Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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Nolan frunció el ceño mientras escuchaba lo que le decían por el teléfono móvil. Combó los hombros mientras comentaba por el micrófono:

– Espera.

Dejó el teléfono a un lado y volvió a agarrar el martillo mientras miraba a Phate, quien, a pesar de estar sufriendo dolores atroces, reía débilmente.

– Han comprobado la página web que me has dado -dijo ella-, y ha resultado ser una cuenta de correo electrónico. Cuando han abierto los ficheros, el programa de comunicaciones ha enviado algo a una universidad de Asia. ¿Era el Trapdoor?

– No sé lo que era -susurró él, mientras miraba su mano sangrienta y hecha pedazos. Frunció el entrecejo y acto seguido le brindó una sonrisa dura-. Quizás te he dado una dirección equivocada.

– Bueno, pues dame la verdadera.

– ¿Por qué tanta prisa? -preguntó él con crueldad-. ¿Es que tienes una cita importante en casa, con tu gato? ¿Te estás perdiendo un programa de la tele? ¿Habías quedado para tomar una botella de vino… con tu sombra?

La furia la invadió de nuevo y le incrustó el martillo en la mano.

Phate volvió a gritar.

Díselo, pensaba Gillette. Por amor de Dios, díselo ya.

Pero él siguió callado durante cinco interminables minutos de tortura, mientras el martillo subía y bajaba y le crujían los huesos de los dedos. Al final, Phate no pudo aguantarlo más.

– Vale, vale.

Le dio una nueva dirección, un nombre y una contraseña.

Ella sacó un móvil e hizo una llamada. Pasó la información a alguien al otro lado del teléfono. Esperó unos minutos, escuchó y dijo:

– Míralo línea por línea y luego pásale un compilador. Cerciórate de que es real.

Mientras esperaba, ella miró a su alrededor, vio los viejos ordenadores. Sus ojos a veces brillaban por haber reconocido (o por la dicha o el afecto al contemplarlos) los artículos conservados allí.

Cinco minutos más tarde asentía mientras su interlocutor le hablaba de nuevo.

– Bien -dijo, aparentemente satisfecha al oír que todo era cierto-. Ahora vuelve al sitio FTP y toma el directorio raíz. Comprueba las anotaciones de carga y descarga de archivos. Comprueba si ha transferido el programa a otro sitio.

¿Con quién hablaba?, se preguntó Gillette. Revisar y compilar un programa tan complejo como Trapdoor era cuestión de horas; la única solución que se le ocurrió a Gillette es que hubiera un equipo armado con potentes superordenadores ocupados en analizarlo todo.

Más tarde levantó la cabeza y escuchó.

– Vale -dijo ella-. Quema el sitio FTP y todo aquello que tenga conexión con él. Usa Infekt IV… No, quiero decir todo el sistema. Me importa un bledo si está conectado con el CDC o con la Cruz Roja. Quémalo.

Ese virus era como un fuego de malezas incontrolable. Destruiría metódicamente todos y cada uno de los ficheros del sitio FTP donde Phate había guardado el código de acceso, y cada máquina del sistema al que estuviera conectado. Infekt podía convertir los datos de cientos de máquinas en cadenas indescifrables de símbolos escogidos al azar para que resultara imposible encontrar cualquier tipo de referencia a Trapdoor, por no hablar del código de origen.

Phate cerró los ojos y dejó caer la cabeza contra la columna.

Nolan se puso en pie y, aún con el martillo en la mano, fue hacia Gillette. Él rodó hasta quedar de lado y trató de arrastrarse. Pero su cuerpo, aún afectado por la descarga eléctrica, no le respondió y quedó tirado en el suelo. Patricia se inclinó. Gillette miró el martillo. Luego la observó de cerca y comprobó que las raíces de los cabellos de ella no eran del mismo color que los mechones y que también usaba lentillas de colores. Si uno observaba su rostro podía ver unas facciones duras, más allá del espeso maquillaje que hacía que su cara pareciera hinchada. Lo que significaba que quizá también vestía rellenos dentro del vestido para añadir quince kilos más a lo que sin duda era un cuerpo musculoso y delgado.

Luego se fijó en sus manos

Esos dedos… Tenían las yemas brillantes y parecían opacas. Entonces cayó en la cuenta: cuando parecía que ella se estaba aplicando esmalte en las uñas no estaba haciendo otra cosa que pintarse alguna sustancia que borrara sus huellas dactilares.

«Ella también nos ha aplicado la ingeniería social. Desde el primer día.»

– Llevas mucho tiempo tras él -dijo Gillette-, ¿no es cierto?

– Un año -dijo ella, asintiendo-. Desde que oímos hablar de Trapdoor.

– ¿Quiénes sois?

Ella no contestó pero tampoco había necesidad de hacerlo. Gillette sabía que Horizon On-Line la había contratado para encontrarles el código de origen de Trapdoor, el más increíble software para el voyeur, que otorgaba acceso completo a las vidas de quienes no sospechaban nada. Los jefes de Nolan no explotarían el Trapdoor, pero deseaban escribir antídotos para el programa y luego destruirlo o ponerlo en cuarentena. Ese programa era una amenaza inmensa para su industria de un trillón de dólares. Gillette podía imaginarse con facilidad cómo los suscriptores cancelarían sus tratos con los proveedores de Internet si llegaba a sus oídos que los hackers podían pasearse por sus ordenadores con total libertad, conocer cualquier detalle sobre sus vidas o asesinarlos.

En su búsqueda, ella se había servido de Andy Anderson, de Bishop y del resto del equipo de la UCC, así como con anterioridad se habría servido de la policía de Portland y del norte de Virginia, donde Phate y Shawn habían estado de visita.

De la misma manera que se había servido del mismo Gillette.

– ¿Te ha dicho algo acerca del código de origen? -le preguntó ella-. ¿Algún otro sitio donde lo esconde?

– No.

No habría tenido sentido que Phate hubiese hecho eso y, después de meditarlo un segundo, ella pareció creer a Gillette. Luego volvió a levantarse lentamente y miró a Phate. Gillette vio que ella lo observaba de una manera extraña y sintió una punzada de angustia. Al igual que los programadores saben que el software tiene que moverse de principio a fin sin desviarse, sin pérdidas ni digresiones, siguiendo la lógica en cada línea, entonces Gillette comprendió con claridad cuál era el siguiente paso que Patricia iba a dar.

– ¡No lo hagas! -le dijo con premura.

– Tengo que hacerlo.

– No, no tienes por qué. Nunca volverá a andar en público. Estará en la cárcel hasta el fin de sus días.

– ¿Crees que la cárcel podría mantenerlo fuera de la red? A ti no te frenó.

– ¡No puedes hacerlo!

– El Trapdoor es demasiado peligroso -le explicó ella-. Y él tiene el código en su cabeza. Y, lo más seguro, también tiene otra docena de programas igual de peligrosos.

– No -susurró Gillette, desesperado-. Jamás ha habido un hacker tan bueno como él. Puede que nunca lo haya. Puede escribir programas que muchos de nosotros ni siquiera soñamos.

Ella volvió donde estaba Phate.

– ¡No! -gritó Gillette.

Pero sabía que su protesta no serviría de nada.

Ella extrajo un pequeño neceser de piel de la bolsa de su portátil, y de él una aguja hipodérmica que llenó con el líquido trasparente de un botecillo. Sin vacilar, se agachó y se lo inyectó a Phate en el cuello. Él no se resistió y a Gillette le dio la impresión por un instante de que Phate sabía qué sucedía y se disponía a abrazar la muerte. Phate miró a Gillette y luego a la carcasa de madera de un ordenador Apple, dispuesto sobre una mesa cercana. Los primeros Apple eran verdaderos ordenadores hacker: uno compraba las tripas de la máquina y tenía que construirse la carcasa. Phate continuó mirando la unidad, y mientras parecía que iba a decir algo. Miró a Gillette.

– ¿Quién…? -comenzó a decir pero sus palabras se tornaron en un susurro.

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