– No es lo que usted piensa, señora Colquhoun.
– No la han desenterrado, ¿verdad?
– No.
– ¿Qué, entonces? -preguntó angustiada.
– De momento no estoy…
La mujer colgó y Rebus permaneció mirando el auricular hasta que colgó también.
Fue a los servicios a refrescarse la cara. Tenía los ojos cargados y abotargados. Por la noche, después del Colegio de Médicos, fue a Portobello en coche y aparcó delante de la casa de Jean. Cuando ya abría la puerta se detuvo al ver que no había luz en las ventanas. ¿Qué iba a decirle? ¿A qué iba allí? Volvió a cerrar la puerta sin hacer ruido y permaneció sentado en el coche con las luces apagadas escuchando a bajo volumen a Hendrix en The Burning of the Midnight Lamp.
De vuelta a su mesa vio que un funcionario civil de la comisaría acababa de dejarle una gran caja de cartón con documentos; al abrirla constató que estaba llena a medias. Sacó la primera carpeta y leyó la etiqueta: Paula Jennifer Gearing (Mathieson de soltera); fecha de nacimiento, 10-4-50; fallecida el 6-7-77. Era la ahogada de Nairn. Se sentó, arrimó la silla y comenzó a leer. Al cabo de veinte minutos, cuando estaba haciendo una anotación en un cuaderno, llegó Ellen Wylie.
– Perdone que llegue tan tarde -se excusó quitándose el abrigo.
– Se ve que tenemos distinto criterio horario -dijo él.
Wylie se ruborizó al recordar sus propias palabras la víspera, pero al mirarlo vio que sonreía.
– ¿Qué ha averiguado? -preguntó Wylie.
– Nuestros colegas del norte se han portado.
– ¿Paula Gearing?
Rebus asintió con la cabeza.
– Tenía veintisiete años, llevaba cuatro años casada con uno que trabajaba en una plataforma petrolífera del mar del Norte y vivían en una bonita casa unifamiliar en las afueras.
No tenían hijos; ella trabajaba a tiempo parcial en una tienda de periódicos…, seguramente más por no aburrirse que por necesidad.
– ¿Fue descartada la agresión sexual? -preguntó Wylie desde su mesa.
– Por lo que yo he leído -dijo Rebus dando unos golpecitos en sus notas-, no pudo determinarse. Tampoco parecía suicidio y además no se sabe en qué lugar de la costa cayó exactamente al agua.
– ¿Qué dice el informe forense?
– Aquí está. ¿Puedes ponerte en contacto con Donald Devlin, a ver si dispone de tiempo para examinarlo?
– ¿El profesor Devlin?
– Ayer me tropecé con él y dijo que revisaría las autopsias -dijo Rebus sin explicarle las circunstancias en que se había ofrecido el anciano, al negarle su ayuda Gates y Curt-. Tenemos su número de teléfono, porque vive en la misma casa que Philippa Balfour -añadió.
– Lo sé. ¿Ha leído el periódico?
– No.
Wylie lo sacó de su bolso y lo abrió por una página interior. Publicaba la foto robot del hombre que Devlin había visto ante la casa de Philippa Balfour unos días antes de su desaparición.
– Podría ser cualquiera -dijo Rebus.
Wylie asintió con la cabeza. Publicar en los periódicos una foto robot tan anodina como aquélla era el último recurso.
– Llama a Devlin -ordenó Rebus.
– Sí, señor.
Wylie cogió el periódico, se sentó a una mesa y negó ligeramente con la cabeza como sacudiéndose las telarañas, y cogió el teléfono para hacer la primera llamada de otra larga jornada.
Rebus siguió repasando la documentación hasta que atrajo su atención el nombre de uno de los agentes que habían intervenido en la investigación de Nairn: el inspector Watson.
¡El Granjero!
* * *
– Perdone que lo moleste, señor.
Watson sonrió y dio una palmada a Rebus en la espalda.
– Ahora ya no tiene que llamarme señor, John.
Lo invitó a entrar al cuarto de estar con un gesto. Watson vivía en una granja rehabilitada no lejos de la salida de la circunvalación. Las paredes estaban pintadas de verde claro y los muebles eran de los años cincuenta y sesenta. Habían suprimido un tabique para que la cocina quedara unida al cuarto de estar, separada únicamente por una barra para desayunar y un espacio de comedor. La mesa relucía y las encimeras de la cocina estaban igualmente limpias, el fogón impoluto y no había ni una cazuela ni un plato sucio a la vista.
– ¿Le apetece una taza de té? -preguntó Watson.
– Pues sí.
Watson contuvo la risa.
– A mi café le tenía terror, ¿verdad?
– Últimamente le salía mejor.
– Siéntese. Es un momento.
Pero Rebus dio una vuelta por el cuarto de estar. Watson tenía vitrinas con porcelana y objetos de adorno detrás; fotos familiares enmarcadas entre las que reconoció dos que recientemente su ex jefe había tenido en el despacho. Acababa de pasar la aspiradora por la alfombra y ni en el espejo ni en el televisor se apreciaba una sola mota de polvo. Se acercó a los ventanales y contempló un jardincillo que terminaba en un bancal escarpado cubierto de césped.
– Hoy ha venido la asistenta, ¿verdad? -preguntó Rebus.
Watson volvió a contener la risa mientras dejaba la bandeja con el té en la encimera.
– Me divierte hacer algo del trabajo de la casa desde que murió Arlene -dijo.
Rebus se volvió a mirar las fotos enmarcadas. Watson y su esposa en una boda, en una playa en el extranjero y en una fiesta familiar con sus nietos. Watson sonriendo, siempre con la boca levemente abierta; su mujer algo más reservada, más baja que él y con la mitad de su peso. Había muerto hacía unos años.
– Quizá sea una manera de conservar su recuerdo -añadió Watson.
Rebus asintió con la cabeza comprendiendo que se acordaba de ella, y se preguntó si guardaría su ropa en el armario, si aún conservaría sus joyas dentro de alguna cajita en el tocador.
– ¿Qué tal le va a Gill?
Rebus se acercó a la cocina.
– No para -contestó Rebus-. Me ordenó que fuese al médico y se le ha atravesado Ellen Wylie.
– Vi la conferencia de prensa -dijo Watson mirando la bandeja para asegurarse de que no faltaba nada-. Gill no le dio tiempo a ponerse al corriente.
– Aposta -añadió Rebus.
– Tal vez.
– Se hace raro no verlo a usted por allí, señor -confesó Rebus recalcando expresamente la última palabra y haciendo sonreír a Watson.
– Se agradece, John -dijo yendo hacia la tetera, que comenzaba a silbar-. Pero supongo que no ha venido a hacerme una visita puramente nostálgica.
– No. Se trata de un caso en el que intervino usted en Nairn.
– ¿En Nairn? -repitió Watson enarcando una ceja-. Hará veintitantos años. Entonces estaba en Lothian oeste, en Inverness.
– Sí, pero fue a Nairn a investigar el caso de una mujer ahogada.
Watson reflexionó un instante.
– Ah, sí -dijo al fin-. ¿Cómo se llamaba?
– Paula Gearing.
– Gearing. Exacto -asintió chasqueando los dedos, satisfecho de su buena memoria-. Pero quedó claramente determinado, ¿no?
– No estoy muy seguro, señor -respondió Rebus mirando cómo echaba el agua en la tetera.
– Bueno, vamos al salón con esto y me lo explica.
Rebus le expuso la historia de la muñeca de Los Saltos y el misterio de los ataúdes de Arthur's Seat, así como la serie de ahogadas y desaparecidas entre 1972 y 1995, enseñándole los recortes de prensa, que Watson examinó.
– Ignoraba esa historia de una muñeca hallada en Nairn -dijo-. Yo estaba ya de vuelta en Inverness, pues había concluido mi intervención allí por ser caso cerrado la muerte de Gearing.
– No se estableció ninguna relación en aquel entonces porque el cadáver de Paula Gearing apareció en la playa a seis kilómetros de la ciudad. Si alguien pensó algo al respecto, sería que lo atribuiría a una especie de gesto en memoria suya. Gill no está convencida de que haya relación -añadió Rebus.
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