Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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Otra vez dentro, observó que una pared parecía haber sido añadida en uno de los extremos del almacén: era de una construcción más reciente que el resto del edificio. Sí, seguro que Phate había añadido una nueva estancia. Y allí era donde estaba Shawn.

En un rincón oscuro del edificio encontró una puerta y probó suerte con la manilla. No estaba cerrada con llave. Respiró hondo, se secó el sudor de la mano en el faldón de la camisa y agarró la manilla de nuevo.

Todo se reduce a esto…

Frank Bishop entró por la puerta con la pistola en alto.

Cayó en cuclillas oteando en busca de un enemigo, recorriendo con la vista la oscura habitación de unos cincuenta metros por veinte, en la que hacía fresco debido al aire acondicionado. No vio a nadie, sólo máquinas y equipos, utensilios y cajas de embalaje, herramientas y una grúa hidráulica que se manejaba a mano.

Estaba vacío. No había…

De pronto lo vio.

Oh, no…

Entonces Bishop se dio cuenta de que tanto Wyatt Gillette como su mujer y la familia de ella estaban condenados.

Shawn no estaba allí. La habitación sólo contenía un repetidor telefónico. Con toda probabilidad, ésa habría sido la razón por la que Phate y Shawn se decidieran a alquilar la otra parte del edificio: para infiltrarse con mayor facilidad en los sistemas telefónicos.

De mala gana, llamó a Gillette.

El hacker no tardó en contestar y en decir, con desesperación:

– Puedo verlos, Frank. Tienen armas automáticas. Esto tiene muy mala pinta. ¿Has encontrado algo?

– Wyatt, estoy en el almacén… Pero… Lo siento. Shawn no se encuentra aquí. Aquí sólo hay lo que parece ser un repetidor telefónico o algo así -describió la negra consola metálica.

– No es un repetidor telefónico -murmuró Gillette, con una voz que denunciaba mucha desesperación-. Es un router . Pero tampoco nos sirve de nada. Nos llevaría una hora rastrear la señal hasta Shawn. Nunca lo encontraremos a tiempo.

Bishop miró la caja.

– No tiene interruptores y los cables van por debajo del suelo: esto es uno de esos corrales de dinosaurios como el de la UCC. Así que no me es posible desenchufarlo.

– Y de todas formas tampoco serviría de nada. Recuerda cómo trabajan los paquetes: incluso si pudieras cerrar esa ruta, la transmisión de Shawn encontraría una distinta para acceder al FBI.

– Tal vez pueda encontrar algo aquí que nos dé alguna pista sobre su paradero -desesperado, Bishop comenzó a revolver el escritorio y las cajas-. Hay un montón de papeles y de libros.

– ¿De qué se trata? -preguntó el hacker, aunque su voz era monótona, como si hubiera tirado la toalla: como si hasta su curiosidad infantil lo hubiera abandonado.

– Manuales, copias impresas, hojas de trabajo y disquetes. En su mayor parte, cosas técnicas. De Sun Microsystems, Apple, Harvard, Western Electric: de todos esos sitios donde trabajó Phate -Bishop abrió cajas, desparramó hojas-. No, aquí no hay nada. Nada de nada -Bishop miró a su alrededor, alarmado-. Trataré de llegar a tiempo a casa de Ellie, voy a intentar convencer al FBI de que envíen un negociador antes de empezar el asalto.

– Estás a veinte minutos de camino, Frank -musitó Gillette.

– Lo intentaré -respondió el detective, con suavidad-. Escúchame, Wyatt: ponte en medio del salón y tírate al suelo. Que tus manos queden a la vista. Y reza -se dispuso a salir.

– ¡Espera! -oyó que de pronto le gritaba Gillette.

– ¿Qué pasa?

– Esos manuales que están ahí -le inquirió el hacker-: ¿Me puedes repetir los nombres de las empresas?

Bishop miró los documentos.

– Son de aquellos lugares donde Phate trabajó y robó hardware y software: Harvard, Sun, Apple, Western Electric y…

– ¡NEC! -gritó Gillette.

– Justo. ¿Cómo lo has sabido?

– No lo sabía. Me lo he imaginado por las siglas.

– ¿Qué quieres decir?

– Acuérdate -le dijo el hacker-. Acuérdate de todas las siglas que usan los hackers. En cuanto a las iniciales de los sitios donde trabajó, mira: S de Sun. H de Harvard. A de Apple, Western electric, NEC… S,H,A,W,N… Ésa máquina que está ahí, a tu lado… Ni siquiera es un router . Esa caja es Shawn.

– No puede ser -se burló Bishop.

– No, ésa es la razón de que el rastreo acabe allí. Shawn es una máquina: y genera esas señales. Antes de morir, Phate la programaría para que entrara en el sistema del FBI y concertara el asalto. Y sabía de la existencia de Ellie: la mencionó por su nombre cuando entró en el ordenador de la UCC.

– Cómo demonios podría un ordenador hacer algo así… -se preguntó Bishop, temblando de frío y mirando la gran caja de color negro.

Pero Gillette lo interrumpió:

– No, no. ¿Cómo no lo habré pensado antes? Sólo podía hacerlo con un ordenador. Sólo con un ordenador se puede acceder a señales revueltas como ésas y ver en el monitor todas las llamadas telefónicas y transmisiones de radio que entraban o salían de la UCC. No es tarea de un solo ser humano: demasiado a lo que prestar atención a un mismo tiempo. Los ordenadores de la NSA lo hacen a diario cuando buscan palabras como «presidente» y «asesinar» en una misma frase. Así es como Phate pudo saber que Andy Anderson iba al Otero de los Hackers o tener noticias sobre mí: seguro que Shawn escuchó la llamada de Backle al Departamento de Defensa y envió a Phate esa parte de la transmisión. Y consiguió el código del protocolo de asalto cuando estábamos a punto de atrapar a Phate en Los Altos, y ahí fue cuando le envió el mensaje.

– Pero ¿esos correos electrónicos de Shawn a Phate?… -preguntó el detective-. Sonaban como si los hubiera escrito un ser humano.

– Uno puede comunicarse con una máquina como le venga en gana: los correos electrónicos funcionan en este sentido como cualquier otra cosa. Phate los programó para que pareciera que alguien los había escrito. Seguro que le hacían sentirse mejor, viendo que sonaban como palabras humanas. Como te dije que hacía yo con mi Trash-80.

S-H-A-W-N.

Todo reside en la ortografía…

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó el detective.

– Sólo hay una cosa que podamos hacer. Tienes que…

Entonces se cortó la línea.

* * *

– Hemos cortado la línea -le dijo un técnico de comunicaciones al agente especial Mark Little, el comandante de operaciones especiales del FBI en el caso MARINKILL-. Y también los móviles. Ninguno funciona en un kilómetro y medio a la redonda.

– Bien.

Little, en compañía de su segundo, el agente especial George Steadman, estaba en una furgoneta llena de tableros de control que hacía las veces de puesto de mando. El vehículo estaba aparcado en la esquina de la casa de Ábrego donde se suponía que se escondían los delincuentes del caso MARINKILL.

Cortar las líneas telefónicas era uno de los procedimientos en curso en este tipo de operaciones. Uno suspendía las líneas cinco o diez minutos antes del asalto. Así nadie podía avisarlos del mismo.

Little tenía a sus espaldas unas cuantas «entradas dinámicas» en localizaciones parapetadas (en su mayor parte redadas antidroga en Oakland y San José) y nunca había perdido a ningún agente. Había estado trabajando en el MARINKILL desde el primer día y había leído todos los partes, incluyendo el que acababan de recibir de un informante confidencial, en el que se afirmaba que los asesinos se sabían perseguidos por la policía y el FBI y planeaban torturar a todos aquellos agentes que cayeran en sus garras. A este informe se le sumaba otro que rezaba que los asesinos preferían morir antes que ser atrapados.

«Vaya, nunca resulta fácil. Pero es que esto…»

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