Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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Al menos se había descubierto el paradero del otro conspirador. El cadáver de Shawn (Stephen Miller) fue localizado en el bosque que había detrás de su casa: se había disparado con su propia arma reglamentaria cuando supo que se tenía conocimiento de que él era en realidad Shawn. Su arrepentida nota de suicidio había sido, cómo no, en forma de correo electrónico.

Los agentes de la UCC Linda Sánchez y Tony Mott estaban tratando de descubrir las ramificaciones de la traición de Miller. La policía estatal tendría que escribir un comunicado en el que se informara de que uno de sus oficiales había sido cómplice en el caso del hacker asesino de Silicon Valley y los de asuntos internos querían conocer hasta dónde llegaban los daños causados por Miller y cómo y por cuánto tiempo éste había sido el compañero y el amante de Phate.

El agente Backle, del Departamento de Defensa, aún quería procesar a Gillette por una larga lista de delitos que incluían el programa de codificación Standard 12, y ahora también deseaba arrestar a Bishop por permitir la excarcelación de un prisionero federal.

Haciendo una referencia a los cargos por el pirateo del Standard 12, Bishop le explicó a su capitán lo siguiente:

– Señor, está claro que, o bien Gillette tomó el directorio raíz de uno de los sitios FTP de Holloway, o bien descargó una copia del programa o bien usó telnet directamente para meterse en la máquina de Holloway y consiguió allí la copia.

– ¿Qué demonios significa todo eso? -protestó el policía con el pelo cano y rapado.

– Perdone, señor -se excusó Bishop por el vocabulario técnico-. Lo que quiero decir es que creo que fue Holloway quien pirateó el DdD y quien escribió el programa. Y Gillette se lo robó e hizo uso de él porque nosotros se lo pedimos.

– Así que crees que… Bueno, lo cierto es que no entiendo nada de toda esta basura sobre ordenadores que nos rodea -murmuró el hombre. Pero llamó al fiscal general, quien estuvo de acuerdo en repasar todas las pruebas que la UCC pudiera enviarle en defensa de la tesis de Bishop antes de imputar cargos tanto a Gillette como a Bishop (pues los «valores» de ambos se cotizaban muy bien en ese momento por haber sido capaces de atrapar al «Kracker de Silicon Valley», tal como denominaba a Phate una televisión local). De mala gana, Backle tuvo que volverse a su oficina en el presidio de San Francisco.

En esos momentos, a pesar de las heridas y del cansancio, la atención de los defensores de la ley dejó de lado a Phate y a Stephen Miller y se volcó en el caso MARINKILL. Varios informes rezaban que se había vuelto a ver a los asesinos (esta vez muy cerca, en San José) y que éstos estaban rondando varias sucursales bancarias. Bishop y Shelton fueron asignados al equipo formado por un conjunto de miembros de la policía estatal y del FBI. Pasarían unas horas con sus respectivas familias y luego tendrían que presentarse en las oficinas del FBI en San Francisco.

Bob Shelton se había ido a casa (la única despedida que le brindó al hacker fue una mirada críptica cuyo significado fue enteramente inaccesible para Gillette). En cambio, Bishop había aplazado su vuelta a casa y se encontraba compartiendo Pop-Tarts y café con Gillette mientras esperaban la llegada de los patrulleros que devolverían al hacker a San Ho. Sonó el teléfono. Contestó Bishop. «Es para ti.»

– ¿Diga?

– Wyatt.

La voz de Elana le era tan familiar que él podía casi escucharla bajo su forma de teclear compulsiva. El timbre de esa voz revelaba todo el espectro de su alma (todos los canales) y con una sola palabra él ya sabía si ella estaba juguetona, enfadada, asustada, sentimental, apasionada…

Hoy, por ese mismo tono de su voz, él supo que ella llamaba de mala gana, que tenía las defensas tan altas como las corazas protectoras de las naves espaciales en las películas que habían visto juntos.

Pero, por otra parte, lo había llamado.

– He oído que ha muerto -dijo ella-. Jon Hollo-way. Lo escuché en las noticias.

– Así es.

– ¿Estás bien?

– Sí.

Una larga pausa. Como si ella estuviera buscando algo que acabara con el silencio, añadió:

– En cualquier caso me voy a Nueva York. Salgo mañana.

– Con Ed.

– Sí.

Él cerró los ojos y suspiró. Y luego, con un hilo de voz, preguntó:

– Entonces, ¿por qué has llamado?

– Supongo que para decirte que si te quieres pasar por aquí un rato, puedes hacerlo.

Pensó: «¿Para qué molestarse? ¿De qué serviría?».

– Voy para allá -respondió él.

Colgaron. Él se volvió hacia Bishop, quien lo miraba.

– Una hora -dijo Gillette.

– No te puedo llevar -señaló el detective.

– Déjame tomar prestado un coche.

El detective se lo pensó, miraba a todos los lados, pensando dentro del corral de dinosaurios.

– ¿Hay algún coche de la Unidad que pueda utilizar? -preguntó a Linda Sánchez.

– Estas no son las normas, jefe -dijo elk, y le dio unas llaves de mala gana.

– Me responsabilizo de todo.

Bishop lanzó las llaves a Gillette y sacó el móvil para llamar a los patrulleros que tenían que llevarlo a San Ho. Les dio la dirección de Elana y dijo que daba el visto bueno a la presencia de Gillette allí. El recluso volvería a la UCC en una hora. Colgó.

– Volveré.

– Sé que lo harás.

Los hombres se miraron. Se dieron un apretón de manos. Gillette asintió y fue hacia la salida.

– Espera -dijo Bishop, frunciendo el ceño-. ¿Tienes permiso de conducir?

Gillette se rió.

– No, no tengo permiso de conducir.

– Bueno, pues procura que no te paren -replicó Bishop encogiéndose de hombros.

El hacker asintió y comentó con gravedad:

– Claro. Me podrían mandar a la cárcel.

* * *

La casa olía a limones, siempre lo había hecho.

Esto se debía a las duchas artes culinarias de la madre de Ellie, Irene Papándolos. No era la típica matrona griega callada, recelosa y vestida de negro: no, era una hábil mujer de negocios que tenía dos restaurantes de mucho éxito y una empresa de catering y que, para colmo, todos los días sacaba tiempo para cocinar de la nada cada comida de su familia. Era la hora de la cena y ella llevaba un delantal plastificado sobre el traje de color rosa.

Saludó a Gillette con un gesto frío, sin sonreír, y le indicó que pasara al estudio.

Gillette se sentó en un sofá, bajo una foto del puerto del Pireo. Siendo como es la familia algo muy importante en las casas griegas, había dos mesas llenas de fotografías con gran diversidad de marcos: algunos muy baratos y otros de pesado oro o de plata. Vio una foto de Elana vestida de novia. La instantánea no le sonaba, y se preguntó si en un principio los habría albergado a los dos y luego a él lo habían quitado de en medio.

Elana entró en la habitación.

– ¿Has venido solo? -le preguntó, sin sonreír. Sin ningún otro tipo de saludo.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Sin niñeras policiales?

– Sistema de honor.

– He visto pasar un par de coches patrulla. Me preguntaba si estaban contigo -ella señaló fuera.

– No -respondió Gillette, aunque supuso que los patrulleros lo estarían vigilando.

Ella vestía vaqueros y una camiseta de Stanford.

– No tengo mucho tiempo.

– ¿Cuándo te vas?

– Mañana por la mañana -respondió ella.

– No te diré adiós -dijo él. Ella frunció el ceño y él prosiguió-: Porque quiero convencerte de que no te vayas. No quiero dejar de verte.

– ¿De verme? Gillette: estás en la cárcel.

– Pero salgo en un año.

A ella su descaro le hizo reír.

– Quiero intentarlo de nuevo -confesó él.

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