Llegaron más visitantes y hubo que contar y recontar la historia durante otras dos horas.
No había escuela dominical durante las vacaciones, pero todos fueron temprano a la iglesia. El emocionante suceso fue bien examinado y discutido. Se supo que aún no se había encontrado el menor rastro de malhechores. Al acabarse el sermón, el juez Thatcher se acercó a la señora Harper, que salía por el centro de la nave, entre la multitud.
– ¿Pero es que mi Becky se va a pasar durmiendo todo el día? -le dijo-. Ya me figuraba yo que estaría muerta de cansancio.
– ¿Su Becky?
– Sí -contestó el juez alarmado-. ¿No ha pasado la noche en casa de usted?
– ¡Ca! No, señor.
La esposa del juez palideció y se dejó caer sobre un banco, en el momento que pasaba tía Polly hablando apresuradamente con una amiga.
– Buenos días, señoras -dijo-. Uno de mis chicos no aparece. Me figuro que se quedaría a dormir en casa de una de ustedes, y que luego habrá tenido miedo de presentarse en la iglesia. Ya le ajustaré las cuentas.
La señora de Thatcher hizo un débil movimiento negativo con la cabeza y se puso aún más pálida.
– No ha estado con nosotros -dijo la señora Harper, un tanto inquieta. Una viva ansiedad contrajo el rostro de tía Polly
Joe Harper, ¿has visto a mi Tom esta mañana?
Joe hizo memoria, pero no estaba seguro de si le había visto o no. La gente que salía se iba deteniendo. Fueron extendiéndose los cuchicheos y en todas las caras se iba viendo la preocupación y la intranquilidad. Se interrogó ansiosamente a los niños y a los instructores. Todos decían que no habían notado si Tom y Becky estaban a bordo del vapor en el viaje de vuelta; la noche era muy oscura y nadie pensó en averiguar si alguno faltaba. Un muchacho dejó escapar su temor de que estuvieran aún en la cueva. La madre de Becky se desmaulló; tía Polly rompió a llorar, retorciéndose las manos.
La alarma corrió de boca en boca, de grupo en grupo y de calle en calle, y aún no habían pasado cinco minutos cuando las campanas comenzaron a voltear, clamorosas, y todo el pueblo se había echado a la calle. Lo ocurrido en el monte Cardiff se sumió de pronto en la insignificancia; nadie volvió a acordarse de los malhechores; se ensillaron caballos, se tripularon botes, la barca de vapor fue requisada, y antes de media hora doscientos hombres se apresuraban por la carretera o río abajo hacia la caverna.
Durante el lento transcurrir de la tarde el pueblo parecía deshabitado y muerto. Muchas vecinas visitaron a tía Polly y a la señora de Thatcher para tratar de consolarlas, y lloraron con ellas además, y eso era más elocuente que las palabras.
El pueblo entero pasó la interminable noche en espera de noticias; pero la única que se recibió, cuando ya clareaba el día, fue la de «que hacían falta más velas y que enviasen comestibles. La señora de Thatcher y tía Polly éstaban como locas. El juez les mandaba recados desde la cueva para darles ánimos y tranquilizarlas, pero ninguno motivaba esperanzas.
El viejo galés volvió a su casa al amanecer, cubierto de barro y de goterones de sebo de velas, sin poder tenerse de cansancio. Encontró a Huck todavía en la cama que le habían proporcionado, y delirando de fiebre. Los médicos todos estaban en la cueva, así es que la viuda de Douglas había ido para hacerse cargo del paciente. «No sé si es bueno, malo o mediano -dijo-; pero es hijo de Dios y nada que es cosa de Él puede dejarse abandonada.» El galés dijo que no le faltaban buenas cualidades, a lo que replicó la viuda:
– Esté usted seguro de ello. Esa es la marca del Señor y no deja de ponerla nunca. La pone en alguna parte en toda criatura que sale de sus manos.
Al empezar la tarde grupos de hombres derrengados fueron llegando al pueblo; pero los más vigorosos de entre los vecinos continuaban la busca. Todo lo que se llegó a saber fue que se estaban registrando profundidades tan remotas de la cueva que jamás habían sido exploradas; que no había recoveco ni hendedura que no fuera minuciosamente examinado; que por cualquier lado que se fuese por entre el laberinto de galerías, se veían luces que se movían de aquí para allá, y los gritos y las detonaciones de pistolas repercutían en los ecos de los oscuros subterráneos. En un sitio muy lejos de donde iban ordinariamente los turistas habían encontrado los nombres de Tom y Becky trazados con humo sobre la roca y, a poca distancia, un trozo de cinta manchado de sebo. La señora de Thatcher lo había reconocido deshecha en lágrimas, y dijo que aquello sería el único recuerdo que tendría de su niña y que sería el más preciado de todos, porque sería el último que habría dejado en el mundo antes de su horrible fin. Contaban que de cuando en cuando se veía oscilar en la cueva un débil destello de luz en la lejanía, y un tropel de hombres se lanzaba corriendo hacia allá con gritos de alegría, y se encontraban con el amargo desengaño de que no estaban allí los niños: no era sino la luz de alguno de los exploradores.
Tres días y tres noches pasaron lentos, abrumadores, y el pueblo fue cayendo en un sopor sin esperanza. Nadie tenía ánimos para nada. El descubrimiento casual de que el propietario de la Posada de Templaza escondía licores en el establecimiento casi no interesó a la gente, a pesar de la tremenda importancia y magnitud del acontecimiento. En un momento de lucidez, Huck, con débil voz, llevó la conversación a recaer sobre posadas, y acabó por preguntar, temiendo vagamente lo peor, si se había descubierto algo, desde que él estaba malo, en la Posada de Templanza.
– Sí -contestó la viuda.
Huck se incorporó con los ojos fuera de las órbitas.
– ¿Qué? ¿Qué han descubierto?
– ¡Bebidas!…, y han cerrado la posada. Échate, hijo: ¡qué susto me has dado!
– No me digas más que una cosa…, nada más que una ¡por favor! ¿FueTom Sawyer el que las encontró?
La viuda se echó a llorar.
– ¡Calla!, ¡calla! Ya te he dicho antes que no tienes que hablar. Estás muy malito.
Nada habían encontrado, pues, más que licores, pensó Huck: de ser el oro se hubiera armado una gran batahola. Así, pues, el tesoro estaba perdido, perdido para siempre. Pero ¿por qué lloraría ella? Era cosa rara.
Esos pensamientos pasaron oscura y trabajosamente por el espíritu de Huck, y la fatiga que le produjeron le hizo dormirse.
– Vamos, ya está dormido el pobrecillo. ¡Pensar que fuera Tom Sawyer el que lo descubrió! Lástima que no puedan descubrirlo a él! Ya no va quedando nadie que aún conserve bastante esperanza ni bastantes fuerzas para seguir buscándolo.
Volvamos ahora a las aventuras de Tom y Becky en la cueva. Corretearon por los lóbregos subterráneos con los demás excursionistas, visitando las consabidas maravillas de la caverna, maravillas condecoradas con nombres un tanto enfáticos, tales como «El Salón», «La Catedral», «El Palacio de Aladino» y otros por el estilo. Después empezó el juego y algazara del escondite, y Becky y Tom tomaron parte en él con tal ardor, que no tardaron en sentirse fatigados; se internaron entonces por un sinuoso pasadizo, alzando en alto las velas para leer la enmarañada confusión de nombres, fechas, direcciones y lemas con los cuales los rocosos muros habían sido ilustrados -con humo de velas-. Siguieron adelante, charlando, y apenas se dieron cuenta de que estaban ya en una parte de la cueva cuyos muros permanecían inmaculados. Escribieron sus propios nombres bajo una roca salediza, y prosiguieron su marcha. Poco después llegaron a un lugar donde una diminuta corriente de agua, impregnada de un sedimento calcáreo, caía desde una laja, y en el lento pasar de las edades había formado un Niágara con encajes y rizos de brillante a imperecedera piedra. Tom deslizó su cuerpo menudo por detrás de la pétrea cascada para que Becky pudiera verla iluminada. Vio que ocultaba una especie de empinada escalera natural encerrada en la estrechez de dos muros, y al punto le entró la ambición de ser un descubridor. Becky respondió a su requerimiento. Hicieron una marca con el humo, para servirles más tarde de guía, y emprendieron el avance. Fueron torciendo a derecha a izquierda, hundiéndose en las ignoradas profundidades de la caverna; hicieron otra señal, y tomaron por una ruta lateral en busca de novedades que poder contar a los de allá arriba. En sus exploraciones dieron con una gruta, de cuyo techo pendían multitud de brillantes estalactitas de gran tamaño. Dieron la vuelta a toda la cavidad, sorprendidos y admirados, y luego siguieron por uno de los numerosos túneles que allí desembocaban. Por allí fueron a parar a un maravilloso manantial, cuyo cauce estaba incrustado como con una escarcha de fulgurantes cristales. Se hallaba en una caverna cuyo techo parecía sostenido por muchos y fantásticos pilares formados al unirse las estalactitas con las estalagmitas, obra del incesante goteo durante siglos y siglos. Bajo el techo, grandes ristras de murciélagos se habían agrupado por miles en cada racimo. Asustados por el resplandor de las velas, bajaron en grandes bandadas, chillando y precipitándose contra las luces. Tom sabía sus costumbres y el peligro que en ello había. Cogió a Becky por la mano y tiró de ella hacia la primera abertura que encontró; y no fue demasiado pronto, pues un murciélago apagó de un aletazo la vela que llevaba en la mano en el momento de salir de la caverna. Los murciélagos persiguieron a los niños un gran trecho; pero los fugitivos se metían por todos los pasadizos con que topaban, y al fin se vieron libres de la persecución. Tom encontró poco después un lago subterráneo que extendía su indecisa superficie a lo lejos, hasta desvanecerse en la oscuridad. Quería explorar sus orillas, pero pensó que sería mejor sentarse y descansar un rato antes de emprender la exploración. Y fue entonces cuando, por primera vez, la profunda quietud de aquel lugar se posó como una mano húmeda y fría sobre los ánimos de los dos niños.
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