– ¿Cuándo sucedió todo eso? -preguntó Starkey.
– Pues hará tres días. Sí, hace tres días.
El día anterior al secuestro de Ben. Starkey sacó su libreta. La señora Luna describió la furgoneta. Era blanca y estaba sucia, pero no recordaba nada más, sólo que en el lateral llevaba pintadas las palabras «Fontanería Emilio». Mientras Starkey seguía interrogándola llamé a información con el móvil y pregunté por la empresa Fontanería Emilio. No existía ni en Los Ángeles ni en todo el valle. Le pedí a la telefonista que buscara también en Santa Mónica y en Beverly Hills, por fontanería, fontaneros, suministros de fontanería y contratistas de fontanería, pero a esas alturas ya no esperaba encontrar nada. Aquellos tipos podían haber robado la furgoneta en Arizona o haber pintado el nombre ellos mismos.
– Decía «Emilio». Estoy segura -afirmaba la señora Luna.
– Hábleme de los dos hombres -pidió Starkey-. Usted tomó la curva y la furgoneta le bloqueaba el paso. ¿Hacia dónde estaba dirigida?
– Hacia aquí, de cara a mí. Veía el parabrisas, ¿sabe? El negro iba al volante. El blanco estaba al otro lado, hablando a través de la ventanilla abierta.
La señora Luna se colocó en el arcén y nos indicó sus posiciones.
– Al vemos se giraron, ¿sabe usted? El negro tenía unas cosas muy raras en la cara. Yo creo que estaba enfermo. Parecían heridas.
Se tocó las mejillas y arrugó la nariz.
– Y además era alto. Era un tío muy alto.
– ¿Se bajó de la furgoneta? -preguntó Starkey.
– No, se quedó dentro. Iba al volante.
– Y entonces ¿cómo sabe que era tan alto?
La señora Luna levantó los brazos todo lo que pudo y los separó.
– Llenaba el parabrisas, así. Era enorme.
Starkey frunció levemente el entrecejo, pero yo ya tenía claro aquel punto y quería avanzar.
– ¿Y el blanco? -dije-. ¿Se acuerda de algún detalle? ¿Tatuajes? ¿Gafas?
– No lo miré.
– ¿Llevaba el pelo largo o corto? ¿Recuerda el color?
– No, lo siento. Me fijé en el negro y en la furgoneta. Estábamos intentando pasar, ¿sabe usted? Me salí un poco de la calzada para esquivarla y me pasé. Me vi obligada a dar marcha atrás. El otro hombre se apartó porque su amigo tuvo que dejarnos sitio. Es que esto es muy estrecho. Me quedé mirando la furgoneta mientras se alejaba y le dije a Ramón: «¿Te has fijado en lo que tiene ese tío en la cara?» Él también lo había visto. Repuso que debía de tratarse de verrugas.
– ¿Cuál es el apellido de Ramón? -preguntó Starkey.
– Sánchez.
– ¿Ahora está en su furgoneta?
– Sí, señora.
Starkey tomó nota de la información.
– Vale, luego también hablaremos con él.
– Es decir, que el negro se marchó y el otro se quedó y bajó por la ladera -tercié para reconducir la conversación-. ¿O el negro esperó a que volviera su compañero?
– No, no, se fue. El otro hizo un gesto con el dedo al empezar a bajar. Ya sabe a qué gesto me refiero. -La señora Luna se había sonrojado.
Starkey cerró el puño y estiró el dedo corazón.
– ¿El blanco le hizo este gesto? ¿Así?
– Sí -respondió la señora Luna-. Y Ramón se reía. Yo iba marcha atrás porque la furgoneta se me había acercado demasiado a las rocas y tenía que ir con cuidado, pero lo vi hacer ese gesto y bajar por la ladera. Lo lógico habría sido que volviera a la casa, pero no, empezó a bajar, y a mí eso me pareció raro. «¿Por qué baja por ahí?», dije. Y entonces pensé que a lo mejor quería ir a orinar.
– ¿Vio hasta dónde llegaba o si volvía?
– No. Nos fuimos. Todavía teníamos que servir desayunos en otro sitio antes de preparamos para la comida.
Starkey anotó el nombre de la señora Luna, su dirección y su teléfono, y después le entregó una tarjeta. Su busca se puso a sonar, pero no le hizo caso.
– Nos ha ayudado mucho, señora Luna -aseguró-. Es probable que quiera hacerle alguna otra pregunta esta noche o mañana. ¿Le importaría?
– Estaré encantada de ayudar.
– Si recuerda alguna otra cosa, no espere a que la llame. Hablar así como hemos hecho ahora puede ayudarla con algún detalle. A lo mejor se acuerda de algo de la furgoneta o de esos dos hombres que nos sirva. Aunque a usted le parezca insignificante, debe tener claro que no hay nada que no sea importante. Cualquier cosa que recuerde nos será de utilidad.
Starkey sacó el móvil y se fue hasta el borde del arcén para llamar a la comisaría y poner en marcha una orden de busca y captura y un boletín de alerta con los datos de la furgoneta. El jefe de la comisaría de Hollywood quedaría encargado de transmitir la información a la central de despachos, en Parker, desde donde se indicaría a todos los coches patrulla de Los Ángeles que estuvieran pendientes de una furgoneta con las palabras «Fontanería Emilio» escritas en el lateral.
Me ofrecí a llevar a la señora Luna de regreso a su furgoneta, pero no respondió. Se había quedado mirando a Starkey con el entrecejo fruncido, como si al final de la pendiente viera algo más, no sólo a la inspectora de policía.
– Lleva razón con lo de la memoria. Ahora me acuerdo de algo. Tenía un puro. Estaba ahí de pie, como la señora, y sacó un puro.
Eso explicaba lo del tabaco.
– Tenía un puro, sí, pero no se lo fumó, sino que fue dándole mordiscos. Arrancaba trocitos con los dientes y después los escupía.
Intenté animarla. Quería que los recuerdos resurgieran reconstruyendo poco a poco la imagen. Nos acercamos hasta donde estaba Starkey, al inicio de la pendiente. Le puse la mano en el brazo, en un gesto que quería decir: «Escucha esto.»
La señora Luna se quedó mirando el cañón y después dio media vuelta y se quedó de cara a la calle como si viera su furgoneta de comidas atrapada entre las rocas del otro lado y la furgoneta del fontanero que se alejaba.
– Aparté la furgoneta de las rocas de allí y metí la primera. Miré hacia atrás y lo vi, con la cabeza baja, ¿sabe? Estaba haciendo algo con las manos y me dio que pensar, no sé. Tenía prisa por ponerme en marcha porque íbamos con retraso, pero me quedé mirando para ver qué hacia. Desenvolvió el puro y se lo metió en la boca, y luego bajó por ahí. -Señaló la ladera-. Entonces fue cuando pensé que debía de ir a orinar. Era moreno, con el pelo corto. Llevaba una camiseta verde. Ahora me acuerdo. Era verde oscuro y parecía sucia.
Starkey me miró y le preguntó:
– ¿Desenvolvió el puro?
La señora Luna juntó los dedos y se los puso debajo del vientre.
– Hizo algo con él, por aquí, y después se lo metió en la boca. No sé qué hacía, la verdad, pero no se me ocurre nada más.
Me di cuenta de por dónde iba Starkey, y comenté:
– El envoltorio. Si lo tiró, puede que consigamos una huella.
Me puse a buscar por el borde del arcén, pero Starkey me pegó un grito:
– ¡Quieto, Cole! ¡Apártate! ¡Vas a borrar las pruebas!
– A lo mejor lo encontramos.
– Vas a acabar pisándolo o echándole tierra por encima, o metiéndolo debajo de una hoja, ¡así que estate quieto de una vez, y vuelve a la calzada! -Starkey cogió a la señora Luna del brazo. Estaba tan concentrada en lo que hacía que casi parecía que yo no me encontraba allí-. No se esfuerce demasiado, señora Luna. Deje que la imagen venga a usted. Indíqueme dónde estaba cuando hizo eso. ¿Dónde se había colocado?
La señora Luna cruzó la calzada hasta donde había estado situada su furgoneta y desde allí nos miró. Se movió primero hacia un lado y luego hacia el otro, haciendo un esfuerzo por recordar. Y entonces señaló.
– Vaya un poco hacia la derecha. Un poquito más. Ahí estaba el tío.
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