! ¡Ha detonado la Claymore de Rodríguez!

¿Qué posibilidades había de que sucediera aquello? ¿ Una entre un millón? ¿Entre diez mil millones? Estaban en lo alto de una colina, rodeados por el enemigo, y un rayo los hacía saltar por los aires.

– No veo nada. Estoy ciego -dijo Johnson.

– ¿Estás herido?

– No veo nada. Sólo formas de luz.

– Ha sido el resplandor, tío, como con un flash. A mí también me ha pasado. Tranquilízate. Fields y Rodríguez han caído.

Cole fue recuperando la visión lentamente y advirtió que a Johnson le sangraba la cabeza. Se volvió hacia Abbott, quien dijo:

Yo estoy bien.

Cole le dio a Johnson el radioteléfono que le había arrebatado hacía un momento.

– Llama al campamento. Diles que nos saquen de aquí.

– Entendido.

Cole se arrastró por delante de Johnson para ver a Fields. Se encontró con un amasijo de carne y jirones. Rodríguez estaba vivo, pero había perdido una parte del cráneo y el cerebro había quedado al descubierto.

– ¿Sargento? ¿Rodríguez?

No contestó.

Cole sabía que los del Vietcong iban a llegar enseguida a investigar el motivo de la explosión. Si querían sobrevivir tenían que alejarse de inmediato. Se dirigió otra vez a Johnson:

– Diles que tenemos una baja y un hombre con una herida craneal. Volveremos por el otro lado, por donde hemos venido.

Johnson repitió el informe de Cole en un murmullo apagado y después sacó un mapa plastificado para buscar sus coordenadas. Cole le indicó a Abbott que se adelantase.

Vigila el sendero.

El otro no se movió. Tenía la vista fija en lo que quedaba de Ted Fields y abría y cerraba la boca como un pez intentando respirar. Cole le agarró del arnés y le dio una sacudida.

– Joder, Abbott, ¡vigila si vienen los del Vietcong! No tenemos tiempo para alucinar.

Abbott levantó finalmente el fusil.

Cole vendó la cabeza de Rodríguez apretando bien y todo lo rápido que pudo. Su compañero se resistía e intentaba apartarle las manos. Cole se le subió encima para inmovilizarle y le puso un segundo vendaje. La lluvia había arreciado y se llevaba consigo la sangre. Los truenos retumbaban por la selva.

Johnson se arrastró hasta su lado.

– No pueden despegar por culpa de esta mierda de tormenta. Ya sabía yo que iba a pasar algo así. Qué gilipollas, mira que mandamos de misión cuando estaba previsto este tiempo. Ni siquiera hemos visto a un solo enemigo y nos ha jodido una mierda de rayo. Y encima no pueden acercarse los helicópteros. Estamos tirados.

Cole terminó de vendar a Rodríguez y sacó dos jeringuillas desechables. La morfina podía ser mortal para quien sufría una herida craneal, pero tenían que cargar a Rodríguez y moverse deprisa; si los del Vietcong los alcanzaban morirían todos. Cole le clavó las dos jeringuillas en el muslo.

– ¿ Tú crees que entre los tres podemos cargar a Rodríguez ya Fields? -preguntó a Johnson.

– ¿ Te has vuelto loco? Fields está hecho carne picada.

– Los rangers no dejan atrás a sus compañeros.

– ¿Es que no me has oído? Los helicópteros no pueden acercarse. Aquí nadie va a ninguna parte hasta que se alejen esas nubes.

La pierna de Ted Fields aún se movía, pero Cole hizo un esfuer zo para no mirar. Quizá tuviera razón Johnson; podían volver a buscarlo mas tarde, pero en aquel momento tenían que evacuar la zona antes de que los encontrara el Vietcong, y para cargar con Rodríguez iban a hacer falta dos hombres.

Vale, vamos a dejar a Teddy aquí. Abbott, tú ayúdame a llevar a Rodríguez. Crom, ponte detrás y cuéntales qué vamos a hacer.

– Muy bien.

Johnson informó por radio de las intenciones de la patrulla mientras Cole y Abbott levantaban a Rodríguez. En aquel instante surgió un géiser rojo del cuerpo de Abbott, seguido del chasquido seco de un AK-47.

– ¡Amarillos! -gritó Johnson, y acto seguido disparó una lluvia de balas por toda la jungla.

Abbott soltó a Rodríguez y cayó al suelo.

En la selva se produjo un estallido de ruido y resplandores.

Cole disparó por delante de Johnson, aunque no veía al enemigo. Movía el M 16 de un lado a otro, y vació el cargador en dos ráfagas cortas.

– ¿Dónde están?

– ¡Les he dado! ¡Os he dado, cabronazos de mierda!

Johnson metió otro cargador y abrió fuego otra vez con ráfagas más cortas, de cuatro o cinco disparos. Cole recargaba y disparaba indiscriminadamente. Seguía sin ver al enemigo, pero a su alrededor pasaban las balas, que levantaban las hojas y la tierra. El ruido era ensordecedor, aunque él apenas lo oía. Era lo mismo siempre que había un tiroteo: el subidón de adrenalina amortiguaba el sonido y atontaba.

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