Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Cole, tumbado en su litera con las manos en la nuca, las miraba fascinado. Observó a su compañero mientras colgaba las fotos y le hizo varias preguntas.

Abbott lo observaba con recelo, como si no fuera el primer listi!lo que se reía de él. Cole habría sido capaz de apostar diez dólares a que Abbott bendecía la mesa antes de comer.

– ¿Lo preguntas en serio?

– Pues claro.

Abbott le contó que todos trabajaban en la granja y que la familia vivía en el mismo pueblecito en el que había vivido sus tíos, sus primos y sus abuelos durante casi doscientos años, trabajando mismas tierras, yendo a los mismos colegios, adorando al mismo Dios y animando al equipo de fútbol americano de los Buffalo Bills, Su padre, que era diácono de la iglesia del pueblo, había luchado en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, Y ahora el hijo seguía sus pasos.

Cuando terminó de narrar su vida, le preguntó a Cole:

– ¿ Y tu familia qué?

– No es lo mismo.

– ¿ Cómo que no es lo mismo?

– Mi madre está chalada.

Tras una pausa, Abbott hizo otra pregunta porque no sabía qué decir:

– ¿ Tu padre también era militar?

– No lo conozco. No sé quién es.

– Ah.

Después de aquello, Abbott guardó silencio, Terminó de colocar sus cosas y después se fue a buscar la letrina.

Cole se bajó de la litera de un salto para mirar las fotografías más de cerca. Probablemente, la señora Abbott hacía bollos. Y su marido debía de llevarse al chaval a cazar ciervos el día que se levantaba la veda. Seguro que cenaban todos juntos, reunidos en torno a una mesa muy larga. Así eran las familias de verdad, Cole siempre se las había imaginado haciendo esa clase de cosas.

Dedicó el resto de la tarde a afilar su cuchillo Randall y a arder en deseos de que la familia de Roy Abbott fuera la suya.

El helicóptero se inclinó ostensiblemente al sobrevolar una colina, descendió hacia un claro cubierto de maleza, resopló como si se dispusiera a posarse y después volvió a cobrar altura igual que si hubiera rebotado contra el suelo.

Abbott agarraba firmemente su M16, con los ojos como platos, mientras el aparato superaba las cimas de la colina.

– ¿Por qué no hemos aterrizado? ¿Había amarillos?

Vamos a hacer dos o tres aproximaciones falsas antes de posarnos. Así los del Vietcong no sabrán dónde saltamos.

Abbott estiró el cuello para ver lo que había fuera.

Rodríguez, que era el jefe del equipo, gritó a Cole:

Que no se nos caiga ese idiota!

Cole agarró la mochila de Abbott para aguantarle. Desde el día en que había visto las fotografías, se había hecho cargo del nuevo. Le había enseñado que podía quitar del equipo de combate para aligerar peso y cómo había que sujetar el material con cinta adhesiva a fin de que no hiciera ruido, y se había apuntado a dos de las misiones de adiestramiento de Abbott para asegurarse de que espabilaba. Le gustaba que le contara cosas de su familia. Johnson y Rodríguez también tenían familias numerosas, pero el padre del segundo era un borracho que pegaba a sus hijos.

El informe meteorológico de aquella mañana les había advertido que posiblemente lloviera y la visibilidad sería limitada, pero aun estando prevenido a Cole no le hicieron ninguna gracia las nubes negras que se habían formado sobre las montañas. El mal tiempo podía ser el mejor aliado de un miembro de los rangers, pero unas condiciones decididamente malas podían acabar con su vida; cuando las cosas se ponían feas de verdad solicitaban por radio helicópteros cañoneros, MedEvacs y salvamento, pero si no había visibilidad no podían volar, y cuando la proporción era de doscientos enemigos por soldado el camino de regreso a pie podía resultar excesivamente largo.

El aparato hizo otras dos aproximaciones falsas. La siguiente sería la buena.

– Preparados.

Los cinco rangers cargaron sus fusiles y pusieron los seguros. Cole se imaginó que Abbott tendría miedo, así que se acercó una vez más a él.

– No pierdas de vista a Rodríguez. En cuanto nos posemos saldrá corriendo hacia la selva. Manténte atento a los árboles, pero no dispares a menos que abra fuego alguno de nosotros. ¿ Entendido?

– Sí.

– Adelante, rangers.

– ¡Uh!

El helicóptero se inclinó mucho siguiendo el viento, echó el morro hacia delante y después dejó de rugir y se posó a medio metro del cauce seco de un arroyo, al pie de un barranco. Cole tiró del brazo de Abbott para asegurarse de que saltaba y los cinco hombres cayeron sobre la hierba con un ruido sordo. Las hélices cobraron empuje y el helicóptero empezó a alejarse cuando aún no había llegado al suelo, dejándolos allí. Echaron a correr hacia los árboles, Rodríguez el primero y Cole a la cola. En cuanto se los tragó la selva, los miembros de la 5-2 se arrojaron a suelo formando una estrella de cinco puntas, con los pies juntos en el centro y mirando hacia fuera. De ese modo podían dominar un perímetro completo. Nadie dijo nada. Esperaron, atentos a cualquier movimiento.

Cinco minutos.

Diez.

La selva cobró vida. Los pájaros cantaban. Los monos gritaban. La lluvia repiqueteaba en el suelo en torno a ellos y se colaba inexorablemente por la triple cubierta vegetal que había encima de sus cabezas para dejar empapados sus uniformes.

Cole creyó oír el murmullo de un ataque aéreo, al oeste, a lo lejos, pero enseguida se dio cuenta de que se trataba de truenos. Se avecinaba una tormenta.

Rodríguez se puso en pie con cuidado. Cole le tocó la pierna a Abbott. Había que incorporarse. Nadie dijo nada. Era necesario ser disciplinado: el silencio resultaba fundamental.

Empezaron a ascender por la colina. Cole se sabía las órdenes de carrerilla: tenían que llegar a lo alto de la colina por el norte y después seguir un sendero muy transitado por el ejército norvietnamita en busca de un complejo de búnkeres en el que los espías estadounidenses creían que estaba concentrándose un batallón de soldados profesionales del enemigo. Un batallón estaba formado por mil hombres. Los cinco miembros de la patrulla estaban infiltrándose en una zona en la que la proporción de enemigos era de doscientos hombres contra uno.

Rodríguez se puso en cabeza. Ted Fields se colocó tras él, lo que significaba que, mientras el primero miraba el suelo para encontrar un camino discreto, el segundo avanzaba con la vista fija en la selva por si aparecían los del Vietcong. Johnson llevaba la radio. Abbott le seguía y Cole iba por detrás de Abbott, cubriendo la retirada. Cole abría camino en algunas misiones, mientras que Rodríguez iba en segunda posición y Fields el último, pero Rodríguez estaba al mando y quería que Cole vigilara al novato.

Iban en fila india, a tres o cuatro metros de distancia el uno e otro, y subían silenciosamente por la pendiente. Cole observaba a Abbott y se estremecía cada vez que a éste se le enredaba una liana, pero en general le pareció que al chaval se le daba bien moverse por la selva.

Por encima de la colina los truenos rugían, y el aire se iba llenándose de neblina. Continuaron ascendiendo y se metieron en una nube.

Tuvieron que esforzarse mucho durante treinta minutos para llegar a lo alto. Una vez arriba Rodríguez los dejo descansar. El mal tiempo había llevado consigo la oscuridad y los envolvía la penumbra. Rodríguez fue mirándoles a todos a los ojos, uno por uno, y luego levantó la vista al cielo. Con un gesto les dio a entender que el mal tiempo era una putada. Sería imposible encontrar refugio en caso de necesitarlo.

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