Joe el Indio fue enterrado cerca de la boca de la cueva; la gente acudió al acto en botes y carros desde el pueblo y desde todos los caseríos y granjas de siete millas a la redonda; trajeron con ellos los chiquillos y toda suerte de provisiones de boca, y confesaban que lo habían pasado casi tan bien en el entierro como lo hubieran pasado viéndolo ahorcar.
Este entierro impidió que tomase mayores vuelos una cosa que estaba ya en marcha: la petición de indulto a favor de Joe el Indio al gobernador del Estado. La petición tenía ya numerosas firmas; se habían celebrado multitud de lacrimosos y elocuentes mítines y se había elegido un comité de mujeres sin seso para ver al gobernador, enlutadas y llorosas, a implorarle que se condujese como un asno benévolo y echase a un lado todos sus deberes. Se decía que Joe el Indio había matado a cinco habitantes de la localidad; pero ¿qué importaba eso? Si hubiera sido Satanás en persona no hubieran faltado gentes tiernas de corazón para poner sus firmas al pie de una solicitud de perdón y mojarla con una lágrima siempre pronta a escaparse del inseguro y agujereado depósito.
Al día siguiente del entierro, Tom se llevó a Huck a un lugar solitario para departir con él graves asuntos. Ya para entonces la viuda de Douglas y el galés habían informado a Huck de todo lo concerniente a la aventura de Tom; pero éste dijo que debía de haber una cosa de la cual no le habían dicho nada, y de ella precisamente quería hablarle ahora.
A Huck se le ensombreció el semblante.
Ya sé lo que es -dijo-. Tú fuiste al número dos y no encontraste más que whisky. Nadie me ha dicho que fueras tú; pero yo me figuré que tú eras en cuanto oí hablar de los del whisky; y me figuré que no habías cogido el dinero, porque ya te hubieras puesto al habla conmigo de un modo o de otro, y me lo hubieras contado a mí aunque no se lo dijeses a nadie más. Ya me daba el corazón que nunca nos haríamos con aquel tesoro.
– No, Huck, no acusé yo al amo de la posada. Tú sabes que nada le había ocurrido cuando yo fui a la merienda. ¿No te acuerdas que tú ibas a estar allí de centinela aquella noche?
– ¡Es verdad! Parece que ya hace años de eso. Fue la noche en que fui siguiendo a Joe el Indio hasta la casa de la viuda.
– ¿La seguiste tú?
– Sí…, pero no hables de eso. Puede ser que Joe haya dejado amigos. No quiero que vengan contra mí y me jueguen malas partidas. Si no hubiera sido por mí estaría a estas horas en Texas, tan fresco.
Entonces contó Huck, confidencialmente, todos los detalles de su aventura, pues el galés sólo le había contado a Tom una parte de ella.
– Bueno -dijo Huck después, volviendo al asunto principal-, quienquiera que cogió el whisky, echó mano también al dinero y, a lo que a mí me parece, ya no lo veremos nosotros, Tom.
– Huck, el dinero no estuvo nunca en el número dos.
– ¡Qué! -exclamó Huck examinando ansiosamente la cara de su compañero- ¿Estás otra vez en la pista de esos cuartos?
– ¡Están en la cueva!
Los ojos de Huck resplandecieron.
– ¡Vuelve a decirlo, Tom!
– El dinero está en la cueva.
– Tom, ¡di la verdad! ¿Es en broma o en serio?
– En serio, Huck. En mi vida hablé más en serio. ¿Quieres venir a la cueva y ayudarme a sacarlo?
– ¡Ya lo creo! Cuando quieras, si está donde podamos llegar sin que nos perdamos.
– Hacerlo es lo más fácil del mundo.
– ¡Qué gusto! ¿Y qué te hace pensar que el dinero está allí?
– Espérate a que estemos allí, Huck. Si no lo encontramos me comprometo a darte mi tambor y todo lo que tengo en el mundo. Te lo juro.
– Muy bien. ¿Cuándo quieres que vayamos?
– Ahora mismo, si tú lo dices. ¿Tendrás bastantes fuerzas?
– ¿Está muy adentro de la cueva? Ya hace tres o cuatro días que me tengo de pie; pero no podré andar más de una milla, al menos me parece que podría andarla.
Hay cinco millas hasta allí, por el camino que iría otro cualquiera que no fuera yo; pero hay un atajo que nadie sabe más que yo. Huck, yo te llevaré hasta allí en un bote. Voy a dejar que el bote baje con la corriente hasta cierto sitio, y luego lo traeré yo solo remando. No necesitas mover una mano.
– Vámonos en seguida, Tom.
– Está bien; necesitamos pan y algo de comida, las pipas, un par de saquitos, dos o tres cuerdas de cometas y algunas de esas cosas nuevas que llaman cerillas fosfóricas. ¡Cuántas veces las eché de menos cuando estuve allí la otra vez!
Un poco después de mediodía los muchachos tomaron en préstamo un pequeño bote, de un vecino que estaba ausente, y en seguida se pusieron en marcha.
Cuando ya estaban algunas millas más abajo del «Barranco de la Cueva», dijo Tom:
– Ahora estás viendo esa ladera que parece toda igual según se baja desde el «Barranco de la Cueva»: no hay casas, serrerías, nada sino matorrales, todos parecidos. Pero, ¿ves aquel sitio blanco allá arriba, donde ha habido un desprendimiento de tierras? Pues ésa es una de mis señales. Ahora vamos a desembarcar.
Saltaron a tierra.
– Mira, Huck, desde donde estás ahora podías tocar el agujero con una caña de pescar. Anda a ver si das con él.
Huck buscó por todas partes y nada encontró. Tom, con aire de triunfo, penetró en una espesura de matorrales.
– ¡Aquí está! -dijo-. Míralo, Huck. Es el agujero mejor escondido que hay en todo el país. No se lo digas a nadie. Siempre he estado queriendo ser bandolero, pero sabía que necesitaba una cosa como ésta, y la dificultad estaba en tropezar con ella. Ahora ya la tenemos, y hay que guardar el secreto. Sólo se lo diremos a Joe Harper y Ben Rogers, porque, por supuesro, tiene que haber una cuadrilla, y si no, no parecería bien. ¡La cuadrilla de Tom Sawyer!… Suena bien, ¿no es verdad, Huck?
Ya lo creo, Tom. ¿Y a quién vamos a robar?
– Pues a casi todo el mundo. Secuestrar gente… es lo que más se acostumbra.
– Y matarlos.
– No, no siempre. Tenerlos escondidos en la cueva hasta que paguen rescate.
– ¿Qué es rescate?
– Dinero. Se les hace que sus parientes reúnan todo el dinero que puedan, y después que se los ha tenido un año presos, si no pagan, se les mata. Unicamente no se mata a las mujeres: se las tiene encerradas, pero se les perdona la vida. Son siempre guapísimas y ricas y están la mar de asustadas. Se les roba los relojes y cosas así, pero siempre se quita uno el sombrero y se les habla con finura. No hay nadie tan fino como los bandoleros: eso lo puedes ver en cualquier libro. Bueno, las mujeres acaban por enamorarse de uno, y después que han estado en la cueva una semana o dos ya no lloran más, y después de eso ya no hay modo de hacer que se marchen. Si uno las echa fuera, en seguida dan la vuelta y allí están otra vez. Así está en todos los libros.
– Pues entonces es la mejor cosa del mundo. Me parece que es mejor que ser pirata.
– Sí; en algunas cosas es mejor, porque se está más cerca de casa y de los circos y de todo eso…
Para entonces ya estaban hechos los preparativos, y los muchachos, yendo Tom delante, penetraron por el boquete. Llegaron trabajosamente hasta el final del túnel; después ataron las cuerdas y prosiguieron la marcha. A los pocos pasos estaban en el manantial, y Tom sintió correrle un escalofrío por todo el cuerpo. Enseñó a Huck el trocito de pabilo sujeto al muro con una pella de barro, y le contó cómo Becky y él habían estado mirando la agonía de la llama hasta que se apagó.
Siguieron hablando en voz muy baja, porque el silencio y la lobreguez de aquel lugar sobrecogía sus espíritus. Marcharon adelante y entraron después por la otra galería, explorada por Tom, hasta que llegaron al borde cortado a pico. Con las velas pudieron ver que no era realmente un despeñadero, sino un declive de arcilla de siete o diez metros de altura. Tom murmuró:
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