Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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A continuación había un retrato del anatomista Knox, el receptor de aquellos cadáveres aún calientes.

– Pobre Knox -oyó que decían a su espalda.

Se dio la vuelta y vio a un anciano vestido de etiqueta, con pajarita, fajín y zapatos de charol, al que tardó un instante en reconocer: era el profesor Devlin, vecino de Flip.

– Siempre hubo una fuerte polémica sobre hasta qué extremo él lo sabía.

– ¿Quiere decir que Burke y Hare eran asesinos?

Devlin asintió con la cabeza.

– Yo, por mi parte, estoy convencido de que lo sabía, pues en aquella época la mayoría de los cadáveres con que trabajaban los anatomistas estaban fríos, por descontado. Los traían a Edimburgo desde todos los puntos de Inglaterra, y algunos llegaban por el canal Union. Los ladrones de cadáveres los sumergían en whisky para que se conservaran durante el viaje. Era un negocio lucrativo.

– Pero ¿ese whisky se bebía después?

Devlin contuvo la risa.

– Desde un punto de vista estrictamente económico, yo presumo que sí -respondió-. Por ironías del destino, Burke y Hare emigraron a Escocia por imperativos económicos y trabajaron en la construcción del canal Union. -Rebus recordó que Jean Burchill se lo había explicado. Devlin hizo una pausa e introdujo un dedo en el fajín-. El pobre Knox… era un hombre genial y nunca se demostró que estuviera implicado en los asesinatos, pero tenía en contra a la Iglesia; ése fue el problema. Ya sabe que en aquellos tiempos el cuerpo humano era sagrado y el clero se oponía a su examen por considerarlo execrable, y fue el clero quien excitó a la chusma contra Knox.

– ¿Cómo acabó?

– Según la literatura médica, Knox murió de apoplejía. Hare, que testificó contra su cómplice, tuvo que huir de Escocia, pero sufrió una agresión y le arrojaron cal a la cara; acabó sus días ciego y mendigando en Londres. Creo que hay allí un pub llamado El Pordiosero Ciego, aunque no sé si guarda relación.

– Dieciséis asesinatos y en una zona tan reducida como West Port -dijo Rebus.

– En la actualidad es inimaginable, ¿verdad?

– En la actualidad hay forenses, autopsias…

Devlin sacó el dedo del fajín y lo esgrimió.

– Exacto -dijo-. Y no existiría la investigación forense de no haber sido por los ladrones de cadáveres como Burke, Hare y otros como ellos.

– ¿Ha venido acaso aquí a rendirle homenaje?

– Quizá -respondió Devlin. Luego consultó su reloj-. Tengo que asistir a una cena arriba a las siete y he venido antes de la hora para dar una vuelta por la exposición.

Rebus recordó la tarjeta de invitación en la repisa de la chimenea de Devlin: «De etiqueta y con condecoraciones».

– Perdone, profesor Devlin -los interrumpió la empleada del museo-. Es hora de cerrar.

– Muy bien, Maggie -contestó Devlin-. ¿Quiere ver el resto del museo? -preguntó a Rebus.

Rebus pensó en Ellen Wylie, que ya habría vuelto a la comisaría.

– En realidad…

– Venga, venga usted -insistió Devlin-. Ya que está aquí no puede perderse el Museo Negro.

La empleada les abrió dos puertas cerradas con llave que daban acceso al edificio principal de pasillos silenciosos y cubiertos de retratos de médicos. Devlin indicó con la mano la biblioteca y se detuvo a continuación en un vestíbulo circular de mármol, donde señaló hacia arriba.

– Ahí va a ser la cena. Un montón de catedráticos y médicos vestidos de punta en blanco y atracándose de pollo de goma.

Rebus alzó la vista y vio una cúpula acristalada circundada por una barandilla a la altura del primer piso, en el que había una sola puerta.

– ¿De qué celebración se trata? -preguntó.

– Dios sabe. Yo me limito a recibir la invitación y a enviarles un cheque.

– ¿Van a venir Gates y Curt?

– Probablemente. Ya sabe que Sandy Gates difícilmente se pierde un banquete.

Rebus miró atentamente al interior de la gran puerta principal. Él la conocía por fuera de pasar en coche por Nicholson Street, pero no recordaba haberla visto nunca abierta, y se lo contó a Devlin.

– Hoy la abrirán para que vayan entrando los invitados y suban por la escalera -dijo el profesor-. Venga por aquí.

Cruzaron más pasillos y subieron unos escalones.

– Seguramente está abierto -dijo Devlin en el momento de llegar a otra puerta imponente-, porque a los invitados les gusta dar un paseíto después de cenar y casi todos acaban aquí.

Probó el tirador y, efectivamente, estaba abierto. Entraron en una gran sala.

– Aquí tiene usted el Museo Negro -dijo el profesor haciendo un amplio gesto con los brazos.

– Ya había oído hablar de él -contestó Rebus-, pero nunca había tenido ocasión de visitarlo.

– Es que no está abierto al público -añadió Devlin-. Cosa que no entiendo, porque el colegio podría sacar su buen dinero abriéndolo a los turistas.

La sala reunía una colección de instrumentos quirúrgicos antiguos, más aptos por su aspecto para una cámara de tortura que para el quirófano. Había profusión de huesos y partes anatómicas, y tarros con objetos sumergidos en un líquido turbio. Accedieron por una escalera estrecha a otro piso en el que había más tarros.

– No le arriendo la ganancia al pobre que tenga que echarles formol -dijo Devlin con la respiración entrecortada por la subida.

Rebus escudriñó el contenido de uno de aquellos cilindros de cristal y vio un rostro de recién nacido que le pareció distorsionado hasta que se percató de que estaba unido a dos cuerpecitos. Se trataba de unos siameses unidos por la cabeza, cuyas caras formaban un todo. Él, acostumbrado a ver horrores, se quedó absorto contemplándolo con sombría fascinación. Pero había más: fetos deformes y cuadros, casi todos del siglo XIX, de soldados con los miembros amputados por efecto de un cañonazo o disparos de fusil.

– Este es mi preferido -dijo Devlin.

En medio de aquel escenario del horror, el patólogo le mostraba algo apacible, el retrato de un joven que esbozaba una sonrisa dirigida al pintor. Rebus leyó el rótulo.

– «Doctor Kennet Lovell, febrero, 1829.»

– Lovell fue uno de los anatomistas que hicieron la disección del cadáver de William Burke, y es probable que fuese él quien certificó su muerte después de ahorcado. Para este retrato posó un mes después.

– Parece un hombre satisfecho -dijo Rebus.

– ¿Verdad que sí? -replicó Devlin con los ojos brillantes-. Lovell era también artesano y trabajaba la madera, igual que Deacon William Brodie, de quien habrá oído hablar.

– Caballero de día, ladrón de noche -respondió Rebus.

– Y quizás el modelo en que se inspiró Stevenson para Doctor Jekyll y Mr Hyde. Stevenson tuvo de niño en su cuarto un armario obra de Brodie…

Rebus seguía contemplando el retrato. Lovell tenía unos ojos muy negros, barbilla partida y cabello negro abundante. No había duda de que el artista le había favorecido quizá quitándole años y unos cuantos kilos. De cualquier forma, Lovell era guapo.

– Es interesante lo de la hija de los Balfour -dijo Devlin.

Rebus se volvió hacia él, sorprendido. El anciano, con la respiración ya sosegada, no apartaba la vista del cuadro.

– ¿Por qué? -preguntó Rebus.

– Por los ataúdes que se encontraron en Arthur's Seat… y que la prensa vuelva sobre el tema -contestó, y se dio la vuelta hacia Rebus-. Se dice que representan a las víctimas de Burke y Haré…

– Sí.

– Y ahora, ese nuevo ataúd a modo de recuerdo de la joven Philippa.

– ¿Lovell trabajaba la madera? -preguntó Rebus mirando de nuevo el retrato.

– Obra suya es la mesa que tengo en el comedor -respondió Devlin.

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