Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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– ¿Cuándo sucedió todo eso? -preguntó Starkey.

– Pues hará tres días. Sí, hace tres días.

El día anterior al secuestro de Ben. Starkey sacó su libreta. La señora Luna describió la furgoneta. Era blanca y estaba sucia, pero no recordaba nada más, sólo que en el lateral llevaba pintadas las palabras «Fontanería Emilio». Mientras Starkey seguía interrogándola llamé a información con el móvil y pregunté por la empresa Fontanería Emilio. No existía ni en Los Ángeles ni en todo el valle. Le pedí a la telefonista que buscara también en Santa Mónica y en Beverly Hills, por fontanería, fontaneros, suministros de fontanería y contratistas de fontanería, pero a esas alturas ya no esperaba encontrar nada. Aquellos tipos podían haber robado la furgoneta en Arizona o haber pintado el nombre ellos mismos.

– Decía «Emilio». Estoy segura -afirmaba la señora Luna.

– Hábleme de los dos hombres -pidió Starkey-. Usted tomó la curva y la furgoneta le bloqueaba el paso. ¿Hacia dónde estaba dirigida?

– Hacia aquí, de cara a mí. Veía el parabrisas, ¿sabe? El negro iba al volante. El blanco estaba al otro lado, hablando a través de la ventanilla abierta.

La señora Luna se colocó en el arcén y nos indicó sus posiciones.

– Al vemos se giraron, ¿sabe usted? El negro tenía unas cosas muy raras en la cara. Yo creo que estaba enfermo. Parecían heridas.

Se tocó las mejillas y arrugó la nariz.

– Y además era alto. Era un tío muy alto.

– ¿Se bajó de la furgoneta? -preguntó Starkey.

– No, se quedó dentro. Iba al volante.

– Y entonces ¿cómo sabe que era tan alto?

La señora Luna levantó los brazos todo lo que pudo y los separó.

– Llenaba el parabrisas, así. Era enorme.

Starkey frunció levemente el entrecejo, pero yo ya tenía claro aquel punto y quería avanzar.

– ¿Y el blanco? -dije-. ¿Se acuerda de algún detalle? ¿Tatuajes? ¿Gafas?

– No lo miré.

– ¿Llevaba el pelo largo o corto? ¿Recuerda el color?

– No, lo siento. Me fijé en el negro y en la furgoneta. Estábamos intentando pasar, ¿sabe usted? Me salí un poco de la calzada para esquivarla y me pasé. Me vi obligada a dar marcha atrás. El otro hombre se apartó porque su amigo tuvo que dejarnos sitio. Es que esto es muy estrecho. Me quedé mirando la furgoneta mientras se alejaba y le dije a Ramón: «¿Te has fijado en lo que tiene ese tío en la cara?» Él también lo había visto. Repuso que debía de tratarse de verrugas.

– ¿Cuál es el apellido de Ramón? -preguntó Starkey.

– Sánchez.

– ¿Ahora está en su furgoneta?

– Sí, señora.

Starkey tomó nota de la información.

– Vale, luego también hablaremos con él.

– Es decir, que el negro se marchó y el otro se quedó y bajó por la ladera -tercié para reconducir la conversación-. ¿O el negro esperó a que volviera su compañero?

– No, no, se fue. El otro hizo un gesto con el dedo al empezar a bajar. Ya sabe a qué gesto me refiero. -La señora Luna se había sonrojado.

Starkey cerró el puño y estiró el dedo corazón.

– ¿El blanco le hizo este gesto? ¿Así?

– Sí -respondió la señora Luna-. Y Ramón se reía. Yo iba marcha atrás porque la furgoneta se me había acercado demasiado a las rocas y tenía que ir con cuidado, pero lo vi hacer ese gesto y bajar por la ladera. Lo lógico habría sido que volviera a la casa, pero no, empezó a bajar, y a mí eso me pareció raro. «¿Por qué baja por ahí?», dije. Y entonces pensé que a lo mejor quería ir a orinar.

– ¿Vio hasta dónde llegaba o si volvía?

– No. Nos fuimos. Todavía teníamos que servir desayunos en otro sitio antes de preparamos para la comida.

Starkey anotó el nombre de la señora Luna, su dirección y su teléfono, y después le entregó una tarjeta. Su busca se puso a sonar, pero no le hizo caso.

– Nos ha ayudado mucho, señora Luna -aseguró-. Es probable que quiera hacerle alguna otra pregunta esta noche o mañana. ¿Le importaría?

– Estaré encantada de ayudar.

– Si recuerda alguna otra cosa, no espere a que la llame. Hablar así como hemos hecho ahora puede ayudarla con algún detalle. A lo mejor se acuerda de algo de la furgoneta o de esos dos hombres que nos sirva. Aunque a usted le parezca insignificante, debe tener claro que no hay nada que no sea importante. Cualquier cosa que recuerde nos será de utilidad.

Starkey sacó el móvil y se fue hasta el borde del arcén para llamar a la comisaría y poner en marcha una orden de busca y captura y un boletín de alerta con los datos de la furgoneta. El jefe de la comisaría de Hollywood quedaría encargado de transmitir la información a la central de despachos, en Parker, desde donde se indicaría a todos los coches patrulla de Los Ángeles que estuvieran pendientes de una furgoneta con las palabras «Fontanería Emilio» escritas en el lateral.

Me ofrecí a llevar a la señora Luna de regreso a su furgoneta, pero no respondió. Se había quedado mirando a Starkey con el entrecejo fruncido, como si al final de la pendiente viera algo más, no sólo a la inspectora de policía.

– Lleva razón con lo de la memoria. Ahora me acuerdo de algo. Tenía un puro. Estaba ahí de pie, como la señora, y sacó un puro.

Eso explicaba lo del tabaco.

– Tenía un puro, sí, pero no se lo fumó, sino que fue dándole mordiscos. Arrancaba trocitos con los dientes y después los escupía.

Intenté animarla. Quería que los recuerdos resurgieran reconstruyendo poco a poco la imagen. Nos acercamos hasta donde estaba Starkey, al inicio de la pendiente. Le puse la mano en el brazo, en un gesto que quería decir: «Escucha esto.»

La señora Luna se quedó mirando el cañón y después dio media vuelta y se quedó de cara a la calle como si viera su furgoneta de comidas atrapada entre las rocas del otro lado y la furgoneta del fontanero que se alejaba.

– Aparté la furgoneta de las rocas de allí y metí la primera. Miré hacia atrás y lo vi, con la cabeza baja, ¿sabe? Estaba haciendo algo con las manos y me dio que pensar, no sé. Tenía prisa por ponerme en marcha porque íbamos con retraso, pero me quedé mirando para ver qué hacia. Desenvolvió el puro y se lo metió en la boca, y luego bajó por ahí. -Señaló la ladera-. Entonces fue cuando pensé que debía de ir a orinar. Era moreno, con el pelo corto. Llevaba una camiseta verde. Ahora me acuerdo. Era verde oscuro y parecía sucia.

Starkey me miró y le preguntó:

– ¿Desenvolvió el puro?

La señora Luna juntó los dedos y se los puso debajo del vientre.

– Hizo algo con él, por aquí, y después se lo metió en la boca. No sé qué hacía, la verdad, pero no se me ocurre nada más.

Me di cuenta de por dónde iba Starkey, y comenté:

– El envoltorio. Si lo tiró, puede que consigamos una huella.

Me puse a buscar por el borde del arcén, pero Starkey me pegó un grito:

– ¡Quieto, Cole! ¡Apártate! ¡Vas a borrar las pruebas!

– A lo mejor lo encontramos.

– Vas a acabar pisándolo o echándole tierra por encima, o metiéndolo debajo de una hoja, ¡así que estate quieto de una vez, y vuelve a la calzada! -Starkey cogió a la señora Luna del brazo. Estaba tan concentrada en lo que hacía que casi parecía que yo no me encontraba allí-. No se esfuerce demasiado, señora Luna. Deje que la imagen venga a usted. Indíqueme dónde estaba cuando hizo eso. ¿Dónde se había colocado?

La señora Luna cruzó la calzada hasta donde había estado situada su furgoneta y desde allí nos miró. Se movió primero hacia un lado y luego hacia el otro, haciendo un esfuerzo por recordar. Y entonces señaló.

– Vaya un poco hacia la derecha. Un poquito más. Ahí estaba el tío.

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