Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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No obstante, el peor trago se lo llevaba Gillette y no tenía nada que ver con el tratamiento recibido por el FBI: era que sabía que la mujer que amaba se le había escapado para siempre. Ella parecía estar sopesando la decisión de mudarse a Nueva York pero ahora las máquinas, que los separaron años atrás, habían estado a punto de mataré toda su familia y eso era, por supuesto, imperdonable. Ahora ella se largaría a la costa Este con el responsable y solvente Ed, y Ellie se convertiría en un montón de recuerdos para Gillette, como los archivos .wav y .jpg : en imágenes visuales y sonoras que se evaporan del ordenador cuando lo apagas por la noche.

Los agentes del FBI formaron corrillos e hicieron llamadas y luego volvieron a hacer más corrillos. Su conclusión fue que el asalto había sido ordenado de forma ilegal. Dejaron marchar a todos salvo a Gillette, aunque le aflojaron un poco las esposas y le ayudaron a ponerse en pie.

Elana se plantó frente a su ex y él se mantuvo sin decir palabra ni moverse mientras recibía una fuerte bofetada en la mejilla. La mujer, bella y sensual incluso cuando estaba enfadada, se largó sin decir nada y ayudó a su madre a subir los escalones de la entrada. Su hermano le brindó la amenaza inarticulada de un chico de veinte años de demandarlo o algo peor, y luego las siguió y cerró de un portazo.

Mientras los agentes recogían todo, llegó Bishop y se encontró a Gillette acompañado por un agente alto en el patio delantero.

Se acercó al hacker y dijo:

– El conmutador de fuga.

– La descarga de halón -dijo Gillette, asintiendo-. Eso es lo que iba a comentarte cuando se cortaron los teléfonos.

– Recordaba que lo habías mencionado en la UCC -respondió Bishop, también asintiendo-. La primera vez que viste un corral de dinosaurios.

– ¿Algún otro daño? -preguntó Gillette-. ¿A Shawn?

Confiaba que no fuera el caso. Sentía tanta curiosidad por ver la máquina: cómo funcionaba, qué podía hacer, qué sistema operativo regía su mente y su corazón…

Pero Bishop le explicó que la máquina no había sufrido grandes daños.

– Vacié dos cargadores en la caja y no le hice nada -sonrió-. Sólo una herida superficial.

Hacia ellos caminaba un hombre grande, a través de los cegadores focos. Sólo cuando se acercó pudo comprobar Gillette que se trataba de Bob Shelton.

Saludó a su compañero e ignoró a Gillette.

Bishop le comentó lo que había pasado pero no dijo nada sobre haber sospechado que él fuera Shawn.

El policía sacudió la cabeza y rió amargamente.

– ¿Shawn era un ordenador? Dios, alguien debería tirar todos esos putos bichos al mar cualquier día de éstos.

– ¿Por qué sigues diciendo eso? -le reprochó Gillette-. Ya me estoy cansando.

– ¿De qué? -contestó Shelton, retándolo.

El hacker ya no podía aguantar la rabia originada por el cruel tratamiento que había recibido del detective en los últimos días y murmuró:

– Has estado echando mierda sobre las máquinas y sobre mí en cada ocasión que se te ha presentado. Algo muy difícil de creer, viniendo de un tipo que tiene un disco Winchester de mil dólares tirado en su sala de estar.

– ¿Un qué?

– Cuando fuimos a tu casa, vi el disco de servidor que tenías en la sala de estar.

Al policía se le abrieron los ojos.

– Era de mi hijo -gruñó-. Estaba a punto de tirarlo a la basura. Estaba acabando de limpiar su cuarto para desprenderme de todas esas mierdas informáticas que tenía. Mi mujer no quería que tirara nada. Por eso peleábamos.

– ¿A tu hijo le interesaba la informática? -preguntó Gillette.

Otra risa sarcástica.

– ¡Claro que le gustaba! Se pasaba horas y horas en la red. Sólo quería hackear . Hasta que una cíberbanda descubrió que era hijo de un poli y pensaron que él estaba tratando de infiltrarse. Lo atacaron. Colgaron toda clase de mierdas sobre él en Internet: que si era gay, que si la poli lo había fichado, que si le iba la pedofilia… Entraron en el ordenador de su colegio e hicieron creer a todo el mundo que él había cambiado sus notas. Eso le valió la expulsión. Y luego le enviaron a la chica con la que salía un e-mail asqueroso en su nombre. Ella cortó con él por eso. El día que sucedió, él se emborrachó y condujo hasta los límites de la autopista. Quizá fue un accidente, quizá se suicidó. En cualquier caso lo mataron los ordenadores.

– Lo siento -dijo Gillette, con suavidad.

– Y una mierda -Shelton se puso muy cerca del hacker, con la misma ira de siempre-. Es por eso por lo que me presenté voluntario en este caso. Creía que el asesino bien podría ser uno de los miembros de esa banda. Y por ello me conecté en la red ese día: para ver si tú eras también uno de ellos.

– No, no lo era. Yo no le haría eso a nadie. No me hice hacker para cosas así.

– Vaya, sigues con lo mismo. Pero eres tan malo como cualquiera de los que le hicieron creer a mi niño que esas malditas cajas de plástico eran el mundo entero. Bien, eso es basura. La vida está en otro lado -agarró a Gillette por la chaqueta. El hacker no opuso resistencia, sólo miraba su cara roja, congestionada. La saliva de Shelton le cayó en la cara mientras éste vociferaba-: ¡La vida de verdad está aquí! En la carne y en la sangre… En los seres humanos… En tu familia, en tus hijos… -se atoró y rompió a llorar-. ¡Esto es real!

Shelton echó al hacker a un lado y se limpió las lágrimas con la mano. Bishop dio un paso al frente y le tomó el hombro, pero Shelton se desasió y echó a andar, desapareciendo entre la multitud de policías y agentes del FBI.

El corazón de Gillette se sentía apesadumbrado por el pobre hombre pero a un tiempo pensaba: «Las máquinas también son reales, Shelton. Cada vez son más carne de nuestra carne y más sangre de nuestra sangre y eso no va a cambiar. La pregunta que debemos hacernos es si este hecho es bueno, malo o simplemente esto: ¿en quién nos convertimos cuando accedemos a través de la pantalla a la Estancia Azul?».

Ahora solos, el detective y el hacker se quedaron mirando. Bishop se dio cuenta de que le colgaba el faldón de la camisa. Se lo metió por dentro del pantalón y luego señaló el tatuaje de la palmera en el antebrazo de Gillette:

– Tal vez quieras quitarte eso. No te queda muy bien que digamos. Al menos la paloma. El árbol no está tan mal.

– Es una gaviota -replicó el hacker-. Pero ahora que lo traes a colación, Frank… ¿Por qué no te haces uno?

– ¿Un qué?

– Un tatuaje.

El detective hizo como que iba a empezar a decir algo pero luego alzó una ceja.

– Quién sabe, quizá me lo haga.

Entonces Gillette sintió cómo alguien le agarraba los brazos. Los agentes acababan de llegar, justo a tiempo, dispuestos a devolverlo a San Ho.

Capítulo 00101111/ Cuarenta y siete

Una semana después de que el hacker volviera a la cárcel, Frank Bishop cumplió la promesa hecha por Andy Anderson y, a pesar de las objeciones del alcaide, envió un maltratado ordenador portátil Toshiba de segunda mano a Wyatt Gillette.

Lo primero que se encontró cuando lo inició fue la foto digitalizada de un bebé gordo de piel oscura que parecía estar mascando un teclado de ordenador. El pie de foto rezaba: «Saludos de Linda Sánchez y de su nueva nieta Marie Andie Harmon». Gillette tomó nota mentalmente para escribirle una carta de felicitación; no obstante, tendría que esperar algún tiempo para hacerle un regalo a la niña: las prisiones federales no gozan de tiendas donde se puedan comprar esa clase de presentes.

El ordenador no llevaba incluido un módem: estaba claro que hackear le estaba terminantemente prohibido. Por supuesto, Gillette podría haberse conectado a la red con sólo haberse construido un módem a partir del walkman de Devon Franklin (conseguido gracias a un trueque de melocotones en conserva de Gillette) pero prefirió no hacerlo. Eso formaba parte de su trato con Bishop. Además, no deseaba sino que el año que le quedaba pasara rápido para recuperar su vida.

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