Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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– ¿En qué?

– En calificar a Edimburgo como «ciudad de precipicios». Quizás el vértigo sea intrínseco al lugar…

Rebus comprendió lo que Devlin quería decir. Ciudad de precipicios… por los que sus habitantes caían lentamente casi sin darse cuenta…

– La cena fue horrible, por otro lado -añadió Gates, como si quisiera decir que habría preferido que Conor Leary hubiese muerto después de un banquete memorable. Indudablemente, se dijo Rebus, el propio Conor habría pensado lo mismo.

En la calle, Rebus se unió al doctor Curt, que estaba fumando.

– Te telefoneé -dijo Curt-, pero ya te habías marchado de la comisaría.

– Fue el profesor Devlin quien logró finalmente comunicarse conmigo.

– Sí, eso ha dicho. Creo que se percató del vínculo que había entre vosotros dos.

Rebus asintió despacio con la cabeza.

– Había estado muy enfermo, ya sabes -prosiguió Curt en aquel tonillo neutro como de quien dicta algo-. Esta noche estuvo hablándonos de ti.

Rebus carraspeó.

– ¿Qué dijo?

– Que a veces eras como una penitencia para él. Pero lo dijo riendo -añadió Curt sacudiendo la ceniza del cigarrillo, al tiempo que un latigazo azul cruzaba su rostro.

– Era un buen amigo -reconoció Rebus. «Y yo le abandoné», pensó.

Había tantas amistades a las que había dejado por preferir la compañía del sillón junto a la ventana en el cuarto de estar a oscuras… Las personas con las que había intimado en otros tiempos compartían todas una tendencia a sufrir accidentes, a morir incluso. Pero no era eso; no era eso. Pensó en Jean y en si podían llegar a algo. ¿Estaba dispuesto a compartir su vida con alguien? ¿Estaba preparado para dejarla entrar en sus secretos, en su oscuridad? No estaba seguro. Aquellas conversaciones con Conor Leary habían sido como confesiones en las que probablemente había revelado al sacerdote cosas sobre sí mismo que no había contado a nadie, ni siquiera a su esposa, o a su hija, ni a sus amantes. Había muerto, para ir al cielo quizás, aunque a dar guerra, eso sí, polemizando con los ángeles y en busca de una Guinness y de un buen razonamiento.

– ¿Te encuentras bien, John? -preguntó Curt estirando el brazo y tocándole el hombro.

Rebus negó despacio con la cabeza cerrando los ojos. Curt no entendió lo que decía y tuvo que repetírselo:

– No creo que exista el cielo.

Eso era lo terrible. Esta vida era lo único que había. Después, nada. Ninguna posibilidad de borrón y cuenta nueva.

– Vamos, vamos -dijo Curt, incómodo a ojos vistas en su papel poco habitual de consolador, tocándole con una mano más acostumbrada a extraer vísceras en las disecciones-. Se te pasará.

– ¿Sí? -replicó Rebus-. Entonces, no hay justicia en este mundo.

– De eso sabes tú más que yo.

– Ah, desde luego -dijo Rebus respirando hondo y expulsando el aire. Sentía el sudor enfriándosele bajo la camisa-. Se me pasará -añadió en voz baja.

– Claro que sí -asintió Curt apurando el cigarrillo y aplastándolo en el césped con el talón-. Como dijo Conor, aunque se rumoree lo contrario, estás de parte de los ángeles. Lo quieras o no -añadió quitándole la mano del hombro.

Devlin llegó presuroso hacia ellos.

– ¿Les parece que debo llamar un taxi?

– ¿Qué dice Sandy? -preguntó Curt mirándolo.

Devlin se quitó las gafas y las limpió meticulosamente.

– Me ha dicho que no me pase de «pragmático» -respondió volviendo a ponerse las gafas.

– Yo tengo el coche -dijo Rebus.

– ¿Se encuentra bien para conducir? -preguntó Devlin.

– ¡No es mi padre quien ha muerto! -vociferó Rebus, pero se disculpó inmediatamente por el exabrupto.

– Todos tenemos nuestro momento emocional -dijo Devlin quitándole importancia.

Se quitó las gafas y volvió a limpiarlas como si el mundo no acabara de estar lo bastante nítido para sus ojos.

Capítulo 7

El martes a las once de la mañana, Siobhan Clarke y Grant Hood iniciaban el recorrido de Victoria Street. Cruzaron el puente George IV olvidando que Victoria Street era dirección única y Grant lanzó una maldición al ver el indicador, pero tuvo que seguir el lento tráfico hasta el semáforo de Lawnmarket.

– Aparca junto al bordillo -dijo Siobhan, pero él negó con la cabeza-. ¿Por qué no?

– Ya anda fino el tráfico para que encima lo empeoremos.

Ella se echó a reír.

– ¿Siempre cumples las normas, Grant?

– ¿Qué quieres decir? -replicó él mirándola.

– Nada.

Grant, sin otra observación, puso el intermitente izquierdo mientras aguardaban detrás de tres coches a que cambiara el semáforo. Siobhan no pudo reprimir una sonrisa. Grant tenía un coche deportivo sólo por aparentar porque, en realidad, era un muchachito considerado.

– ¿Sales con alguien? -preguntó ella al cambiar el semáforo.

Grant reflexionó un instante.

– En este momento no -dijo al fin.

– Yo había pensado que Ellen Wylie y tú…

– ¡Sólo hemos trabajado juntos en un caso! -replicó él.

– Vale, vale. Es que me pareció que hacíais buenas migas.

– Nos llevábamos bien.

– Es lo que quiero decir. ¿Qué sucedió?

Grant se ruborizó.

– ¿Qué quieres decir?

– Estaba pensando si no habrá tenido algo que ver la diferencia de rango. Hay hombres que no lo aceptan.

– ¿Porque ella sea sargento y yo un simple agente?

– Sí.

– Pues no. Nunca le di importancia.

Llegaron a una glorieta cuya salida derecha llevaba al castillo, y tomaron la izquierda.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Siobhan.

– Voy a seguir hasta West Port, a ver si hay suerte y encontramos sitio en Grassmarket.

– Me apuesto algo a que pagas en los parquímetros.

– A menos que quieras hacerlo tú.

– Yo me arriesgo, muchacho -respondió ella sarcástica.

Encontraron sitio y Grant echó dos monedas en la máquina, extrajo tique y lo sujetó con el parabrisas.

– ¿Bastará con media hora? -preguntó.

– Depende de lo que encontremos -dijo Siobhan encogiéndose de hombros.

Pasaron por delante del pub La Ultima Caída, cuyo nombre aludía a la horca que en tiempos históricos se alzaba en Grassmarket. Victoria Street era una calle que discurría haciendo una curva hasta el puente Jorge IV, llena de bares y tiendas de regalos, pero en su extremo abundaban los pubes y las discotecas. Había un local que era a la vez bar cubano y restaurante.

– ¿Tú qué crees? -preguntó Siobhan.

– No hay ninguna estatua, aunque no me habría extrañado que tuvieran una de Fidel Castro.

Cuando llegaron al final de la calle volvieron hacia atrás por la otra acera. Había tres restaurantes, una tienda de quesos y otra de escobillas y cuerdas. En una llamada Pierre Victoire se detuvieron, miraron por el escaparate y Siobhan comprobó que era un local casi vacío con escasa decoración. Entraron sin molestarse en identificarse, pero salieron inmediatamente.

– Uno eliminado. Quedan dos -dijo Grant muy poco animado.

El siguiente se llamaba Grain Store y se accedía a él por una escalera. Estaban preparándose para la hora del almuerzo, pero no había estatuas.

Cuando bajaban, Siobhan repitió la clave: «La reina cena bien ante el busto» y movió la cabeza desalentada.

– A lo mejor no tiene nada que ver.

– Pues lo único que podemos hacer es enviar otro mensaje y pedir ayuda a Programador.

– No creo que nos ayude.

Grant se encogió de hombros.

– ¿Podemos tomarnos un café en el siguiente? Yo he salido sin desayunar.

– ¡Qué pensaría tu mamá! -dijo Siobhan.

– Pensaría que me dormí y yo le diría que fue porque me pasé media noche tratando de resolver la maldita adivinanza. -Hizo una pausa-. Y porque alguien prometió invitarme.

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