Mark Twain - Las aventuras de Tom Sawyer

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Las aventuras de Tom Sawyer: краткое содержание, описание и аннотация

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«La mayoría de las aventuras que refiero en este libro son reflejo de la realidad, una o dos me han ocurrido a mí mismo, el resto son anécdotas de otros niños, compañeros míos de la escuela. Huck Finn ha existido, Tom Sawyer también, si bien no se trata de un solo individuo, es una combinación de las características de tres chiquillos amigos. Es pues un trabajo arquitectónico de orden compuesto.
Las raras supersticiones de las que doy fe prevalecían entre los niños y los esclavos del Oeste en la época de este relato.
A pesar de que destino este libro a pasatiempo de muchachos, espero que no lo despreciarán los hombres ni las mujeres, ya que en parte está compuesto con la idea de despertar recuerdos del pasado en los adultos y exponer cómo sentían, pensaban y hablaban, y en qué raras empresas se embarcaban».

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Los hijos del galés se fueron en seguida. Cuando salían de la habitación, Huck se puso en pie y exclamó:

– ¡Por favor, no digan a nadie que yo di el soplo! ¡Por favor!

– Muy bien, si tú no quieres, Huck; pero a ti se te debía el agradecimiento por lo que has hecho.

– ¡No, no! No digan nada.

Después de irse sus hijos el anciano galés dijo:

– Esos no dirán nada, ni yo tampoco. Pero ¿por qué no quieres que se sepa!

Huck no se extendió en sus explicaciones más allá de decir que sabía demasiadas cosas de uno de aquellos hombres y que por nada del mundo quería que llegase a su noticia que él, Huck, sabía algo en contra suya, pues lo mataría por ello, sin la menor duda.

El viejo prometió una vez más guardar secreto, y añadió:

– ¿Cómo se te ocurrió seguirlos? ¿Parecían sospechosos?

Huck permaneció callado mientras fraguaba una respuesta con la debida cautela. Después dijo:

– Pues verá usted: yo soy una especie de chico malo; al menos, todo el mundo lo dice, y no tengo nada que responder. Y algunas veces ocurre que no puedo dormir a gusto por ponerme a pensar en ello y como tratando de seguir por mejor camino. Y eso me pasó anoche. No podia dormir y subía por la calle, dándole vueltas al asunto, y cuando llegaba a aquel almacén de ladrillos junto a la Posada de Templanza me recosté de espaldas a la pared para pensar otro rato. Bueno; pues en aquel momento llegan esos dos prójimos y pasan a mi lado con una cosa bajo el brazo, y yo pensé que la habrían robado. El uno iba fumando y el otro le pidió fuego; así es que se pararon delante de mí, y la lumbre de los cigarros les alumbró las caras, y vi que el alto era el español sordomudo, por la barba blanca y el parche en el ojo, y el otro era un fascineroso roto lleno de jirones.

– ¿Y pudiste ver los jirones con la lumbre de los cigarros?

Esto azoró a Huck por un momento. Después respondió:

– Bueno, no sé; pero me parece que lo vi.

– Después ellos echarían a andar, y tú…

– Sí; los seguí. Eso es: quería ver lo que traían entre manos, pues marchaban con tanto recelo. Los seguí hasta el portillo de la finca de la viuda, y me quedé en lo oscuro, y oí al de los harapos interceder por la viuda, y el español juraba que le había de cortar la cara, lo mismo que le dije a usted y a sus dos…

– ¿Cómo? ¡El mudo dijo todo eso!

Huck había dado otro irremediable tropezón. Hacía cuanto podia para impedir que el viejo tuviera el menor barrunto de quién pudiera ser el español, y parecía que su lengua tenía empeño en crearle dificultades a pesar de todos sus esfuerzos. Intentó por diversos medios salir del atolladero, pero el anciano no le quitaba ojo, y se embarulló cads vez más.

– Muchacho -dijo el galés-, no tengas miedo de mí; por nada del mundo te haría el menor daño. No; yo te protegeré…, he de protegerte. Ese español no es sordomudo; se te ha escapado sin querer, y ya no puedes enmendarlo. Tú sabes algo de ese español y no quieres sacarlo a colación. Pues confía en mí: dime lo que es, y fíate de mí: no he de hacerte traición.

Huck miró un momento los ojos sinceros y honrados del viejo, y después se inclinó y murmuró en su oído:

– No es español…, ¡es Joe el Indio!

El galés casi saltó de la silla.

– Ahora se explica todo -dijo-. Cuando hablaste de lo de abrir las narices y despuntar orejas creí que todo eso lo habías puesto de tu cosecha, para adorno, porque los blancos no toman ese género de venganzas. ¡Pero un indio…! Eso ya es cosa distinta.

Mientras despachaban el desayuno siguió la conversación, y el galés dijo que lo último que hicieron él y sus hijos aquella noche antes de acostarse fue coger un farol y examinar el portillo y sus cercanías para descubrir manchas de sangre. No encontraron ninguna; pero sí cogieron un abultado lío.

– ¿De qué? -gritó Huck.

Un rayo no hubiera salido con más sorprendente rapidez que esa pregunta de los dos pálidos labios de Huck. Tenía los ojos fijos fuera de las órbitas, y no respiraba… esperando la respuesta. El galés se sobresaltó, le miró también fijamente durante uno, dos, tres…, diez segundos, y entonces replicó:

– Herramientas de las que usan los ladrones. Pero ¿qué es lo que te pasa?

Huck se reclinó en el respaldo, jadeante, pero, profunda, indeciblemente gozoso. El galés le miró grave, con curiosidad, y al fin le dijo:

– Sí; herramientas de ladrón. Eso parece que te ha consolado. Pero, ¿por qué te pusiste así? ¿Qué creías que íbamos a encontrar en el bulto?

Huck estaba en un callejón sin salida; el ojo escrutador no se apartaba de él; hubiera dado cualquier cosa por encontrar materiales para una contestación aceptable. Nada se le ocurría; el ojo zahorí iba penetrando más y más profundamente; se le ocurrió una respuesta absurda; no tuvo tiempo para sopesarla, y la soltó, a la buena de Dios, débilmente.

– Catecismos quizá.

El pobre Huck estaba harto embarazado para sonreír; pero el viejo soltó una alegre y ruidosa carcajada, hizo sacudirse convulsivamente todas las partes de su anatomía y acabó diciendo que risas así eran mejor que dinero en el bolsillo porque disminuían la cuenta del médico como ninguna otra cosa. Después añadió:

– ¡Pobre, chico! Estás sin color y cansado. No debes de estar bueno. No es de extrañar que se te vaya la cabeza y no estés en tus cabales. Con descansar y dormir quedarás como nuevo.

Huck estaba rabioso de ver que se había conducido como un asno y que había dejado traslucir su sospechosa nerviosidad, pues ya había desechado la idea de que el bulto traído de la posada pudiera ser el tesoro, tan pronto como oyó el coloquio junto al portillo de la finca de la viuda. No había hecho, sin embargo, más que pensar que no era el tesoro, pero no estaba cierto de ello, y por eso la mención de un bulto capturado bastó para hacerle perder la serenidad. Pero, en medio de todo, se alegraba de lo sucedido, pues ahora sabía, sin posibilidad de duda, que lo que llevaba no era el tesoro, y esto le devolvía la tranquilidad y el bienestar a su espíritu. La verdad era que todo parecía marchar por buen camino: el tesoro tenía que estar aún en el número dos, no había de pasar el día sin que aquellos hombres fueran detenidos y encarcelados, y Tom y él podrían apoderarse del oro sin dificultad alguna y sin temor a interrupciones.

Cuando acababan de desayunar llamaron a la puerta. Huck se levantó de un salto, para esconderse, pues no estaba dispuesto a que se le atribuyera ni la más remota conexión con los sucesos de aquella noche. El galés abrió la puerta a varios señores y señoras, entre éstas la viuda de Douglas, y notó que algunos grupos subían la cuesta para contemplar el portillo, señal de que la noticia se había propagado.

El galés tuvo que hacer el relato de los sucesos a sus visitantes. La viuda no se cansaba de expresar su agradecimiento a los que la habían salvado.

– No hable usted más de ello, señora; hay otro a quien tiene que estar más agradecida que a mí y a mis muchachos, pero no quiere que se diga su nombre. De no ser por él, nosotros no hubiéramos estado allí.

Esto, como es de suponer, despertó tan viva curiosidad que casi aminoró la que inspiraba el principal suceso; pero el galés dejó que corroyera las entrañas de sus visitantes y por mediación de ellos las de todo el pueblo, pues no quiso descubrir su secreto. Cuando supieron todo lo que había que saber, la viuda dijo.

– Me quedé dormida leyendo en la cama, y seguí durmiendo durante todo el bullicio. ¿Por qué no fue usted y me despertó?

– Creíamos que no valía la pena. No era fácil que aquellos prójimos volvieran: no les habían quedado herramientas para trabajar; y ¿de qué servía despertar a usted y darle un susto mortal? Mis tres negros se quedaron guardando la casa toda la noche. Ahora acaban de volver.

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