– ¿La vecina del piso de arriba?
– Pues si es la vecina me gustaría saber qué está haciendo en el piso del sospechoso, señor.
– Mira -le dijo Essex a Jack.
Se dieron la vuelta. Por la ventana de la fachada principal de la planta baja entrevieron un par de manos corriendo una cortina.
– Vamos allá. -Caffery echó a andar hacia la casa. Tal vez me haya confundido.
– Jack -Essex trotaba para mantenerse a su altura, ¿qué crees que estás haciendo?
– Tal vez me haya equivocado y el veintisiete A sea abajo y el veintisiete B arriba. -Llamó al timbre mientras Essex se estremecía a su lado.
– Esto no me gusta, Jack.
– ¿Qué te pasa? Sólo es una viejecita.
– Vestida para matar -siseó Essex.
En el recibidor resonaron unos pasos pesados. Caffery sacó su placa del bolsillo y Essex dijo:
– Lo digo en serio, Jack. Esto no me gusta nada.
Su cara, reflejada en el manchado espejo encima del lavabo, con sus dientes estropeados y su piel enrojecida, le confirmaba su convicción de que tenía derecho a la rabia, que tenía permiso para hacer sentir su saña. Ni un solo día había dejado de avergonzarse de su aspecto: tenía tendencia a engordar y nunca había conseguido aligerar sus caderas de aspecto femenino y sus rechonchas piernas de bebé. Cuando andaba, sus muslos se rozaban y cada noche le escocían.
Pero tenía la lujuria de un toro. El sexo le obsesionaba, aunque no le sorprendió llegar a los veinte años todavía virgen. Su primera miserable conquista fue en un húmedo callejón de Camden a cambio de media botella de Pink Lady; más tarde, en Hackney, una prostituta por un billete de diez libras, cuatro Pernod y jarabe de grosella. Fue a la edad de veintidós años cuando, mientras estudiaba para volver a presentarse a los exámenes de biología, física y química, consiguió que le contrataran como guardia de seguridad en la UMD.
Sus obligaciones, a la sombra de la estación del puente de Londres, le dejaban tiempo para estudiar e incluían comprobar los pases, información a visitantes, tiritar en la cabina del aparcamiento del departamento de patología y, cada dos semanas, por la noche, una ronda de vigilancia por los pulidos pasillos, la cantina vacía, las aulas, el laboratorio de patología, el de anatomía…
El laboratorio de anatomía, donde dieciséis años atrás su vida se había unido inexplicablemente a la de Harteveld.
Había sido un peculiar encuentro de dos mentes perturbadas. Observándose mutuamente por encima de los cadáveres envueltos en mortajas verdes y de las mesas de disección, sabían, con el convencimiento de los amantes, que habían encontrado a su alma gemela. No necesitaban expresar con palabras el infierno en que vivían. El arrogante aristócrata que miraba con condescendencia a las clases más bajas lo sabía.
No aprobó los exámenes de ingreso y poco después abandonó su sueño de convertirse en médico y se marchó de la empresa de seguridad. Harteveld también dejó la UMD, pero el pacto secreto entre el heredero de una fortuna farmacéutica y el ex guardia de seguridad resistió el paso del tiempo. Sus peculiares intereses siguieron siendo los mismos.
Con el paso de los años tuvo en su haber varias violaciones, en aparcamientos o en el bosque, siempre chicas demasiado borrachas para recordar la matrícula o al hombre bajito que las recogía en su coche. La primera vez que llegó hasta el sur del río se encontró con una chica que era bailarina de strip-tease en Greenwich. Eran las dos de la madrugada del día de su cumpleaños cuando la vio deambulando por las calles al norte del túnel de Rotherhite, intentando que alguien la llevara. Con su minifalda de flecos y chaqueta de cuero, con su pelo de un rubio nórdico cortado con flequillo recto, era la mujer más bonita que él había visto en su vida.
Incluso ahora, en su frío y húmedo cuarto de baño de Lewisham, gemía involuntariamente sólo de pensar en el amor que había depositado en Joni.
Él se había inclinado hacia ella en el asiento emitiendo unos ruidos guturales para sobar su suave cuerpo apresado bajo el cinturón de seguridad. Debajo de su cazadora de cuero su corazón aleteaba como un frágil pajarillo. Pero cuando él intentó levantarle la falda ella opuso resistencia. Salió precipitadamente del coche dando traspiés y se sentó en la acera tiesa como un palo, corriéndosele su lívido maquillaje. Él bajó del coche e intentó seguir tocándola, pero ella le dio un empellón.
– Ahora no, ¿vale? -murmuró. Estoy mareada.
Él se quedó de pie a su lado contemplando su pelo rubio ceniza, sus calcetines a cuadros y, de pronto, decidió no violarla. Así, sin razón alguna.
La acompañó a su casa y le deseó buenas noches. Así, sin razón alguna. Como si no tuviera ninguna importancia. Como si fuera de lo más normal para él.
Después se sintió virtuoso, eufórico, radiante. Rápidamente decidió que su generosidad había sido una expresión de amor. La deseaba tanto que el miembro se le ponía tieso cuando pensaba en ella.
Pero Joni rechazaba sus proposiciones, se enfadaba cuando aparecía durante sus actuaciones en el pub y aún se enfadó más cuando se enteró de que había conseguido un trabajo en el St. Dunstan y que había comprado un piso en la planta baja de una casa reformada en Lewisham, a menos de dos kilómetros de donde ella vivía en Greenwich.
Su indiferencia no consiguió hacerle desfallecer. Joni era la razón de su vida. Su piso era un santuario dedicado a ella. La fotografiaba por la calle y en el pub se afanaba por llevarle copas. Algunas veces Joni le procuraba momentos de placer. De vez en cuando fumaba o bebía tanto que se distendía y le permitía llevarla a su casa para dormir la mona en la cama de invitados. No había vuelto a tocarla. Ni una sola vez. Ésa no era la cuestión. La cuestión era que ella debía acercarse a él. Esto era crucial. Mantenía el piso impecable con la esperanza de que acabara comprendiendo lo mucho que ella le importaba. Cuando se quedaba con él tomaba todas las precauciones posibles: escondía sus preciosas fotografías y rociaba el piso con ambientador, a Joni le encantaba que todo oliera bien.
Y finalmente, por puro cansancio, ella se resignó a tolerarle. A cambio él aprendió a soportar su desconsideración, sus infidelidades, sus devaneos, su desdén. Incluso cuando le condujo hasta el borde de la locura apareciendo un día, cuatro años atrás, recién salida del bisturí del cirujano con sus nuevos e inflamados pechos, él consiguió guardar la compostura.
No importaba lo que Joni hiciera en el presente, en la realidad, ya que él la conservaba en sus fantasías tal como había sido aquella primera noche, con sus pequeños y firmes pechos, y vivió de ese recuerdo.
De regreso a la cocina vio que uno de los pinzones había encontrado fuerzas suficientes para encaramarse a la alcándora. Le miró fijamente con sus pequeños ojos. Gruñó y sacudió la jaula hasta que el exhausto pájaro perdió el equilibrio y cayó, demasiado aturdido para agitar sus alas. Él se quedó allí, jadeando y parpadeando a su lado hasta que se terminó su M &M, estrujó el envoltorio y fue a vestirse.
Abrió la puerta una mujer que, efectivamente, llevaba gafas bifocales. Discretamente ataviada con un jersey, falda de tweed y unos cómodos zapatos de piel marrón, tenía el pelo gris muy corto y las manos grandes. Cuando Caffery le enseñó su placa y le explicó que estaban interesados en su vecino del piso de arriba, les dedicó una sonrisa y los invitó a entrar.
– Supongo que les apetecerá una taza de té.
Pasaron al vestíbulo mientras Essex se preguntaba si podían confiar en esa mujer. Por un instante Caffery contempló la puerta de arriba de la escalera. Pasó un dedo por la barandilla. Nada.
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