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Mark Twain: Las aventuras de Tom Sawyer

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Mark Twain Las aventuras de Tom Sawyer

Las aventuras de Tom Sawyer: краткое содержание, описание и аннотация

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«La mayoría de las aventuras que refiero en este libro son reflejo de la realidad, una o dos me han ocurrido a mí mismo, el resto son anécdotas de otros niños, compañeros míos de la escuela. Huck Finn ha existido, Tom Sawyer también, si bien no se trata de un solo individuo, es una combinación de las características de tres chiquillos amigos. Es pues un trabajo arquitectónico de orden compuesto. Las raras supersticiones de las que doy fe prevalecían entre los niños y los esclavos del Oeste en la época de este relato. A pesar de que destino este libro a pasatiempo de muchachos, espero que no lo despreciarán los hombres ni las mujeres, ya que en parte está compuesto con la idea de despertar recuerdos del pasado en los adultos y exponer cómo sentían, pensaban y hablaban, y en qué raras empresas se embarcaban».

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– Ahora voy a enseñarte una cosa, Huck.

– Levantó la vela cuanto pudo y prosiguió:

– Mira al otro lado de la esquina estirándote todo lo que puedas. Allí en aquel peñasco grande…, pintada con humo de vela…

– ¡Es una cruz, Tom!

– Y ahora, ¿dónde está tu número dos? «Debajo de la cruz» , ¿eh? Allí mismo es donde vi a Joe el Indio sacar la mano con la vela.

Huck se quedó mirando un rato al místico emblema y luego dijo con voz trémula:

– ¡Vamos a escapar de aquí, Tom!

– ¡Qué! ¿Y dejar el tesoro?

– Sí, dejarlo. El ánima de Joe el Indio anda por aquí, seguro.

– No, Huck, no anda por ahí. Rondará por el sitio donde murió, allá en la entrada de la cueva, a cinco millas de aquí.

– No, Tom. Estará aquí rondando los dólares. Yo sé lo que les gusta a los fantasmas, y tú también.

Tom empezaba a pensar que acaso Huck tuviera razón. Mil temores le asaltaban. Pero de pronto se le ocurrió una idea:

– ¡No seamos tontos, Huck! ¡El espíritu de Joe el Indio no puede venir a rondar donde hay una cruz!

El argumento no tenía vuelta de hoja. Produjo su efecto.

– No se me ha ocurrido, Tom; pero es verdad. Suerte ha sido que esté ahí la cruz. Bajaremos por aquí y nos pondremos a buscar la caja.

Tom bajó primero, excavando huecos en la arcilla para servir de peldaños. Huck siguió detrás. Cuatro galerías se abrían en la caverna donde estaba la roca grande. Los muchachos recorrieron tres de ellas sin resultado. En la más próxima a la base de la roca encontraron un escondrijo con una yacija de mantas extendida en el suelo; había además unos tirantes viejos, unas cortezas de tocino y los huesos, mondos y bien roídos, de dos o tres gallinas.

Pero no había la caja con dinero. Los muchachos buscaron y rebuscaron en vano. Tom reflexionó.

– El dijo bajo la cruz. Bien; esto viene a ser lo que está más cerca de la cruz. No puede ser bajo la roca misma porque no queda hueco entre ella y el piso.

Rebuscaron de nuevo por todas partes y al cabo se sentaron desalentados. A Huck no se le ocurría ninguna idea.

– Mira, Huck -dijo Tom después de un rato-; hay pisadas y goterones de vela en el barro por un lado de esta peña, pero no por los otros. ¿Por qué es eso? Apuesto a que el dinero está debajo de la peña. Voy a cavar en la arcilla.

– ¡No está eso mal, Tom! -dijo Huck reanimándose. El «verdadero Barlow» de Tom entró en seguida en acción, y no habían ahondado cuatro pulgadas cuando tocó maderas.

– ¡Eh, Huck! ¿Lo oyes?

Huck empezó a escarbar con furia. Pronto descubrieron unas tablas y las levantaron. Ocultaban una ancha grieta natural que se prolongaba bajo la roca. Tom se metió dentro, alumbrando con la vela lo más lejos que pudo por debajo de la peña; pero dijo que veía el fin de aquello. Propuso que lo explorasen y se metió por debajo de la roca, con Huck a la zaga. La estrecha cavidad descendía gradualmente. Siguieron su quebrado curso, primero hacia la derecha, y a la izquierda después. Tom dobló una rápida curva y exclamó:

– ¡Huck, Huck!, ¡mira aquí!

Era la caja del tesoro, sin duds posible, colocada en una diminuta caverna, en compañía de un barril de pólvora, dos fusiles con fundas de cuero, dos o tres pares de mocassins [8] viejos, un cinturón y otras cosas heterogéneas, todo empapado por la humedad de las goteras.

– ¡Ya lo tenemos! -dijo Huck hundiendo las manos en las mohosas monedas- ¡Pero si somos ricos, Tom!

– Huck, yo siempre pensé que sería para nosotros. Parece cosa demasiado buena para creerla, pero aquí lo tenemos. ¡Aquí está! Ahora, no gastaremos tiempo; vamos a sacarlo fuera. Déjame ver si puedo sacar la caja.

Pesaba unos veinticinco kilos. Tom podía levantarla un poco, pero no podía cargar con ella.

Ya lo pensaba yo -dijo-; parecía que les pesaba mucho cuando se la llevaban de la casa encantada, y me fijé en ello. He hecho bien en traer las talegas.

En un momento metieron el dinero en los sacos y los subieron hasta la roca donde estaba la cruz.

– Ahora vamos a buscar las escopetas y aquellas otras cosas -dijo Huck.

– No, Huck; déjalas allí. Son precisamente lo que nos hace falta cuando nos metamos en el bandidaje. Vamos a tenerlas allí siempre, y, además, celebraremos allí nuestras orgías. Es un sitio que ni pintado para orgías.

– ¿Qué son orgías?

– No lo sé. Pero los bandoleros siempre tienen orgías y, por supuesto, nosotros tendremos que tenerlas también. Vamos andando, Huck, que hemos estado aquí mucho tiempo y se nos hace tarde. Además, tengo hambre. Comeremos y fumaremos en el bote.

Aparecieron después en la espesura del matorral. Miraron cautelosamente en tomo, vieron que no andaba nadie por allí, y poco después estaban almorzando en el bote. Cuando el sol descendía ya hacia el ocaso desatracaron y emprendieron la vuelta. Tom fue bordeando la orilla durante el largo crepúsculo, charlando alegremente con Huck, y desembarcaron ya de noche.

– Ahora, Huck -dijo Tom-, vamos a esconder el dinero en el desván de la leñera de la viuda, y yo iré por la mañana a contarlo para hacer el reparto, después buscaremos un sitio en el bosque donde esté seguro. Tú te quedas aquí y cuidas de los sacos, mientras yo voy corriendo y cojo el carrito de Benny Taylor. No tardo un minuto.

Desapareció, y a poco se presentó con el carro, puso en él los dos sacos, los tapó con unos trapos y echó a andar arrastrando su carga. Cuando llegaron frente a la casa del galés se pararon para descansar. Ya se disponían a seguir su camino, cuando salió el galés a la puerta.

– ¡Eh!, ¿quién va ahí? -dijo.

– Huck y Tom Sawyer.

– ¡Magnífico! Veníos conmigo, chicos, que estáis haciendo esperar a todos. ¡Hala, deprisa! Yo os llevaré el carro. Pues pesa más de lo que parece… ¿Qué lleváis aquí, ladrillos o hierro viejo?

– Metal viejo -contestó Tom.

Ya me parecía. Los chicos de este pueblo gastan más trabajo y más tiempo en buscar cuatro pedazos de hierro viejo para venderlo en la fundición, que gastarían en ganar doble dinero trabajando como Dios manda. Pero así es la humanidad. ¡Deprisa, chicos, deprisa!

Los chicos le preguntaron el porqué de aquel apresuramiento.

– No os preocupéis; lo veréis en cuanto lleguemos a casa de la viuda.

Huck dijo, con cierta escama, porque estaba de antiguo acostumbrado a falsas acusaciones:

– Míster Jones, no hemos estado haciendo nada.

El galés se echó a reír.

– De eso no sé nada, Huck. Yo no sé nada. ¿No estáis la viuda y tú en buenos términos?

– Sí. Al menos ella ha sido buena conmigo.

– Pues entonces, ¿qué tienes que temer?

Esta pregunta no estaba aún satisfactoriamente resuelta en la despaciosa mente de Huck cuando fue empujado, juntamente con Tom, en el salón de recibir de la viuda. Jones dejó el carro a la puerta y entró tras ellos.

El salón estaba profusamente iluminado, y toda la gente de alguna importancia en el pueblo estaba allí: los Thatcher, los Harper, los Rogers, tía Polly, Sid, Mary, el reverendo pastor, el director del periódico y muchos más, todos vestidos con el fondo del área. La viuda recibió a los muchachos con tanta amabilidad como hubiera podido mostrar cualquiera ante dos seres de aquellas trazas. Estaban cubiertos de la cabeza a los pies de barro y de sebo. Tía Polly se puso colorada como un tomate, de pura vergüenza, y frunció el ceño a hizo señas amenazadoras a Tom. Pero nadie sufrió tanto, sin embargo, como los propios chicos.

– Tom no estaba en casa todavía -dijo el galés; así es que desistí de traerlo; pero me encontré con él y con Huck en mi misma puerta y me los traje más que a paso.

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