Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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– ¿Por eso la compró?

– Es un memento de los primeros tiempos de la anatomía patológica, inspector. La historia de la cirugía es la historia de Edimburgo -dijo Devlin inspirando con fuerza por la nariz y lanzando un suspiro-. ¿Sabe que lo echo de menos?

– Yo no lo echaría de menos.

Se apartaron del retrato.

– En cierto modo, fue un privilegio. Es fascinante lo que nuestro exterior animal oculta -añadió Devlin dándose unos golpecitos en el pecho para ilustrar sus palabras.

Rebus no quiso decir nada; para él, el cuerpo no era más que el cuerpo y, cuando éste perecía, todo cuanto pudiera hacerlo interesante desaparecía. Habría querido expresarlo, pero sabía que no estaba a la altura de la elocuencia del viejo patólogo.

Regresaron al vestíbulo principal y Devlin se volvió hacia él.

– Escuche, debería usted unirse a nosotros en la cena. Tiene tiempo de ir a casa a cambiarse.

– Creo que no -respondió Rebus-. Sólo se hablará de temas profesionales, como ha dicho usted.

Por otra parte, aunque se lo calló, no tenía esmoquin.

– Seguro que lo pasaría bien -insistió Devlin-. Precisamente por esto de lo que hemos estado hablando.

– ¿Por qué? -replicó Rebus.

– El conferenciante es un sacerdote católico que va a disertar sobre la dicotomía entre cuerpo y espíritu.

– Ahora sí que no lo sigo -dijo Rebus.

Devlin sonrió.

– Me parece que usted finge ser más ignorante de lo que es. Supongo que eso en su profesión es provechoso.

Rebus se encogió de hombros.

– ¿Ese conferenciante no será el padre Conor Leary? -añadió.

Devlin abrió los ojos sorprendido.

– ¿Lo conoce? Pues razón de más para que acuda.

– Tal vez venga a tomar una copa antes de la cena -repuso Rebus, no muy convencido.

* * *

En Saint Leonard encontró a Ellen Wylie enfadada.

– Su concepto de «pausa» es muy distinto del mío -dijo. -Me he encontrado con un conocido -alegó él.

Ella no dijo nada más pero Rebus se percató de que se lo estaba conteniendo, porque no relajaba su expresión de disgusto, y cuando cogió el teléfono lo hizo con premeditación. Parecía como si esperase alguna disculpa por su parte, o algún elogio. Rebus no dijo nada hasta que la vio coger otra vez el teléfono.

– ¿Estás molesta por lo de la conferencia de prensa?

– ¿Qué? -replicó ella colgando furiosa.

– Ellen -añadió él-, no vayas a pensar…

– ¡A mí no me hable en tono condescendiente!

Rebus alzó los brazos en gesto conciliador.

– De acuerdo, no te pongas así. Perdona si te he parecido condescendiente, sargento Wylie.

Ella lo miró furiosa; después, su expresión cambió y se hizo más relajada, forzó una sonrisa y se frotó las mejillas.

– Lo siento -dijo.

– Yo también. -Ella lo miró-. Por haberme retrasado -añadió encogiéndose de hombros-. Habría debido llamar. Pero ahora conoces mi secreto.

– ¿Cuál?

– Que para conseguir una disculpa de John Rebus hay que machacar un teléfono.

Wylie se echó a reír. No era una risa totalmente franca y revelaba cierta histeria, pero por lo visto le hizo mucho bien y los dos reanudaron el trabajo.

Pese a ello, poco sacaron en limpio, pero Rebus dijo que no se preocupase porque era normal no avanzar mucho al principio. Ella se puso el abrigo y le preguntó si quería ir a tomar una copa.

– Tengo un compromiso -respondió él-. Otro día, ¿de acuerdo?

– Claro -dijo ella como dudando que fuese verdad.

Se tomó una copa él solo antes de acercarse al Colegio de Médicos: un Laphroaig con un pelín de agua para rebajarlo. Se lo tomó en un pub que Ellen Wylie no conocía, porque no quería tropezarse con ella después de haberse negado a acompañarla. Iba a necesitar tomarse unas copas para decirle que se equivocaba y que la fallida conferencia de prensa no era el fin de su carrera. Gill Templer le había cogido manía, de eso no había duda, pero Templer no era tan imbécil para dejar que aquello evolucionase hacia una enemistad. Wylie era una buena agente de policía e inteligente. Ya tendría otra oportunidad. Si Templer seguía relegándola, ella sería la primera perjudicada.

– ¿Otra? -preguntó el camarero.

Rebus consultó el reloj.

– Sí, póngamela.

Le agradaba aquel local pequeño y anónimo apartado del ajetreo del centro. No tenía ni letrero fuera y estaba en una callecita donde sólo los parroquianos debían de encontrarla. En un rincón había dos clientes habituales sentados muy erguidos con la vista clavada en la pared de enfrente sosteniendo un diálogo escueto y gutural. La televisión estaba sin sonido, pero el camarero la miraba: era un drama norteamericano de tribunales con mucho movimiento, paredes grises y algunos primeros planos de una mujer que intentaba parecer preocupada y se retorcía las manos para reforzar su expresión facial. Rebus pagó la consumición y echó el resto de la primera en el nuevo vaso escurriendo hasta la última gota. Uno de los ancianos tosió y resopló al tiempo que su compañero decía algo y él asentía con la cabeza.

– ¿Qué sucede? -preguntó Rebus sin poderlo evitar.

– ¿Cómo?

– En la película. ¿De qué se trata?

– De lo de siempre -contestó el camarero, como si la rutina diaria fuese aplicable hasta a los dramas televisivos-. ¿Qué tal le ha ido el día a usted?

La frase sonó algo forzada, como si el hombre no tuviera costumbre de dar conversación a los clientes.

Rebus pensó en posibles respuestas. Una era la posibilidad de que hubiera por ahí un asesino en serie desde los años setenta; otra, la casi seguridad de que a una desaparecida la encontrasen muerta; o bien, un solo rostro deformado compartido por dos hermanos siameses.

– Uf -dijo al fin, al tiempo que el camarero asentía con la cabeza como si fuese exactamente la respuesta que esperaba.

Rebus se marchó poco después y tras un breve paseo por Nicholson Street llegó ante la puerta principal del Colegio de Médicos, que ya estaba abierta, como había explicado el profesor Devlin, para que entraran los invitados, que comenzaban a llegar. Él no tenía tarjeta de invitación, pero con una explicación y su carnet de policía le franquearo n la entrada. Los que ya llevaban un rato allí charlaban vaso en mano en el descansillo de la primera planta. Rebus subió y vio que la sala estaba dispuesta para el banquete y los camareros corrían de aquí para allá ultimando los preparativos. Justo a la entrada habían dispuesto una mesa sobre caballetes cubierta con un mantel blanco en la que no faltaban vasos y botellas. El personal de servicio llevaba chaleco negro sobre la camisa blanca recién planchada.

– ¿Qué toma el señor?

Rebus pensó en otro whisky, pero lo cierto es que cuando llevaba tres o cuatro no sabía parar. Y si paraba la resaca llegaría aproximadamente a la hora en que había quedado con Jean.

– Un zumo de naranja -dijo.

– Virgen santa, ahora puedo morir en paz.

Rebus se volvió sonriente.

– ¿Y eso por qué? -replicó.

– Porque era lo único que me faltaba por ver en este mundo. Dele a este hombre un whisky y no sea tacaño -dijo tajante al camarero, que se detuvo cuando iba a servir el zumo y miró a Rebus.

– Un zumo -insistió él.

– Ah, bueno, tu aliento huele a whisky -dijo el padre Conor Leary-, así que si no te has vuelto abstemio tendrás otro motivo para no beber… ¿Tiene algo que ver el bello sexo? -añadió pensativo.

– Se ha equivocado de profesión -comentó Rebus.

El padre Leary soltó una carcajada.

– ¿Quieres decir que habría sido un buen policía? Pues no te digo que no. Ya sabe -añadió mirando al camarero, quien sin decir lo más mínimo le tendió un whisky bien servido. Leary asintió con la cabeza.

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