Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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– Lo siento, señor Dinsmore, pero eso es confidencial hasta que decidamos si está usted en peligro. En ese caso, no tendremos más remedio que poner las cartas sobre la mesa -le dijo Bosch-. A ver, ¿qué quiere decir con que usted no se acerca a los trabajadores? ¿Acaso no es el inspector de esta empresa?

Bosch esperaba que Ely irrumpiera en la habitación de un momento a otro.

– Sí, soy el inspector, pero a mí sólo me interesa el producto final -respondió Dinsmore-. Yo reviso muestras de las cajas-invernadero y luego las sello. Todo eso se hace en la sala de transporte. Debe tener en cuenta que esto es una propiedad privada, detective, y yo no tengo libre acceso a los laboratorios de cría o esterilización. Por eso no me relaciono con los empleados.

– Usted acaba de decir «muestras». O sea, que no inspecciona todas las cajas.

– No inspecciono todos los cilindros de cada caja, pero sí inspecciono y sello todas las cajas. Pero no entiendo qué tiene que ver esto con este hombre. Él no…

– No, yo tampoco. No importa. Está usted fuera de peligro.

Dinsmore lo miró perplejo y Bosch le guiñó el ojo para acabar de confundirlo. Harry se preguntaba si Dinsmore formaba parte de lo que estaba ocurriendo allí o si era ajeno a todo. Bosch le dijo que podía seguir comiendo y él y Águila salieron de nuevo al pasillo. Justo en ese momento se abrió la puerta del fondo del pasillo, y de ella salió Ely. Tras sacarse la máscara y las gafas protectoras, avanzó hacia ellos a grandes zancadas derramando gotas de café de su vasito de plástico.

– Lárguense inmediatamente a no ser que tengan una orden.

Ely llegó hasta Bosch con la cara roja de rabia. Aquél debía de ser el numerito que empleaba para intimidar a la gente, pero a Bosch no le impresionó en absoluto. Harry miró el vasito de café que sostenía el hombre y sonrió al encajar una pieza del rompecabezas. El contenido del estomago de Juan 67 incluía café; así es como se había tragado la mosca que había llevado a Bosch a EnviroBreed. Ely siguió su mirada y se percató del insecto que flotaba en la superficie del líquido caliente.

– ¡Me cago en las moscas!

– Pues, ¿sabe qué le digo? Creo que voy a conseguir una orden -amenazó Bosch.

No se le ocurría nada más que decir, pero no quería dejar a Ely con la satisfacción de haberlo echado. Bosch y Águila se dirigieron a la salida.

– Lo tiene claro -dijo Ely-. Esto es México; aquí usted no es nadie.

Capítulo 23

Bosch estaba de pie junto a la ventana de su habitación en el tercer piso del Hotel Colorado, en la calzada Justo Sierra. Desde allí contemplaba lo que se veía de Mexicali. A su izquierda el panorama quedaba tapado por otra ala del hotel, pero a la derecha se apreciaban las calles llenas de coches y los autobuses multicolores que ya había visto al cruzar la frontera. En el aire flotaba la música distante de mariachis y el olor a frito de algún restaurante cercano. El cielo que enmarcaba aquella ciudad destartalada era violeta y rojo, a la luz moribunda del atardecer. Recortados contra el horizonte, Bosch distinguió los edificios de las dependencias de justicia y, cerca de ellos, a la derecha, una estructura redonda como la de un estadio: la plaza de toros.

Hacía dos horas que Bosch había llamado a Corvo a Los Ángeles y había dejado su número de teléfono y dirección, y estaba esperando una llamada de su hombre en Mexicali: Ramos. Harry se alejó de la ventana y miró el teléfono. Sabía que tenía que hacer otras llamadas, pero dudaba. Entonces sacó una cerveza del cubo del hielo y la abrió. Después de beberse una cuarta parte, se sentó en la cama al lado del teléfono.

En el contestador de su casa había tres mensajes, todos ellos de Pounds diciendo lo mismo: «Llámame.»

Pero Bosch no lo hizo. En su lugar llamó a la mesa de Homicidios. Era sábado por la noche, pero lo más probable era que hubiera gente trabajando en el caso Porter. Jerry Edgar contestó el teléfono.

– ¿Cómo van las cosas?

– Mierda, tío, tienes que volver. -Edgar hablaba muy bajo-. Todo el mundo te está buscando. Los de Robos y Homicidios han tomado las riendas, así que no sé muy bien qué se está cociendo. Yo sólo soy el último mono, pero creo que… No sé, tío.

– ¿Qué? Dilo.

– Me parece que creen que o bien te cargaste a Porter o que serás el próximo. Es difícil adivinar qué coño están haciendo o pensando.

– ¿Quién está ahí?

– Todo dios; éste es el puesto de mando. Ahora mismo Irving está en la «pecera» con Noventa y ocho.

Bosch sabía que no podía continuar así mucho tiempo; tenía que dar señales de vida. Tal vez ya se había perjudicado irremediablemente.

– Vale -dijo-. Hablaré con ellos. Pero antes tengo que hacer otra llamada. Gracias, tío.

Bosch colgó y marcó otro número. Esperaba recordarlo correctamente y que ella estuviera en casa. Como eran casi las siete, Harry pensó que tal vez habría salido a cenar, pero finalmente contestó.

– Soy Bosch. ¿Te cojo en un mal momento?

– ¿Qué quieres? -preguntó Teresa-. ¿Dónde estás? No sé si lo sabes, pero todo el mundo te está buscando.

– Eso he oído, pero no estoy en Los Ángeles. Te llamo porque me he enterado de que han encontrado a mi amigo Lucius Porter.

– Sí, lo siento. Acabo de volver de la autopsia.

– Ya me imaginaba que la harías tú.

Hubo un silencio antes de que ella dijera:

– Harry, ¿por qué tengo la sensación de que…? Oye, tú no me llamas porque fuera tu amigo, ¿verdad?

– Bueno…

– ¡Mierda! Otra vez la misma historia, ¿no?

– No. Sólo quería saber cómo murió, eso es todo, Era amigo mío, trabajábamos juntos. Pero da igual, déjalo.

– No sé por qué te ayudo. Fue una «pajarita mexicana». ¿Qué? ¿Estás contento? ¿Ya tienes todo lo que querías?

– ¿Garrote?

– Sí. Lo estrangularon con un alambre de empacar heno con dos asas de madera en los extremos. Seguro que ya lo has visto antes. Oye, ¿esto también va a salir en el Times de mañana?

Bosch se calló hasta estar seguro de que ella había terminado. Desde la cama miró la ventana y descubrió que la luz del día se había desvanecido del todo. Había oscurecido y el cielo era de un color vino tinto. De pronto recordó al hombre de Poe's y las tres lágrimas.

– ¿Habéis hecho una compara…

– ¿Comparación con el caso Jimmy Kapps? -le interrumpió ella-. Sí, ya se nos ha ocurrido, pero no se sabrá nada hasta dentro de unos días.

– ¿Por qué?

– Porque eso es lo que se tarda en analizar las fibras de madera de las asas y la aleación del alambre. Aunque ya hicimos un análisis del alambre durante la autopsia y tiene muy buena pinta.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que el alambre que se usó para estrangular a Porter parece cortado del mismo rollo que el empleado para matar a Kapps. Las puntas coinciden. No es seguro al ciento por ciento porque unos alicates similares pueden hacer cortes parecidos; por eso vamos a analizar la aleación metálica. Lo sabremos dentro de unos días.

Teresa sonaba totalmente fría e indiferente. A Bosch le sorprendía que siguiera enfadada con él, ya que las noticias por televisión de la noche anterior parecían haberla favorecido. No sabía qué decir; habían pasado de sentirse cómodos en la cama a estar violentos por teléfono.

– Gracias, Teresa -le dijo finalmente-. Ya nos veremos.

– ¿Harry? -intervino ella antes de que él pudiera colgar.

– ¿Qué?

– Cuando vuelvas, es mejor que no me llames. Si nos vemos en una autopsia, por trabajo, muy bien. Pero más vale que lo dejemos así.

Él no dijo nada.

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