Bosch atajó por un costado de la fábrica Mexitec hasta un callejón que discurría por detrás de los edificios de la avenida Valverde. Cuando llegó a la parte de atrás de EnviroBreed, se detuvo a esperar a los perros.
Los animales, dos dóbermans negros y esbeltos, se presentaron rápida pero silenciosamente. Uno de ellos soltó un gruñido grave y gutural, y el otro lo imitó. Bosch echó a andar junto a la valla, con la vista fija en la alambrada. Los perros caminaron con él, babeando y con la lengua fuera. En la parte de atrás del edificio Bosch divisó la perrera donde los encerraban durante el día. Había una carretilla apoyada contra la pared trasera, pero nada más.
Bosch se agachó y abrió la bolsa. Primero sacó el frasco de plástico de Sueño Más. Después desenvolvió el paquete de carne de cerdo frita que había comprado en un restaurante chino junto al hotel y que ya casi estaba fría. Bosch escogió un trozo del tamaño del puño de un bebé y le incrustó tres de las potentes pastillas somníferas. Tras estrujarlo en una mano, lo lanzó por encima de la valla. Los perros corrieron hacia él y uno de ellos se preparó para comérselo, pero no lo tocó. Bosch repitió la operación y arrojó otro trozo; el otro perro se acercó pero tampoco se lo comió.
Los perros olisqueaban la carne, volvían la vista a Bosch, y la olisqueaban de nuevo. Parecía que necesitaran a su dueño para que los ayudara a decidir. Al no encontrarlo, se miraron el uno al otro. Por fin uno de los dos mordió su trozo, pero enseguida lo soltó. Entonces miraron a Bosch y él gritó: «¡A comer!»
Pero no pasó nada. Aunque Bosch gritó la orden un par de veces más, los perros no se movieron. En ese momento advirtió que los animales tenían la vista fija en su mano derecha.
Harry por fin comprendió; se dio una palmada en la cadera, repitió la orden y los perros se abalanzaron sobre la carne.
Bosch se apresuró a preparar otros dos aperitivos dopados y a lanzarlos por encima de la valla. Los perros los devoraron inmediatamente. A continuación comenzó a caminar arriba y abajo y los animales lo siguieron. Bosch hizo el recorrido dos o tres veces con la esperanza de que el ejercicio acelerase su digestión. Después se desentendió de ellos un rato y se dedicó a estudiar la espiral de alambre que remataba la valla. Mientras contemplaba su brillo a la luz de la luna, observó que los circuitos eléctricos estaban espaciados cada tres metros y medio y le pareció oír un leve zumbido. La alambrada freiría a un escalador antes de que pudiera pasar una pierna por encima. Pero iba a intentarlo.
De repente Bosch tuvo que agazaparse detrás de un contenedor al ver los faros de un vehículo que se aproximaba despacio por el callejón. Cuando se acercó, Bosch se dio cuenta de que era un automóvil de la policía. Se quedó momentáneamente paralizado pensando una excusa que justificara su presencia allí. Para colmo se había dejado las alfombrillas del coche junto a la valla. El coche aminoró a su paso por EnviroBreed. El conductor lanzó unos besos a los perros que seguían apostados junto a la valla. Finalmente el automóvil se alejó y Bosch salió de su escondite.
Los dóbermans continuaron vigilándolo hasta al cabo de una hora, momento en que uno de ellos se sentó. El otro no tardó en hacer lo mismo. El líder estiró las patas hacia delante hasta quedarse totalmente acostado y su imitador hizo lo propio. Bosch los contempló mientras dejaban caer las cabezas sobre las patas estiradas, casi al unísono. Entonces se fijó en que un charquito de orina se formaba cerca de uno de ellos, aunque ambos mantenían los ojos abiertos. Cuando Bosch sacó el último trozo de cerdo del envoltorio y se lo tiró, vio que uno de ellos se esforzaba por levantar la cabeza y seguir el arco de la comida que caía. Pero la cabeza no aguantó. Ninguno de los dos fue a por la última ofrenda. Entonces agarró la valla frente a los perros y la agitó con fuerza; el acero hizo un chirrido agudo pero los animales no prestaron la más mínima atención.
Había llegado la hora. Bosch arrugó el papel grasiento y lo arrojó en el contenedor. A continuación sacó un par de guantes de la bolsa y se los puso; desenrolló la alfombrilla de delante y la agarró por una esquina con la mano izquierda. Con la derecha se aferró a la valla, levantó el pie derecho lo más alto que pudo y metió el zapato en uno de los agujeros en forma de rombo. Entonces usó la mano izquierda para lanzar la alfombrilla por encima de él de modo que quedara colgada de la alambrada como una silla de montar. Harry repitió la maniobra con la alfombrilla trasera y finalmente las dos quedaron colgadas una al lado de otra, aplastando con su peso la alambrada eléctrica.
Bosch tardó menos de un minuto en escalar la valla y pasar cautelosamente las piernas por encima de las alfombrillas. El zumbido eléctrico se oía más desde arriba, así que Harry movió las manos con mucho cuidado antes de dejarse caer junto a las siluetas inmóviles de los perros. Bosch cogió su pequeña linterna y enfocó a los animales. Tenían los ojos abiertos y dilatados, y jadeaban profundamente. Se quedó un momento quieto contemplando los cuerpos que subían y bajaban a un tiempo y registrando el recinto con la linterna hasta que encontró el trozo de cerdo sin comer. Bosch lo arrojó por encima de la valla, al callejón. Acto seguido arrastró a los perros por el collar, los metió en la perrera y corrió el pestillo de la portezuela.
Harry corrió sigilosamente hacia el lateral del edificio y se asomó a la esquina para asegurarse de que el aparcamiento seguía vacío. Entonces volvió a la parte trasera, al despacho de Ely.
Bosch examinó detenidamente la ventana de láminas de vidrio y comprobó que había tenido razón al creer que no había alarma. Recorrió con la linterna todo el marco, pero no observó ningún cable, cinta para captar vibraciones ni ningún otro sistema detector. Luego, con la hoja de su navaja, arrancó una de las tiras de metal que aguantaban la lámina inferior, extrajo el vidrio con sumo cuidado y lo apoyó contra la pared. Aquello le permitió pasar la linterna por la abertura y recorrer la habitación con el haz de luz. El despacho estaba vacío; solo se veían la mesa de Ely y otros muebles. Las cuatro pantallas de vídeo estaban negras, lo cual significaba que las cámaras de vigilancia estaban apagadas.
Después de sacar seis láminas de la ventana y apilarlas cuidadosamente contra la pared, Bosch tuvo suficiente espacio para introducirse en el despacho.
La superficie de la mesa estaba limpia. No había papeles ni otros objetos, a excepción de un pisapapeles de cristal que reflejaba la luz de la linterna como un prisma. Bosch intentó abrir los cajones de la mesa, pero estaban cerrados con llave. Después de forzarlos, no encontró nada de interés. En uno de ellos había un libro de cuentas, pero parecía hacer referencia exclusivamente al negocio de insectos.
Bosch dirigió el haz de luz hacia la papelera situada debajo de la mesa y distinguió varias hojas arrugadas. Tras vaciarla sobre el suelo, fue alisándolas una a una y, a medida que comprobaba que carecían de interés, las volvía a meter en la cesta.
Pero no todo era basura. En un trozo de papel estrujado encontró varias palabras garabateadas, entre las cuales se leyó:
«Colorado 504».
¿Qué podía hacer con aquello? Era una prueba clara del intento de matarle, pero había sido descubierta durante un registro ilegal. Eso la hacía totalmente inútil, a no ser que se encontrara más adelante durante un registro legal. La cuestión era: ¿cuándo ocurriría eso? Si Bosch dejaba el papel en la papelera, era muy probable que la vaciaran y se perdiera.
Finalmente Bosch volvió a estrujarlo. Luego cortó un trozo largo de un rollo de cinta adhesiva que había en la mesa, pegó un extremo al papel, que metió en la papelera, y el otro al fondo de ésta. De ese modo, esperaba que la bola de papel se quedara pegada al fondo cuando vaciaran la papelera y, con un poco de suerte, la persona que lo hiciera no se diera cuenta.
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