Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Intenté decir algo, pero no pude.

El señor Abbot carraspeó y siguió hablando con voz más fuerte:

– Sólo tengo una cosa más que decirle. Lo que escribió en la carta, la parte esa en la que decía que no tenía familia, eso es lo único que no era cierto. Ha formado parte de esta familia desde el día en que mamá abrió el buzón. No le echamos la culpa, hijo. Nosotros le queremos. Eso es lo que pasa en una familia, ¿verdad? La familia te quiere contra viento y marea. Y allí arriba, en el cielo Roy también le quiere.

Le dije que tenía que dejarlo. Colgué el auricular y después salí al porche con una taza de café. Las luces del cañón iban apagándose a medida que el resplandor del cielo iba cobrando intensidad hacia el este.

El gato estaba agazapado en el borde del porche, con las patas bien metidas bajo el cuerpo, y contemplaba algo situado más abajo aún en penumbra. Me senté a su lado y dejé las piernas colgando en el vacío, por debajo de la barandilla. Le acaricié el lomo.

– ¿Qué ves, colega?

Sus enormes ojos negros estaban fijos en algo. Tenía el pelo frío a aquella hora de la madrugada, pero su corazón latía con fuerza por debajo, bien calentito.

Había comprado la casa a los pocos años de regresar de la guerra. Aquella primera semana, después de firmar las arras, decapé los suelos de madera, alisé las paredes e inicié el proceso de transformación de la vivienda de otra persona en la mía propia. Decidí reconstruir la barandilla que bordeaba el porche para poder sentarme con los pies colgando en el aire. Estaba allí fuera un día, trabajando, cuando el gato subió de un salto al porche. No parecía muy contento de verme. Tenía las orejas gachas y la cabeza ladeada, y me miraba como si fuera su peor enemigo. Llevaba un lado de la cara hinchado y en él una herida rojiza de la que goteaba sangre. Recuerdo que le pregunté: «Eh, colega, ¿qué te ha pasado?» Soltó un bufido y se le erizó el pelo, pero no parecía asustado; estaba de mal humor porque no le gustaba encontrarse a un desconocido en su casa. Le saqué una taza de agua y seguí trabajando. Al principio se comportó como si el agua no estuviera allí, pero luego bebió. Parecía que le costaba, así que me imaginé que tendría aún más dificultades para tragar algo sólido. Estaba sucio y flacucho; seguramente hacía varios días que no comía. Deshice el bocadillo de atún que me había preparado para el almuerzo y con el pescado, la mayonesa y algo de agua hice una pasta; Cuando la coloqué cerca de la taza volvió a erizar el pelo. Me senté con la espalda apoyada contra la pared de la casa. Nos observamos mutuamente durante casi una hora. Al cabo de un rato se acerca a pescado y después lo lamió sin quitarme los ojos de encima. El agujero que tenía en la cara estaba amarillento debido a la infección. Parecía una herida de bala. Le tendí la mano. Bufó. No me moví. Tenía los músculos del hombro y del brazo entumecidos, pero era consciente de que si me apartaba perderíamos el vínculo que estábamos formando. Olisqueó el aire y se acercó más. Mi olor se había mezclado con el del atún, y en mis dedos aún quedaban restos de éste. Gruñó ligeramente. No me moví. Todo dependía de él. Me lamió el dedo y después se volvió para enseñarme el costado, lo cual para un gato es un gran paso. Toqué aquel pelo sedoso. Me permitió hacerla. Desde entonces somos amigos y desde aquel día en el porche ha sido el ser vivo con una presencia más constante en mi vida. Seguía siéndolo: aquel gato, junto con Joe Pike.

Le acaricié el lomo.

– Siento mucho haber dejado que se lo llevaran. No volveré a perderlo.

El gato me dio con la cabeza contra el brazo y después me contempló con aquellos ojos negros que eran como espejos. Al levantar la vista ronroneó.

El perdón lo es todo.

Un día aciago

Los cinco miembros de la patrulla 5-2 estaban sentados en el suelo del helicóptero. rodeados de las nubes de polvo rojo que levantaba el viento. Cole sonrió al primerizo, Abbott, un chaval bajito y robusto de Middletown, estado de Nueva York, al que estaba a punto de volársele la gorra.

Le dio un codazo en la pierna para avisarle.

– La gorra.

– ¿ Qué?

Se inclinaron para acercarse y se pusieron a hablar a gritos a causa del rugido del motor de turbina. Aún estaban en la zona de despegue del campamento de los rangers, y el enorme rotar que había encima de sus cabezas iba cobrando velocidad mientras los pilotos se preparaban para levantar el vuelo.

Cole se tocó la gorra, ya descolorida, que se había colocado bajo nalga derecha.

– Que se te va a volar la gorra.

Abbott se percató de que ningún otro ranger más que él la llevaba puesta, y se la quitó bruscamente. Su sargento, un chico de veinte años de Brownsville, Tejas, llamado Luis Rodríguez, le guiño un ojo a Cole. Hacía una semana que Rodríguez había empezado su segunda etapa en Vietnam.

– ¿ Tú crees que está nervioso?

El rostro de Abbott se tensó antes de responder.

– Yo no estoy nervioso.

A Cole, en cambio, le parecía por la cara que ponía que estaba a punto de vomitar. Era un novato. Había estado en la selva en tres misiones de adiestramiento, pero eso se hacía cerca del campamento y había pocas posibilidades de entrar en contacto con el enemigo. Aquélla era, en realidad, la primera misión de Abbott con los rangers.

Cole le dio una palmadita en la pierna y sonrió a Rodríguez.

– Qué va, sargento. Aquí tenemos a Clark Kent en versión ranger. Bebe peligro para desayunar y a la hora de comer ya tiene ganas de más; atrapa balas con los dientes y hace malabarismos con granadas cuando se aburre; no necesita este helicóptero para llegar a la zona de combate, pero es que disfruta de nuestra compañía…

Ted Fields, que también tenía dieciocho años y era de East Lansing, Michigan, animó a Cole a seguir.

¡Uh!

Rodríguez y Cromwell Johnson, el radiooperador (el hijo de diecinueve años de un aparcero de Mobile, Alabama), repitieron automáticamente:

– ¡Uh!

Era el grito de guerra de los rangers: «uh-ah» o, simplemente «uh». .

Todos estaban riendo por lo de Abbott. El blanco de sus ojos contrastaba con la pintura de camuflaje que cubría sus rostros. Menudo grupo formaban los cinco: cuatro hombres con mucha experiencia en la selva y un primerizo, cinco jóvenes vestidos con ropa de camuflaje y con los brazos, las manos y la cara pintados para pasar inadvertidas entre la vegetación tropical; iban armados con M16 y toda la munición, las granadas de mano y las minas Claymore que podían cargar, pero sólo con el material imprescindible para sobrevivr durante una semana en patrulla de reconocimiento en pleno Vietnam.

Cole y los demás intentaban quitar hierro al mido del novato.

El oficial al mando del helicóptero le dio un golpecito en la cabeza a Rodríguez, le hizo una señal levantando los dos pulgares y en pocos segundos el aparato se inclinó y se elevaron en el aire.

Cole se acercó al oído de Abbott e hizo bocina con las manos para que el viento no se llevara su voz.

– No te preocupes, no va a pasarte nada. Tú no te pongas nervioso y no hables.

Abbott asintió, serio.

– ¡Uh! -gritó Cole.

– Uh.

Roy Abbott había llegado a la compañía de los rangers hacía tres semanas y le habían asignado una litera en el barracón de Cole. A éste le cayó bien su nuevo compañero en cuanto vio las fotografías. Abbott no hablaba por los codos como hacían algunos de los nuevos, prestaba atención a lo que le decían los veteranos y se adaptó enseguida a su nueva vida, pero lo decisivo fue lo de las fotografías. Lo primero que hizo el novato fue colgar una fotos con chinchetas; no eran de coches de carreras ni de chicas del Playboy, sino de sus padres y de sus cuatro hermanas pequeñas. El viejo, de tez rubicunda, llevaba unos pantalones verde limón y una cazadora a juego; la madre era gruesa y poco agraciada, y las cuatro niñas eran clones de su madre, con el mismo pelo rubio rojizo, todas bien arregladas y normales, con sus falditas plisadas y sus granos.

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