El último era el restaurante Bleu. Anunciaba «cocina internacional» pero, al entrar, notaron su ambiente tradicional: paneles de madera barnizados y una ventana pequeña que iluminaba el reducido interior. Siobhan miró a su alrededor y no vio ni un jarrón.
Se volvió hacia Grant, quien señaló una escalera de caracol.
– Tiene otro piso planta -dijo.
– ¿Qué se les ofrece? -preguntó una empleada.
– Un momento -respondió Grant siguiendo a Siobhan escaleras arriba.
Había dos saloncitos y cuando entraban en el segundo oyó que Siobhan lanzaba un suspiro como defraudada, pero enseguida la oyó exclamar: «¡Bingo!», justo en el momento en que él mismo veía un busto de mármol negro de medio metro de la reina Victoria.
– ¡Hostia, lo encontramos! -exclamó sonriente.
Cuando iba a dar un apretón de alegría a Siobhan, ella se acercó al busto. Estaba situado sobre una peana, entre dos columnas y rodeado de mesas, pero eso era todo.
– Voy a levantarlo -dijo Grant cogiendo a la reina por el tocado y alzándola del pedestal.
– Perdón -interrumpió una voz a sus espaldas-. ¿Sucede algo?
Siobhan metió la mano bajo el busto y retiró una hoja doblada, sonriendo a Grant, quien se volvió hacia la camarera.
– Dos tés, por favor -dijo.
– Uno con dos terrones de azúcar -añadió Siobhan.
Se sentaron a la mesa más cercana y Siobhan agarró la nota por una esquina.
– ¿Habrá huellas? -dijo.
– Valdrá la pena comprobarlo.
Siobhan se levantó y se acercó a una bandeja de cubiertos a coger un cuchillo y un tenedor, y la camarera estuvo a punto de dejar caer los tés pasmada al pensar que aquella clienta se disponía a desayunar una hoja de papel.
Grant cogió las tazas y le dio las gracias.
– ¿Qué dice la nota? -preguntó a Siobhan.
Pero ella miró a la camarera.
– La hemos encontrado ahí debajo -dijo señalando al busto-. ¿Tiene idea de quién pudo haberla dejado?
La camarera negó con la cabeza con gesto de animalito acorralado y Grant se dispuso a tranquilizarla.
– Somos policías -dijo.
– ¿Podríamos hablar con el encargado? -preguntó Siobhan.
Cuando se retiró la camarera, Grant repitió la pregunta a Siobhan.
– Léelo tú mismo -dijo ella dando la vuelta a la hoja hacia él con el tenedor y el cuchillo.
«B4 Law escocés suena dear.»
– ¿Dice eso?
– Lo ves tan bien como yo.
Grant se rascó la cabeza.
– No es muy explícito.
– Tampoco era explícito lo de antes.
– Pero había más datos.
Ella lo miró remover el azúcar del té.
– Si Programador lo ha colocado aquí…
– ¿Es que vive en Edimburgo? -aventuró él.
– O que alguien de aquí lo ayuda.
– Conoce el restaurante, porque alguien que entra por primera vez no va a subir aquí -dijo Grant mirando a su alrededor.
– ¿Tú crees que será un cliente habitual?
Grant se encogió de hombros.
– Veamos qué hay cerca del puente Jorge IV: la Biblioteca Central y la Biblioteca Nacional. Los intelectuales y los ratones de biblioteca son muy dados a las adivinanzas.
– Es cierto. El museo también está cerca.
– Y los juzgados… y el Parlamento -añadió él sonriendo-. Ha habido un momento en que pensé que no andábamos lejos.
– Quizá no -dijo ella alzando la taza en gesto de brindis-. De todos modos, a nuestra salud por haber resuelto la primera clave.
– ¿Cuántas faltan para llegar a Hellbank?
Siobhan reflexionó un instante.
– Eso depende de Programador, supongo. Me dijo que era el cuarto nivel. Después le enviaré un mensaje para explicárselo -contestó Siobhan guardando la hoja en una bolsita de plástico de pruebas mientras Grant pensaba en la clave-. ¿Alguna idea?
– Estaba pensando en ciertas pintadas que hacían en los váteres del colegio -dijo-, pero puede ser parte de una dirección -añadió escribiéndola en una servilleta y encogiéndose de hombros.
– O las coordenadas…
– ¿De un mapa? -preguntó él mirándola.
– Pero ¿de cuál?
– A lo mejor, las otras palabras se refieren a eso. ¿Qué tal andas de leyes escocesas?
– Hace años que pasé el examen.
– Igual que yo. ¿Hay alguna palabra latina para dear o algo que tenga que ver con la ley?
– Podemos consultarlo en la biblioteca -propuso ella-. Y al lado hay una buena librería.
– Voy a echar más monedas al parquímetro -dijo Grant mirando el reloj.
Rebus estaba en su mesa con cinco hojas de papel delante. Todo lo demás lo había puesto en el suelo. La oficina estaba tranquila porque la mayor parte del turno había acudido a Gayfield Square a una sesión informativa. No iba a gustarles la barrera que había organizado mientras estaban fuera, porque además de los papeles del escritorio había obstaculizado el paso entre las mesas con el ordenador, el teclado y la bandeja de entrada de correspondencia.
Tenía cinco vidas sobre su mesa. Cinco víctimas, posiblemente. Por la mañana había podido hablar con la madre de Caroline Farmer, la más joven, que tenía dieciséis años cuando desapareció. Una llamada nada fácil.
– Oh, Dios mío, ¿es que saben algo?
No había tenido más remedio que ahogar con su respuesta aquel grito de esperanza, pero había averiguado lo que quería. No pudieron encontrar a la joven a pesar de que los primeros días, cuando los periódicos publicaron la foto, hubo quienes afirmaron haberla visto. Pero eso fue todo.
– El año pasado vaciamos su habitación -dijo la madre.
Rebus pensó en aquel cuarto esperándola veinticinco años con los mismos pósteres en las paredes, la misma ropa de adolescente de los años setenta bien doblada en los cajones de la cómoda.
– En aquel entonces se pensó que éramos nosotros quienes… -añadió la madre-. ¡Sus propios padres!
Rebus no quiso decirle que, efectivamente, muchas veces es el padre, un tío o un primo el asesino.
– Después empezaron a sospechar de Ronnie.
– ¿El novio de Caroline? -aventuró Rebus.
– Sí. Un chiquillo.
– Pero habían roto, ¿no?
– Ya sabe cómo son los jovenzuelos.
Era como si la mujer hablase de hechos sucedidos hacía un par de semanas. A Rebus no le cabía duda de que debía tener frescos los recuerdos, siempre rondando para atormentarla durante el día, y quizá de noche.
– Pero ¿quedó descartado?
– Sí, dejaron de indagar, pero el chico ya no fue el mismo; los padres se marcharon de aquí; él me escribió hace unos años…
– Señora Farmer…
– Ahora soy señora Colquhoun. Joe me dejó.
– Lo siento.
– Yo no.
– ¿Él había…? Perdone, no es asunto mío -añadió Rebus.
– Él nunca hablaba mucho de ello -dijo la mujer.
Rebus se preguntó si el padre de Caroline habría llegado a olvidarla, al contrario que la madre.
– Tal vez le parezca una pregunta extraña, señora Colquhoun, pero ¿el barranco de Dunfermline significaba algo para Caroline?
– No…, no sé a qué se refiere.
– Simplemente se lo pregunto porque nos ha llegado información sobre un dato y nos preguntamos si no tendrá acaso relación con la desaparición de su hija.
– ¿Qué es?
Rebus pensó que no la animaría mucho saber que habían encontrado un ataúd allí y recurrió a la manida excusa de:
– De momento no estoy autorizado a decírselo.
Se hizo un silencio durante unos segundos.
– A ella le gustaba pasear por allí.
– ¿Sola?
– A veces sí. ¿Es que han encontrado algo? -añadió en tono emocionado.
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