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Mark Twain: Las aventuras de Tom Sawyer

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Mark Twain Las aventuras de Tom Sawyer

Las aventuras de Tom Sawyer: краткое содержание, описание и аннотация

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«La mayoría de las aventuras que refiero en este libro son reflejo de la realidad, una o dos me han ocurrido a mí mismo, el resto son anécdotas de otros niños, compañeros míos de la escuela. Huck Finn ha existido, Tom Sawyer también, si bien no se trata de un solo individuo, es una combinación de las características de tres chiquillos amigos. Es pues un trabajo arquitectónico de orden compuesto. Las raras supersticiones de las que doy fe prevalecían entre los niños y los esclavos del Oeste en la época de este relato. A pesar de que destino este libro a pasatiempo de muchachos, espero que no lo despreciarán los hombres ni las mujeres, ya que en parte está compuesto con la idea de despertar recuerdos del pasado en los adultos y exponer cómo sentían, pensaban y hablaban, y en qué raras empresas se embarcaban».

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– Bueno; pues entonces oye: tenemos que quedarnos aquí, donde hay agua para beber. Ese cabito es lo único que nos queda de las velas.

Becky dio rienda suelta al llanto y a las lamentaciones. Él hizo cuanto pudo para consolarla, pero fue en vano.

– Tom -dijo después de un rato-, ¡nos echarán de menos y nos buscarán!

– Seguro que sí. Claro que nos buscarán.

– ¿Nos estarán buscando ya?

– Me parece que sí. Espero que así sea.

– ¿Cuando nos echarán de menos, Tom?

– Puede ser que cuando vuelvan a la barca.

– Para entonces ya será de noche. ¿Notarán que no hemos ido nosotros?

– No lo sé. Pero, de todos modos, tu madre te echará de menos en cuanto estén de vuelta en el pueblo.

La angustia que se pintó en los ojos de Becky hizo darse cuenta a Tom de la pifia que había cometido. ¡Becky no debía pasar aquella noche en su casa! Los dos se quedaron callados y pensativos. En seguida una nueva explosión de llanto indicó a Tom que el mismo pensamiento que tenía en su mente había surgido también en la de su compañera: que podía pasar casi toda la mañana del domingo antes de que la madre de Becky descubriera que su hija no estaba en casa de los Harper. Los niños permanecieron con los ojos fijos en el pedacito de vela y miraron cómo se consumía lenta a inexorablemente; vieron el trozo de pabilo quedarse solo al fin; vieron alzarse y encogerse la débil llama, subir y bajar, trepar por la tenue columna de humo, vacilar un instante en lo alto, y después… el horror de la absoluta oscuridad.

Cuánto tiempo pasó después, hasta que Becky volvió a recobrar poco a poco los sentidos y a darse cuenta de que estaba llorando en los brazos de Tom, ninguno de ellos supo decirlo. No sabían sino que, después de lo que les pareció un intervalo de tiempo larguísimo, ambos despertaron de un pesado sopor y se vieron otra vez sumidos en sus angustias. Tom dijo que quizá fuese ya domingo, quizá lunes. Quiso hacer hablar a Becky, pero la pesadumbre de su pena la tenía anonadada, perdida ya toda esperanza. Tom le aseguró que tenía que hacer mucho tiempo que habrían notado su falta y que sin duda alguna los estaban ya buscando. Gritaría, y acaso alguien viniera. Hizo la prueba; pero los ecos lejanos sonaban en la oscuridad de modo tan siniestro que no osó repetirla.

Las horas siguieron pasando y el hambre volvió a atormentar a los cautivos. Había quedado un poco de la parte del pastel que le tocó a Tom, y lo repartieron entre los dos; pero se quedaron aún más hambrientos: el mísero bocado no hizo sino aguzarles el ansia de alimentos.

A poco rato, dijo Tom:

– ¡Chist! ¿No oyes?

Contuvieron el aliento y escucharon.

Se oía como un grito remotísimo y débil. Tom contestó al punto, y cogiendo a Becky por la mano echó a andar a tientas por la galería en aquella dirección. Se paró y volvió a escuchar: otra vez se oyó el mismo sonido, y al parecer más cercano.

– ¡Son ellos! -exclamó Tom-. ¡Ya vienen! ¡Corre, Becky! ¡Estamos salvados!

La alegría enloquecía a los prisioneros. Avanzaban, con todo, muy despacio, porque abundaban los hoyos y despeñaderos y era preciso tomar precauciones. A poco llegaron a uno de ellos y tuvieron que detenerse. Podía tener una vara de hondo o podíá tener ciento. Tom se echó de bruces al suelo y estiró el brazo cuanto pudo, sin hallar el fondo. Tenían que quedarse allí y esperar hasta que llegasen los que buscaban. Escucharon: no había duda de que los gritos lejanos se iban haciendo más y más remotos. Un momento después dejaron del todo de oírse ¡Qué mortal desengaño! Aún daba esperanzas a Becky, pero pasó toda una eternidad de anhelosa espera y nada volvió a oírse.

Palpando en las tinieblas, volvieron hacia el manantial. El tiempo seguía pasando cansado y lento; volvieron a dormir y a despertarse, más hambrientos y despavoridos. Tom creía que ya debía de ser el martes para entonces.

Les vino una idea. Por allí cerca había algunas galerías. Más valía explorarlas que soportar la ociosidad, la abrumadora pesadumbre del tiempo. Sacó del bolsillo la cuerda de la cometa, la ató a un saliente de la roca, y él y Becky avanzaron, soltando la tramilla del ovillo según caminaban a tientas. A los veinte pasos la galería acababa en un corte vertical. Tom se arrodilló, y estirando el brazo cuanto pudo hacia abajo palpó la cortadura y fue corriéndose después hasta el muro; hizo un esfuerzo para alcanzar con la mano un poco más lejos a la derecha, y en aquel momento, a menos de veinte varas, una mano sosteniendo una vela apareció por detrás de un peñasco. Tom lanzó un grito de alegría; en seguida se presentó, siguiendo a la mano, el cuerpo al cual pertenecía… Joe el Indio! Tom se quedó paralizado; no podía moverse. En el mismo instante, con indecible placer, vio que el «español» apretaba los talones y desaparecía de su vista. Tom no se explicaba que Joe no hubiera reconocido su voz y no hubiera venido a matarlo por su delación ante el tribunal. Sin duda los ecos habían desfigurado su voz. Eso tenía que ser, pensaba. El susto le había aflojado todos los músculos del cuerpo. Se prometía a sí mismo que si le quedaban fuerzas bastantes para volver al manantial allí se quedaría, y nada le tentaría a correr el riesgo de volver a encontrarse otra vez con Joe. Tuvo gran cuidado de no decir a Becky lo que había visto. Le dijo que sólo había gritado por probar suerte.

Pero el hambre y la desventura acababan al fin por sobreponerse al miedo. Otra interminable espera en el manantial y otro largo sueño trajeron cambios consigo. Los niños se despertaron torturados por un hambre rabiosa. Tom creía que ya estaría en el miércoles o jueves, o quizá en el viernes o sábado, y que los que los buscaban habían abandonado la empresa. Propuso explorar otra galería. Estaba dispuesto a afrontar el peligro de Joe el Indio y cualquier otro terror. Pero Becky estaba muy débil. Se había sumido en una mortal apatía y no quería salir de ella. Dijo que esperaría allí donde estaba, y se moriría… sin tardar mucho. Tom podía explorar con la cuerda de la cometa, si quería; pero le suplicaba que volviera de cuando en cuando para hablarle; y le hizo prometer que cuando llegase el momento terrible estaría a su lado y la cogería de la mano hasta que todo acabase. Tom la besó, con un nudo en la garganta que le ahogaba, a hizo ver que tenía esperanza de encontrar a los buscadores o un escape para salir de la cueva. Y llevando lá cuerda en la mano empezó a andar a gatas por otra de las galerías, martirizado por el hambre y agobiado por los presentimientos de fatal desenlace.

CAPÍTULO XXXII

Transcurrió la tarde del martes y llegó el crepúsculo. El pueblecito de San Petersburgo guardaba aún un fúnebre recogimiento. Los niños perdidos no habían aparecido. Se habían hecho rogativas públicas por ellos y muchas en privado, poniendo los que las hacían su corazón en las plegarias; pero ninguna buena noticia llegaba de la cueva. La mayor parte de los exploradores habían abandonado ya la tarea y habían vuelto a sus ocupaciones, diciendo que era evidente que nunca se encontraría a los desaparecidos. La madre de Becky estaba gravemente enferma y deliraba con frecuencia. Decían que desgarraba el corazón oírla llamar a su hija y quedarse escuchando largo rato, y después volver a hundir la cabeza entre las sábanas, con un sollozo. Tía Polly había caído en una fija y taciturna melancolía y sus cabellos grises se habían tornado blancos casi por completo. Todo el pueblo se retiró a descansar aquella noche triste y descorazonadora.

Muy tarde, a más de media noche, un frenético repiqueteo de las campanas de la iglesia puso en conmoción a todo el vecindario, y en un momento las calles se llenaron de gente alborozada y a medio vestir, que gritaba: «¡Arriba, arriba! ¡Ya han aparecido! ¡Los han encontrado!» Sartenes y cuernos añadieron su estrépito al tumulto; el vecindario fue formando grupos, que marcharon hacia el río, que se encontraron a los niños que venían en un coche descubierto arrastrado por una multitud que los aclamaba, que rodearon el coche y se unieron a la comitiva y entraron con gran pompa por la calle principal lanzando hurras entusiastas.

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