Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Vació un segundo cargador y colocó un tercero. Disparó a los árboles y después se arrastró por encima de Rodríguez para ver cómo estaba Abbott, que se apretaba el vientre con una mano tapándose la herida.

– ¡Me han dado! ¡Creo que me han pegado un tiro!

Cole apartó la mano de su compañero para examinar la herida y se encontró con una espiral gris de intestinos. Volvió a colocarle la mano encima.

– ¡Aprieta! ¡Aprieta fuerte!

Disparó contra las sombras y llamó a Johnson:

– ¡Eh! ¿Dónde están? ¡No los veo!

Johnson no contestó. Recargaba y disparaba mecánicamente.

Cole vio que las balas de Johnson destrozaban un buen trozo de selva y después, a la derecha, los fogonazos de las bocas de las armas al disparar. Vació el cargador en aquella dirección, coloco otro y se arrancó una granada de mano del ames. Grito para avisar a su compañeros y después la lanzó. Hizo explosión con un estruendo que resonó entre los árboles. Arrojó otra granada. Otro estruendo. Jonson lanzó una de las suyas. Otra explosión.

¡Retirada! ¡Vámonos, Johnson!

Johnson echó a andar de espaldas, sin dejar de disparar. Cole le dio una sacudida a Abbott.

– ¿Puedes ponerte en pie? ¡Tenemos que largamos, ranger! ¿Puedes levantarte?

Abbott se puso de lado y consiguió afirmar las rodillas en el suelo. Sin dejar de ejercer presión con la mano izquierda en la herida, consiguió incorporarse, gimiendo por el esfuerzo.

Cole siguió disparando contra los árboles y luego arrojó otra granada. Johnson no necesitaba que le dieran órdenes, pues sabía muy bien lo que tenía que hacer. Fields estaba muerto pero Rodríguez seguía con vida. Tenían que cargar con él.

Johnson y Cole dispararon cortas ráfagas a sus espaldas y después se colocaron a ambos lados de Rodríguez y lo levantaron por el arnés.

¡Venga, Abbot, vamos! -gritó Cole-. Sube para volver por donde hemos venido.

Abbott se alejó tambaleándose.

Cole y Johnson empezaron a arrastrar a Rodríguez mientras disparaban con las manos que les quedaban libres. El fuego enemigo se había interrumpido tras el lanzamiento de las granadas, pero luego había vuelto a cobrar ritmo; los del Vietcong se gritaban órdenes entre las hojas.

– Minh dang duoi bao nhieu dua?

– Chung dang chay ve phia bo song!

Cole notaba que las balas pasaban rozándole. Johnson soltó un resoplido y se tambaleó, pero enseguida recuperó el equilibrio.

– No es nada.

Lo habían alcanzado en la pantorrilla.

En aquel momento Cole oyó dos ruidos sordos y notó que Rodríguez se estremecía. Habían vuelto a alcanzar al jefe del equipo.

– ¡Hijos de puta! -gritó Johnson. -¡Sigue corriendo!

Rodríguez escupió un buen chorro de sangre y todo su cuerpo sufrió una sacudida.

– ¡Joder!

– ¡Está muerto! ¡Me cago en todo, está muerto!

Le dejaron detrás de un árbol. Johnson disparó hacia abajo acabó con dos cargadores mientras Cole buscaba el pulso de Rodríguez. No lo encontró.

Le ardían los ojos de rabia; primero Fields y ahora el jefe de la patrulla. Vació el cargador y acto seguido arrancó las granadas del arnés de Rodríguez. Lanzó una y luego la otra. Se oyeron dos explosiones. Johnson le quitó la munición a Rodríguez y siguieron retrocediendo. Primero Cole disparó mientras Johnson corría y luego intercambiaron los papeles. Cole aún no había visto a un solo soldado enemigo.

Alcanzaron a Abbott en la cima y se refugiaron tras un árbol caído. La lluvia arreciaba y el agua los envolvía como una cortina gris.

– Johnson, saca la radio. Diles que tenemos que largamos de aquí.

Cole le quitó el equipo a Abbott y después le abrió la camisa.

– ¡No mires, novato! Mantén la vista fija en los árboles. Procura descubrir al enemigo, ¿ entendido? Vigila bien.

Abbott estaba llorando.

– ¡Me escuece! ¡Me duele muchísimo, tío!

En aquel momento Cole sintió mucho cariño hacia Abbott, cariño y odio a la vez. Lo quería por su inocencia y por su miedo, y lo odiaba por dejarse herir, lo que los obligaba a ir más despacio y podía provocar que los mataran.

Johnson tomó la mano de Abbott.

– No vas a morir. Nunca dejamos que los novatos mueran en su primera misión. Para morir tienes que haber hecho puntos, chaval.

– Adelante, rangers. Venga, dilo, Roy. Adelante, rangers.

Abbott hizo un esfuerzo por repetir aquellas palabras y contener las lágrimas.

– Adelante, rangers.

Sus intestinos habían traspasado la pared abdominal como una de serpientes. Cole se los metió en el cuerpo y después le envolvió el vientre con vendajes bien apretados que se empaparon de rojo antes incluso de que terminara de hacer o. Era un síntoma claro de hemorragia arterial. Cole sintió deseos de salir corriendo, de dejar atrás a Abbott con toda aquella sangre, de alejarse del enemigo, pero buscó a tientas una jeringuilla de morfina que llevaba en el botiquín y le dio una inyección en el muslo. ,

– Véndalo otra vez, Johnson. Que quede bien apretado. Y luego ponte el suero.

Los rangers estaban expuestos a un combate tan intenso que todos llevaban entre el equipo latas de suero sanguíneo. Cole arrojó a un lado la jeringuilla vacía y cogió la radio mientras Johnson aplicaba el suero a Abbott.

– Cinco dos, cinco dos, cinco dos. Tenemos contacto intenso. Dos bajas y un herido muy grave.

La voz metálica del oficial al mando de su compañía, el capitán William Zekowski, apodado Zeke, contestó, rasposa:

– Repítelo, cinco dos.

Cole quería estampar el teléfono contra el suelo, pero se reprimió y repitió detenidamente lo que había dicho. El pánico mata. Mantén la calma. Adelante, rangers.

– Comprendido, cinco dos. Tenemos un helicóptero y dos cañoneros en órbita a cinco kilómetros, pero con ese tiempo no pueden acercarse. El viento se está llevando las nubes, así que aguantad.

– Nos batimos en retirada. ¿ Comprendido?

Por única respuesta oyeron el chisporroteo de la estática. La lluvia los azotaba con tanta fuerza que tenía la impresión de estar en la ducha.

– ¿Me oye alguien?

Sólo ruido.

– ¡Me cago en todo!

Ni radio, ni rescate, ni nada. Estaban absolutamente solos.

Cuando Johnson terminó de inyectarle la vía de suero a Abbott en el brazo, ayudaron a éste a ponerse de pie. La lluvia se convirtió entonces en su aliada, porque la espesa cortina de agua servía para ocultarlos y borrar sus huellas, por lo que al Vietcong le costaría seguirlos. Estarían a salvo hasta que llegaran los suyos a rescatarlos.

Johnson se colocó delante para abrir camino, y de repente un disparo estalló con un ruido sordo bajo la lluvia y le levantó la tapa de los sesos. Cayó al suelo.

Abbott soltó un grito.

Cole dio media vuelta y empezó a disparar a ciegas. Vació el cargador, recogió el fusil de Johnson y también lo vació.

– ¡Dispara, Abbott! ¡Que dispares te digo!

Abbott empezó a disparar a ciegas.

Cole tiraba contra todo, porque había algo que intentaba matarlo y él quería matarlo antes. Lanzó su última granada de mano .

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