– Pasemos un momento por el puerto.
– ¿Para qué?
– Quiero ver dónde murió.
– ¿Qué pretende? -inquirió Ancram mirándole.
Rebus se encogió de hombros.
– Presentar mis respetos.
Ancram sólo tenía una vaga idea de dónde habían encontrado el cadáver, pero no tardaron en localizar el acordonamiento de cintas de color que había puesto la policía en el escenario del crimen. Los muelles estaban tranquilos y se habían llevado el cajón en que encontraran el cadáver. Estaría en algún laboratorio del departamento. Rebus se situó a la derecha y miró a su alrededor. Unas gaviotas se pavoneaban a una distancia prudencial. El viento era frío. No podía saber si aquel lugar quedaba cerca o lejos de donde le había dejado Lumsden.
– ¿Qué sabe de ella? -preguntó a Ancram, de pie a su lado con las manos en los bolsillos, mirándole.
– Creo que se llamaba Holden. Veintisiete o veintiocho años.
– ¿Se llevó algo?
– Un zapato. Escuche, Rebus… ¿Todo este interés es porque una vez invitó a una prostituta a un té?
– Se llamaba Angie Riddell. -Hizo una pausa-. Tenía unos ojos preciosos. -Miró hacia el casco oxidado de un buque amarrado al muelle-. Hay algo que siempre me he preguntado. ¿Dejamos que sucediera o fuimos responsables? ¿Usted lo sabe? -agregó mirando a Ancram.
– No estoy seguro de entenderlo -contestó encogiéndose de hombros.
– Ni yo. Dígale a su chofer que tenga cuidado con mi coche. La dirección está algo torcida.
El terror en sueños
Capítulo 21
Le perseguían por escaleras endiabladas que subían y bajaban y a sus pies el mar rugiente crecía y crecía combando el metal. Le falló la mano al sujetarse y rodó por peldaños de hierro, desgarrándose el costado; al llevarse la mano a la herida la retiró manchada de petróleo y no de sangre. Estaban a sólo siete metros por encima de él, riéndose y tranquilos: ¿dónde iba a huir? Podría quizá volar, mover los brazos como un pájaro y elevarse en el espacio. Lo único temible era la caída.
Igual que aterrizar en el cemento.
¿Era mejor o peor que aterrizar sobre pinchos? Tenía que decidirse: sus perseguidores le daban alcance. No lograba dejarlos muy atrás aunque siempre les llevaba ventaja a pesar de ir herido. «Que salga de ésta», pensó.
«¡Que salga de ésta!»
Una voz a su espalda: «En tus sueños». Y un empujón al vacío.
Fue tal el sobresalto al despertar que se golpeó la cabeza con el techo del coche. Notaba la sensación física del miedo y la adrenalina.
– Joder -exclamó Ancram, que conducía, corrigiendo el desvío del vehículo con un golpe de volante-, ¿qué pasa?
– ¿Cuánto tiempo he dormido?
– Ni me había fijado que dormía.
Miró el reloj: quizá sólo habían pasado un par de minutos. Se restregó la cara instando a su corazón a frenar un poco. Podía explicarle a Ancram que había sido una pesadilla, o un ataque de pánico. Pero no quería decirle nada. Hasta que se demostrara lo contrario, Ancram era tan enemigo como cualquier matón con pistola.
– ¿Qué estaba usted diciendo? -aventuró.
– Perfilaba el trato.
– Ah, sí, el trato.
Se le había escurrido del regazo el dominical The Sunday; lo recogió del suelo. La última faena de Johnny Biblia ocupaba sólo la primera página. Las otras ya estaban impresas al llegar la noticia.
– Con lo que hay hasta ahora tengo de sobra para que le suspendan de empleo -dijo Ancram-. No es una situación nueva para usted, inspector.
– Pues no.
– Aun haciendo caso omiso del interrogatorio acerca de Johnny Biblia, está lo de su falta de colaboración en mi investigación sobre el caso Spaven.
– Tenía gripe.
– A los dos nos constan dos cosas -siguió Ancram sin hacerle caso-. Primero, que un buen policía no está exento de problemas de vez en cuando. En una ocasión se recibieron quejas de mi persona. Segundo, que esos programas de televisión casi nunca aportan nuevas pruebas, aparte de simples especulaciones e hipótesis; todo lo contrario de una investigación policial meticulosa en la que los informes y los datos se remiten a Interior para que los criben algunos de los mejores abogados criminalistas del país.
Rebus se volvió en su asiento para mirar a Ancram, preguntándose adónde iría a parar. Veía por el retrovisor su propio coche conducido con cuidado y atención por el sicario del inspector jefe que no apartaba la vista de la carretera.
– Mire, John, lo que yo digo es: ¿por qué andar huyendo si no tiene nada que temer?
– ¿Quién dice que no tengo nada que temer?
Ancram sonrió. El truco de los viejos colegas estaba muy visto. Confiaba en Ancram menos que en un pedófilo en un jardín con niños. De todas formas, cuando Tío Joe le mintió a propósito de Tony El, había sido él quien dio la información sobre Aberdeen… ¿De parte de quién estaba? ¿Jugaba a dos bandas? ¿O es que pensaba simplemente que él no iba a ser capaz de llegar a ninguna parte con información o sin ella? ¿Era un modo de encubrir que Tío Joe lo tenía en el bolsillo?
– Si no he oído mal, dice que no tengo nada que temer del caso Spaven.
– Podría ser.
– Y depende de usted. -Ancram se encogió de hombros-. ¿A cambio de qué?
– John, ha herido demasiadas susceptibilidades, y sin ninguna sutileza.
– ¿Quiere que sea más sutil?
En tono más severo Ancram contestó:
– Quiero que ponga los pies en la tierra de una puta vez.
– ¿Y abandone la investigación sobre Mitchison?
Ancram no contestaba y Rebus repitió la pregunta.
– Eso le beneficiaría mucho.
– Así usted le hace otro favor a Tío Joe, ¿no, Ancram?
– Sea realista. No todo es blanco o negro.
– Claro, están también los trajes grises de seda y los billetes verdes nuevecitos.
– Se trata de un toma y daca. Los tipos como Tío Joe nunca desaparecen; te libras de ellos y les sale un suplente.
– ¿Mejor malo conocido…?
– Es una buena máxima.
John Martyn: I' d Rather Be the Devil [17] .
– Pero hay otra: «No hacer olas». ¿Es lo que trata de decirme? -replicó Rebus.
– Se lo aconsejo por su propio bien.
– No sabe cómo se lo agradezco.
– Joder, Rebus, ahora entiendo por qué siempre está solo. ¿Sabe lo difícil que es tratarle?
– Mister Personalidad con seis años de mandato.
– No lo creo.
– Pues incluso lloré en la tribuna. -Hizo una pausa-. ¿Le ha preguntado a Jack Morton algo de mí?
– Jack, extrañamente, tiene de usted una buena opinión, supongo que es puro sentimentalismo.
– ¡Qué generoso!
– Esto no nos lleva a ninguna parte.
– No, pero nos ayuda a pasar el rato. ¿Va a parar para almorzar? -añadió Rebus al ver un indicador de área de servicio.
Ancram negó con la cabeza.
– Mire, hay una pregunta que no me ha hecho.
Ancram consideró no darse por aludido, pero finalmente cedió.
– ¿Cuál?
– No me ha preguntado qué hacían Stanley y Eve en Aberdeen.
Ancram señaló con un frenazo que iba a entrar en el área de servicio, obligando al conductor del Saab a hacer lo mismo, con un chirrido de neumáticos, para no pasarse la entrada.
– ¿Pretendía darle esquinazo? -comentó Rebus con fruición al advertir el nerviosismo de Ancram.
– Sólo un café -dijo él con un gruñido abriendo la portezuela.
Rebus se sentó frente a él a leer lo de Johnny Biblia. En esta ocasión la víctima era Vanessa Holden; veintisiete años, casada. Las otras víctimas eran solteras. Directora de una empresa que organizaba «presentaciones corporativas», actividad que Rebus no tenía del todo clara. La foto del diario era la habitual: sonreía mirando al fotógrafo, un amigo de la víctima. Melena ondulada hasta los hombros y bonita dentadura; con toda probabilidad jamás se habría planteado morir antes de los ochenta.
Читать дальше