Bosch se acercó a la ventana y se levantó lentamente con la espalda contra la pared. En esos momentos se daba cuenta de lo idiota que había sido; prácticamente había posado para sus asesinos. Miró por la abertura hacia la oscuridad donde creía haber visto el fogonazo del arma, pero ya no había nadie. Muchas de las ventanas del ala opuesta del hotel estaban abiertas y resultaba imposible determinar la procedencia exacta del disparo. Bosch se volvió de nuevo hacia el interior de la habitación y observó que la bala había astillado la cabecera de la cama. Siguiendo la línea imaginaria desde el punto de impacto hasta la posición donde él había estado con la botella llegó a una ventana abierta pero oscura en el quinto piso del otro bloque del hotel. No detectó ningún movimiento aparte de la cortina que ondeaba suavemente con la brisa. Así pues, se metió la pistola en la cintura y salió de la habitación. Su ropa olía a cerveza y los pequeños añicos de cristal se le clavaban en la camisa y en la piel. Sabía que al menos tenía dos cortes: uno en el cuello y otro en la mano derecha, la que sostenía la botella. Al caminar se llevó la mano cortada a la herida del cuello.
Bosch calculó que la ventana abierta pertenecía a la cuarta habitación del quinto piso. Con la pistola en la mano, Harry avanzó lentamente por el pasillo del quinto piso. Estuvo debatiéndose sobre si abrir de una patada, pero enseguida vio que no sería necesario.
Una brisa fresca procedente de la ventana le anunció que la puerta ya estaba abierta.
En la habitación 504 reinaba la más completa oscuridad. Bosch sabía que su silueta se recortaría contra el pasillo iluminado, así que, con un gesto rápido, le dio al interruptor de la luz. Apuntó la Smith por toda la habitación, pero la encontró vacía. El olor a pólvora quemada flotaba en el aire. Harry miró por la ventana y siguió la línea imaginaria hacia su propia ventana en el tercer piso. Era un disparo fácil. Fue entonces cuando oyó el chirrido de neumáticos y vio las luces traseras de un gran sedán que salía del aparcamiento del hotel y se alejaba a toda velocidad.
Bosch volvió a colocarse la pistola en la cintura y se la tapó con la camisa. A continuación echó una ojeada a la habitación para ver si el francotirador había dejado algo tras de sí. Entonces atisbo un brillo cobrizo en la colcha doblada bajo las almohadas. Al tirar de ella, descubrió un casquillo del calibre treinta y dos. Buscó en un cajón y encontró un sobre que usó para guardar la prueba del ataque.
Salió de la habitación 504 y caminó por el pasillo sin que nadie asomara la cabeza; ningún detective del hotel acudió corriendo y ninguna sirena de policía sonó en la distancia. Nadie había oído nada excepto quizás el ruido de la botella al romperse, ya que el treinta y dos que había disparado debía de llevar un silenciador en el cañón. Quienquiera que fuese se había tomado su tiempo para disparar un solo tiro. Pero había fallado. ¿Lo habría hecho a propósito? Bosch decidió que no; disparar desde tan cerca con la intención de fallar era demasiado arriesgado. Harry simplemente había tenido suerte; volverse en el último momento seguramente le había salvado la vida.
Bosch se dirigió a su habitación con la intención de recuperar la bala de la pared, vendar sus heridas y salir del hotel. Sin embargo, echó a correr en cuanto se dio cuenta de que tenía que avisar a Águila.
De vuelta en la habitación, buscó frenéticamente en su cartera el papelito en el que Águila había escrito su dirección y número de teléfono.
– ¿Sí? -contestó Águila en español.
– Soy Bosch. Alguien acaba de dispararme.
– ¿Sí? ¿Dónde? ¿Está herido?
– Estoy bien, en mi habitación. Me dispararon por la ventana. Le llamo para avisarle.
– ¿Por qué?
– Hoy hemos trabajado juntos, Carlos. No sé si iban a por mí o a por los dos. ¿Está bien?
– Sí.
Bosch se dio cuenta de que no sabía si Águila tenía familia o vivía solo. De hecho, lo único que conocía de él se refería a sus antepasados.
– ¿Qué va a hacer? -preguntó Águila.
– No lo sé. De momento voy a largarme de este hotel…
– Pues venga a mi casa.
– Bueno, vale… No. ¿Puede usted venir aquí? Yo no estaré, pero quiero que averigüe lo que pueda de la persona que alquiló la habitación 504. De ahí vino el disparo. Usted puede conseguir la información más fácilmente que yo.
– Voy para allá.
– Quedamos en su casa, pero antes tengo algo que hacer.
Una luna que parecía la sonrisa del gato de Cheshire iluminaba la fea silueta del parque industrial. Eran las diez de la noche y Bosch estaba en el Caprice en la avenida Valverde, delante de la fábrica de muebles Mexitec. Había estacionado a unos doscientos metros de EnviroBreed y esperaba a que el último coche -un Lincoln de color burdeos que seguramente pertenecía a Ely- se marchara del aparcamiento. En el asiento junto a Bosch yacía una bolsa con lo que acababa de comprar. De ella emanaba un fuerte olor a cerdo frito que invadió el interior del coche y obligó a Harry a bajar la ventana.
Mientras vigilaba el aparcamiento de EnviroBreed, Harry aún respiraba entrecortadamente y la adrenalina seguía circulando por sus arterias como si fuera anfetamina. Aunque el aire de la noche era bastante fresco, sudaba al recordar a Moore, Porter y los demás. «Yo no -pensaba-. Yo no».
A las diez y cuarto, se abrió la puerta de EnviroBreed y salió un hombre acompañado por dos siluetas borrosas. Eran Ely y los perros. Las sombras oscuras brincaban a ambos lados del hombre a medida que avanzaba. Ely dispersó algo por el aparcamiento, pero los animales permanecieron junto a él. Finalmente se dio una palmada en la cadera y gritó: «¡A comer!» En ese momento los perros se echaron a correr y se persiguieron unos a otros hasta varios puntos del aparcamiento donde se pelearon por lo que les había echado Ely.
Ely se metió en el Lincoln. Al cabo de unos momentos, los faros de atrás se encendieron y el coche arrancó. Bosch siguió las luces hasta llegar a la puerta de entrada, que se abrió lentamente y dejó pasar al vehículo. Aunque no había nadie, el conductor dudó un momento antes de salir a la carretera. Esperó a que la puerta se hubiera cerrado completamente, se aseguró de que los perros estuvieran dentro y sólo entonces se alejó. Bosch se agachó un poco, a pesar de que el Lincoln iba en dirección contraria, hacia la frontera.
Bosch esperó unos minutos y observó a su alrededor. Nada se movía: ni coches, ni personas. Suponía que los vigilantes de la DEA se habrían retirado a planear la redada y evitar ser descubiertos. Al menos eso esperaba. Una vez se sintió seguro, Bosch salió del coche con la bolsa, la linterna y su ganzúa. Antes de cerrar la puerta, sacó las alfombrillas de goma del suelo, las enrolló y se las llevó bajo el brazo.
Después de su visita de esa mañana, Bosch había llegado a la conclusión de que las medidas de seguridad de EnviroBreed estaban diseñadas para disuadir e impedir la entrada, más que para alertar de la presencia de un intruso. Había perros, cámaras, una valla de tres metros con una alambrada electrificada. Pero dentro de la planta, Bosch no había visto cinta adhesiva en las ventanas del despacho de Ely, ni células fotoeléctricas, ni siquiera el teclado de una alarma junto a la puerta de entrada.
Los criadores querían impedir intrusiones en la planta de insectos, pero no captar la atención de las autoridades. No importaba si dichas autoridades podían ser fácilmente corrompidas o sobornadas para hacer la vista gorda. Lo mejor era no involucrarlas. Es decir, nada de alarmas. Por supuesto aquello no significaba que no pudiera haber una alarma conectada con algún otro sitio -como el rancho al otro lado de la calle-. Sin embargo, ése era un riesgo que Harry estaba dispuesto a correr.
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