Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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Lo que no equivale a afirmar que estaba en perpetua cuarentena con respecto a la red. Se le permitía acceder al lento PC IBM de la biblioteca (con supervisión, por descontado) para ayudar al análisis de Shawn, que había sido trasladado a la Universidad de Stanford. Gillette colaboraba con los científicos informáticos del centro y con Tony Mott. (Frank Bishop había denegado con vehemencia la petición de Mott para ser transferido a Homicidios y había aplacado al joven policía recomendando que fuera nombrado jefe de la Unidad de Crímenes Computarizados, algo a lo que Sacramento accedió.)

Lo que Gillette encontró en Shawn lo sorprendió. Phate, para conseguir acceder a tantos ordenadores como le fuera posible por medio de Trapdoor, lo había dotado de su propio sistema operativo. Era único e incorporaba elementos de todos los sistemas operativos existentes: Windows, MS-DOS, Apple, Unix, Linux, VMS, otros oscuros sistemas para científicos y aplicaciones para ingenieros. Ese nuevo sistema operativo, llamado Protean 1.1, le recordó a Gillette esa elusiva teoría unificadora que los científicos llevan toda la vida buscando, y que explica el comportamiento de todo lo que existe en el universo, energía incluida.

Aunque, al contrario que Einstein y sus sucesores, Phate no había tenido éxito en el intento.

Una de las cosas que Shawn no desembuchó fue el código de origen de Trapdoor, así como tampoco pudieron localizar los sitios donde podría estar éste escondido. La mujer que se hacía llamar Patricia Nolan había fracasado a la hora de aislarlo para robar ese código.

A ella tampoco la encontraron.

«Hace años, desaparecer solía ser fácil, pues no había ordenadores que te siguieran la pista», le había dicho Gillette a Bishop cuando le dieron la noticia. «Y ahora esfumarse resulta fácil pues contamos con ordenadores que borran todas las huellas de tu antigua identidad y te proporcionan una nueva.»

¿Quién quieres ser?

Bishop le comunicó que el cuerpo había rendido un funeral por todo lo alto a Stephen Miller. Linda Sánchez y Tony Mott aún seguían con remordimientos por haber creído que era un traidor, cuando de hecho sólo había sido un triste desecho de los viejos tiempos de la informática, un excedente del «Gran Cambio» de Silicon Valley.

Wyatt Gillette podría haberles dicho a los policías que no debían sentirse culpables por ello; la Estancia Azul tolera mejor el fracaso que la incompetencia.

El hacker obtuvo una nueva dispensa de su prohibición para conectarse a la red. Le encomendaron que comprobara los cargos contra David Chambers, el suspendido jefe de la División de Investigaciones Criminales del Departamento de Defensa. Tanto Frank Bishop como el capitán Bernstein y el fiscal general habían llegado a la conclusión de que Phate había entrado en los ordenadores de Chambers (tanto en el personal como en el del trabajo) para conseguir que lo echaran, con lo que conseguía que lo reemplazaran con Kenyon o con cualquier otro de sus lacayos, por una parte, y por la otra que Gillette volviera de inmediato a la cárcel.

Al hacker no le llevó más de un cuarto de hora encontrar pruebas de que los ficheros de Chambers habían sido pirateados, y que Phate había falsificado las transacciones de correduría y las cuentas en el extranjero.

Retiraron los cargos y le devolvieron el puesto.

También se retiraron los cargos contra Wyatt Gillette en el caso del Standard 12 y no se le imputó nada a Frank Bishop por haber ayudado a Gillette a fugarse de la UCC. El fiscal general decidió acabar con la investigación no porque creyera la historia de que Phate había sido el artífice del programa que pirateara el Standard 12, sino porque un comité de investigación y revisión de cuentas del Departamento de Defensa estaba indagando por qué se habían gastado treinta y cinco millones de dólares en un programa de codificación que era esencialmente inseguro.

La historia de los asesinatos de Phate en Washington, Portland y Silicon Valley tuvo mucha repercusión en los medios de comunicación por culpa del caso David Chambers. La prensa sensacionalista aireó los trapos sucios de Internet, el congreso tuvo sesiones en las que se trató la posibilidad de mejorar la seguridad en la red y la publicidad de los bancos y de las empresas de inversiones no se enfocó tanto en sus proezas a la hora de hacer dinero como en la calidad tecnológica de sus cortafuegos y de sus programas de encriptación.

Pero entonces comenzó la guerra de los Balcanes y la histeria hacker se evaporó de la noche a la mañana.

La vida en la Estancia Azul, siempre en expansión, recuperó la normalidad.

Un martes a finales de abril, mientras Gillette estaba sentado en su celda frente a su portátil, analizando algunos aspectos del sistema operativo de Shawn, un guardia se acercó a su puerta.

– Visita, Gillette.

Pensó que podría tratarse de Bishop. El detective aún trabajaba en el caso MARINKILL y pasaba mucho tiempo al norte de Napa, donde se suponía que estaban escondidos los asaltantes. (De hecho, nunca habían estado en el condado de Santa Clara. Parece ser que Phate había sido el creador de la mayoría de los soplos sobre los asesinos vertidos a la prensa y a la policía, en una estrategia de diversión.) En cualquier caso, Bishop solía pasarse por San Ho cuando andaba por esa zona. La última vez le había traído a Gillette Pop-Tarts y conservas de melocotón que su esposa Jennie elaboraba con las frutas del huerto de su marido. (No es que fueran su plato favorito pero, en cualquier caso, la mermelada era un excelente material de trueque dentro de la cárcel: de hecho, esta remesa había sido la que cambió por el walkman que podía alterar para crear un módem, aunque decidiera no hacerlo.)

Pero esta visita no era de Frank Bishop.

Se sentó en un cubículo y vio cómo entraba por la puerta Elana Papandolos. Llevaba un vestido azul marino. Se había recogido el pelo, negro y rizado. Era tan espeso que el pasador de terciopelo que llevaba parecía a punto de reventar. Cuando observó sus uñas bien cortadas, perfectamente limadas y pintadas de color lavanda, se le ocurrió una cosa que jamás antes había pensado: que Ellie, la profesora de piano, también se había abierto paso en el mundo con sus manos, como él, aunque en el caso de ella los dedos fueran bellos e inmaculados, sin ni siquiera un asomo de callos.

Ella se sentó y arrastró la silla hacia delante.

– Aún estás aquí -le dijo él, agachándose un poco para acercarse a los agujeros del plexiglás-. No habías vuelto a dar señales de vida y había supuesto que te habías largado hace un par de semanas.

Ella no respondió. Miró el divisor.

– Esto no estaba antes.

La última vez que fue a visitarlo, varios años atrás, se habían sentado en una mesa sin divisor y tenian a un guardia revoloteando a su alrededor. Con el nuevo sistema no había guardia: se ganaba en privacidad pero se perdía en proximidad. Gillette pensó que, de ser posible, se conformaba con tenerla cerca, recordando cómo solían hacerse cosquillas en la palma de la mano con la punta de los dedos y cómo se tocaban sus pies bajo la mesa, provocándose una sensación cercana a la que se experimenta cuando se hace el amor.

Mientras se inclinaba hacia delante, Gillette se dio cuenta de que estaba tecleando en el aire con furia.

– ¿Hablaste con alguien por lo del módem? -preguntó.

Elana asintió.

– He encontrado un abogado. No sabe si se venderá o no. Pero si se vende, voy a montarlo de tal manera que pague la factura de tu abogado y la mitad de la casa que perdimos. El resto es tuyo.

– No, quiero que tengas…

Ella le interrumpió al decir:

– He pospuesto mis planes. Los de ir a Nueva York.

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