Mark Twain - Las aventuras de Tom Sawyer

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Las aventuras de Tom Sawyer: краткое содержание, описание и аннотация

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«La mayoría de las aventuras que refiero en este libro son reflejo de la realidad, una o dos me han ocurrido a mí mismo, el resto son anécdotas de otros niños, compañeros míos de la escuela. Huck Finn ha existido, Tom Sawyer también, si bien no se trata de un solo individuo, es una combinación de las características de tres chiquillos amigos. Es pues un trabajo arquitectónico de orden compuesto.
Las raras supersticiones de las que doy fe prevalecían entre los niños y los esclavos del Oeste en la época de este relato.
A pesar de que destino este libro a pasatiempo de muchachos, espero que no lo despreciarán los hombres ni las mujeres, ya que en parte está compuesto con la idea de despertar recuerdos del pasado en los adultos y exponer cómo sentían, pensaban y hablaban, y en qué raras empresas se embarcaban».

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Todo el pueblo estaba iluminado; nadie pensó en volverse a la cama; era la más memorable noche en los anales de aquel apartado lugar. Durante media hora una procesión de vecinos desfiló por la casa del juez Thatcher, abrazó y besó a los recién encontrados, estrechó la mano de la señora de Thatcher, trató de hablar sin que la emoción se lo permitiese, y se marchó regando de lágrimas toda la casa.

La dicha de tía Polly era completa; y casi lo era también la de la madre de Becky Lo sería del todo tan pronto como el mensajero enviado a toda prisa a la cueva pudiese dar noticias a su marido.

Tom estaba tendido en un sofá rodeado de un impaciente auditorio, y contó la historia de la pasmosa aventura, introduciendo en ella muchos emocionantes aditamentos para mayor adorno, y la terminó con el relato de cómo recorrió dos galerías hasta donde se lo permitió la longitud de la cuerda de la cometa; cómo siguió después una tercera hasta el límite de la cuerda, y ya estaba a punto de volverse atrás cuando divisó un puntito remoto que le parecía luz del día; abandonó la cuerda y se arrastró hasta allí, sacó la cabeza y los hombros por un angosto agujero y vio el ancho y ondulante Misisipí deslizarse a su lado. Y si llega a ocurrir que fuera de noche, no hubiera visto el puntito de luz y no hubiera vuelto a explorar la galería. Contó cómo volvió donde estaba Becky y le dio, con precauciones, la noticia, y ella le dijo que no la mortificase con aquellas cosas porque estaba cansada y sabía que iba a morir y lo deseaba. Relató cómo se esforzó para persuadirla, y cómo ella pareció que iba a morirse de alegría cuando se arrastró hasta donde pudo ver el remoto puntito de claridad azulada; cómo consiguió salir del agujero y después ayudó para que ella saliese; cómo se quedaron allí sentados y lloraron de gozo; cómo llegaron unos hombres en un bote y Tom los llamó y les contó su situación y que perecían de hambre; cómo los hombres no querían creerle al principio, «porque -decían- estáis cinco millas río abajo del Valle en que está la cueva», y después los recogieron en el bote, los llevaron a una casa, les dieron de cenar, los hicieron descansar hasta dos o tres horas después de anochecido y, por fin, los trajeron al pueblo.

Antes de que amaneciese se descubrió el paradero, en la cueva, del juez Thatcher y de los que aún seguían con él, por medio de cordeles que habían ido tendiendo para servirles de guía, y se les comunicó la gran noticia.

Los efectos de tres días y tres noches de fatiga y de hambre no eran cosa baladí y pasajera, según pudieron ver Tom y Becky. Estuvieron postrados en casa dos días siguientes, y cada vez parecían más cansados y desfallecidos. Tom se levantó un poco el jueves, salió a la calle el viernes, y para el sábado ya estaba como nuevo; pero Becky siguió en cama dos o tres días más, y cuando se levantó parecía que había pasado una larga y grave enfermedad.

Tom se enteró de la enfermedad de Huck y fue a verlo; pero no lo dejaron entrar en la habitación del enfermo ni aquel día ni en los siguientes. Le dejaron verle después todos los días; pero le advirtieron que nada debía decir de la aventura, ni hablar de cosas que pudieran excitar al paciente. La viuda de Douglas presenció las visitas para ver que se cumplían esos preceptos. Tom supo en su casa del acontecimiento del monte Cardiff, y también que el cadáver del hombre harapiento había sido encontrado junto al embarcadero: sin duda se había ahogado mientras intentaba escapar.

Un par de semanas después de haber salido de la cueva fue Tom a visitar a Huck, el cual estaba ya sobradamente repuesto y fortalecido para oír hablar de cualquier tema, y Tom sabía de algunos que, según pensaba, habían de interesarle en alto grado. La casa del juez Thatcher le pillaba de camino, y Tom se detuvo allí para ver a Becky El juez y algunos de sus amigos le hicieron hablar, y uno de ellos le preguntó, con ironía, si le gustaría volver a la cueva. Tom dijo que sí y que ningún inconveniente tendría en volver.

– Pues mira -dijo el juez-, seguramente no serás tú el único. Pero ya hemos pensado en ello. No volverá nadie a perderse en la cueva.

– ¿Por qué?

– Porque hace dos semanas que he hecho forrar la puerta con chapa de hierro y ponerle tres cerraduras. Y tengo yo las llaves.

Tom se quedó blanco como un papel.

– ¿Qué te pasa, muchacho? ¿Qué es eso? ¡Que traigan agua en seguida!

Trajeron el agua y le rociaron la cara.

– Vamos, ya estás mejor. ¿Qué era lo que te pasaba, Tom?

– ¡Señor juez, Joe el Indio está en la cueva!

CAPÍTULO XXXIII

En pocos minutos cundió la noticia, y una docena de botes estaban en marcha, y detrás siguió el vapor, repleto de pasajeros. Tom Sawyer iba en el mismo bote que conducía al Juez. Al abrir la puerta de la cueva un lastimoso espectáculo se presentó a la vista en la densa penumbra de la entrada. Joe el Indio estaba tendido en el suelo, muerto, con la cara pegada a la juntura de la puerta, como si sus ojos anhelantes hubieran estado fijos hasta el último instante en la luz y en la gozosa libertad del mundo exterior. Tom se sintió conmovido porque sabía por experiencia propia cómo habría sufrido aquel desventurado. Sentía compasión por él, pero al propio tiempo una bienhechora sensación de descanso y seguridad, que le hacía ver, pues hasta entonces no había sabido apreciarlo por completo, la enorme pesadumbre del miedo que le agobiaba desde que había levantado su voz contra aquel proscrito sanguinario.

Junto a Joe estaba su cuchillo, con la hoja partida. La gran viga que servía de base a la puerta había sido cortada poco a poco, astilla por astilla, con infinito trabajo: trabajo que, además, era inútil, pues la roca formaba un umbral por fuera y sobre aquel durísimo material la herramienta no había producido efecto; el único daño había sido para el propio cuchillo. Pero aunque no hubiera habido el obstáculo de la piedra, el trabajo también hubiera sido inútil, pues aun cortada la viga por completo Joe no hubiera podido hacer pasar su cuerpo por debajo de la puerta, y él lo sabía de antemano. Había estado, pues, desgastando con el cuchillo únicamente por hacer algo; para no sentir pasar el tiempo, para dar empleo a sus facultades impotentes y enloquecidas. Siempre se encontraban algunos cabos de vela clavados en los intersticios de la roca que formaba este vestíbulo, dejados allí por los excursionistas; pero no se veía ninguno. El prisionero los había buscado para comérselos. También había logrado cazar algunos murciélagos, y los había devorado sin dejar más que las uñas. El desventurado había muerto de hambre. Allí cerca se había ido elevando lentamente desde el suelo, durante siglos y siglos, una estalagmita construida por la gota de agua que caía de una estalactita en lo alto. El prisionero había roto la estalagmita y sobre el muñón había colocado un canto en el cual había tallado una ligera oquedad para recibir la preciosa gota, que cala cada veinte minutos, con la precisión desesperante de un mecanismo de relojería: una cucharadita cada veinticuatro horas. Aquella gota estaba cayendo cuando las pirámides de Egipto eran nuevas, cuando cayó Troya, cuando se pusieron los cimientos de Roma, cuando Cristo fue crucificado, cuando el Conquistador creó el imperio británico, cuando Colón se hizo a la vela. Está cayendo ahora; caerá todavía, cuando todas esas cosas se hayan desvanecido en las lejanías de la historia y en la penumbra de la tradición y se hayan perdido para siempre en la densa noche del olvido. ¿Tienen todas las cosas una finalidad y una misión? ¿Ha estado esta gota cayendo pacientemente cinco mil años para estar preparada a satisfacer la necesidad de este efímero insecto humano, y tiene algún otro importante fin que llenar dentro de diez mil años? No importa. Hace ya muchos que el desdichado mestizo ahuecó la piedra para recoger las gotas inapreciables; pero aun hoy día nada atrae y fascina los ojos del turista como la trágica piedra y el pausado gotear del agua, cuando va a contemplar las maravillas de la cueva de McDougal. «La copa de Joe el Indio» ocupa el primer lugar en la lista de las curiosidades de la caverna. Ni siquiera el «Palacio de Aladino» puede competir con ella.

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