Fred Vargas - Los Que Van A Morir Te Saludan

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Claudio, Tiberio y Nerón son tres estudiantes franceses que viven en Roma. Claudio es un chico mimado, egoísta, tierno y mujeriego, Tiberio, el huérfano, el más guapo y brillante de los tres, es un apasionado del latín clásico, Nerón es amoral, esteta y se peina a la antigua. Juntos conforman un grupo curioso, divertido y entrañable. En pleno mes de junio se ven inmersos en una aventura frenética, que conmueve los pilares de sus vidas y pone en entredicho su amistad. Henri Valhubert, coleccionista de arte parisino -y padre de Claudio-, es asesinado una noche de fiesta delante del palacio Farnesio, entre antorchas y muchedumbres ebrias. ¿Qué venía a hacer a Roma? ¿Y cómo ha podido beber una copa de cicuta? Al mismo tiempo, se descubre que unos valiosísimos dibujos de Miguel Ángel han sido robados de la Biblioteca Vaticana. ¿Tiene el crimen algo que ver con estas extrañas desapariciones?.

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Vio desde bastante lejos el grupo de policías que había bloqueado la circulación en la mitad de la avenida. Corrió. En el bolsillo de su chaqueta estaba el informe, que había doblado e introducido en un sobre aquella mañana. «¡Qué tontería, mi pobre Richard! ¿Pero no te das cuenta de nada?» ¿Pero de qué habría tenido que darse cuenta? ¿De qué?

Ruggieri escuchaba a un testigo cuando Valence lo alcanzó. El cuerpo estaba bajo una lona y rodeado por diez polis. Ruggieri lo contempló mientras se aproximaba.

– Está sofocado, señor Valence -dijo-. Me advirtieron de que estaba buscándome. Siento no haberle llamado pero comprenderá que con esto… No he tenido tiempo. Esto lo cambia todo. Me temo que nos equivocábamos de pista desde el principio.

Ruggieri se volvió hacia el testigo que esperaba. Estaba empapado de sudor.

Valence se aproximó al cuerpo cubierto y se puso en cuclillas apoyando las dos manos en el suelo. El suelo no le parecía estable. Uno de los ordenanzas se apresuró a hacerlo retroceder.

– Déjelo -intervino Ruggieri-. Tiene derecho a verlo. Le advierto, señor Valence, que es penoso, pero si insiste…

Valence respiró con fuerza e hizo un signo al ordenanza.

– Alce la lona -le dijo suavemente.

Con una mueca el poli rodeó el cuerpo y retiró la lona para mostrar la parte superior del cadáver.

Ruggieri vigilaba a Valence. Ya había habido tres desmayos desde aquella mañana, y la lividez del rostro de Ruggieri no presagiaba nada bueno. Pero Valence no se desmayó. Al contrario, pareció relajarse.

– Es Maria Verdi -murmuró Valence alzándose pesadamente-. Es Maria Verdi, la Santa Conciencia de los Archivos Sagrados del Vaticano.

– ¿No lo sabía?

Valence hizo un gesto que significaba que no quería que le dirigiesen la palabra. Extendió la lona sobre el rostro regular y afectado de la italiana y, sólo en aquel momento preciso, su mano tembló violentamente.

– Está cansado, señor Valence -dijo Ruggieri-. Puede ir a esperarme a mi despacho, casi he terminado aquí.

Llegó una camilla. Alzaron el cuerpo y las puertas de la furgoneta se cerraron tras él. Valence se dio media vuelta y se fue.

El hotel Garibaldi estaba a dos pasos. Encontró a Laura en el bar sentada sobre un taburete alto, con aire de desentenderse de todo lo que la rodeaba. Valence se sentó a su lado y pidió un whisky. Temblaba todavía ligeramente. Laura lo miró.

– Quiero estar sola -dijo.

Valence se mordió los labios. Era mejor esperar y beber un poco de whisky antes de hablar para así poder estar tan distendido con ella como la noche anterior.

– Ha ocurrido algo esta mañana -dijo al fin volviendo a posar su copa.

– Mi pobre Richard, si comprendieses lo poco que me importa.

– Alguien le ha cortado el cuello a Maria Verdi, la Conciencia de la Vaticana, a las tres de la mañana en la via della Conciliazione.

– ¿Qué tenían contra esa pobre mujer?

– Aún no lo sé. ¿La conocías?

– Claro. Un poco. Llevo tanto tiempo frecuentando la Vaticana… Maria ya estaba allí cuando Henri hizo sus estudios. Los chicos me hablan de ella a menudo.

– ¿Dónde estabas anoche a las tres?

– ¿Sigues insistiendo? ¿Abres un nuevo capítulo?

– Me dejaste alrededor de las dos y media de la madrugada. Hace falta un cuarto de hora para llegar a la via della Conciliazione estando sobrio, y una media hora si estás borracho.

– ¿Hoy no escribes? ¿No tomas notas? ¿Crees que voy a hablar así, en vacío, sin que nadie consigne mis frases? Ni lo sueñes, Richard. Venga, vete, ya no tengo ganas de verte.

Valence no se movió.

– Entonces, soy yo la que se va -dijo Laura dejándose caer desde el taburete.

Atravesó el bar.

– De hecho, Richard -dijo desde la puerta sin volverse-, anoche no pasé por la Conciliazione. A ver qué coño haces con eso. Intenta saber si miento o no. Eso te mantendrá ocupado.

XXV

Valence volvió a pasar por su hotel para cambiarse completamente. Sacó el informe de su chaqueta y lo tiró sobre su mesa. Tendría que revisar todo aquello, después del nuevo asesinato. En unas horas, las cosas se habían embrollado, y lo peor era que en aquel instante se sentía incapaz de comprender nada. Desde que se levantó, los acontecimientos lo habían empujado de un lugar a otro como a una marioneta. El tren para Milán partiría dentro de dos horas, con su salvación al alcance de la mano. Aún tenía tiempo de abandonarlo todo, pero esa misma decisión le parecía demasiado compleja para debatirla. Se sintió casi feliz cuando descubrió que Tiberio estaba de nuevo en su puesto ante la puerta del hotel. Aquello le evitaría llegar solo hasta el despacho de Ruggieri. Por otro lado, le pareció casi natural encontrárselo en su camino con aquella fidelidad tenaz.

– No tienes buen aspecto -le dijo Valence.

– Tú tampoco -dijo Tiberio.

Valence recibió este tuteo repentino con un poco de rigidez. Pero se sentía demasiado mal para encontrar la energía necesaria y poner a Tiberio en su sitio.

– ¿Cómo se te ocurre tutearme? -dijo solamente.

– Los príncipes hacen ese honor a los moribundos -comentó Tiberio.

– Qué alegría.

– No es tan triste. Yo, por mi parte, he estado muerto ayer por la noche.

– ¿Ah, sí?

– Claudio y Nerón me han velado hasta las dos de la mañana. Después Nerón se derrumbó de sueño como un bloque sobre la acera y Claudio me sugirió que quizás era suficiente. Entonces se fueron a acostar y yo estuve caminando un rato antes de volver a casa. Y desde que Lorenzo me comunicó el asesinato de la Santa Conciencia, me encuentro mejor, aunque la apreciaba y el hecho de verla así, desparramada, me produjo náuseas durante dos horas. Entonces, si yo estoy mejor, es lógico que usted esté peor.

– Explícate.

– Laura no ha matado a la Santa Conciencia porque no tendría sentido. Esas dos mujeres no tenían ninguna relación entre ellas. ¿Qué podía saber la Santa Conciencia que amenazase a Laura? Nada. La Santa Conciencia no sabía gran cosa en general, a excepción de lo que concierne a los libros de la Vaticana. Volvemos entonces a la hipótesis del principio, el Miguel Ángel. Y Laura se le escapa. Se le escapa y yo respiro. Va a hacer falta correr de nuevo tremendamente para volverla a atrapar. Va a tener que reflexionar tremendamente.

– No consigo reflexionar, Tiberio. Caminemos.

– Usted no está bien y yo estoy encantado. Este asesinato no le conviene, ¿verdad? ¿Es incomprensible y odioso?

– Creí que había sido Laura la persona a la que habían degollado.

– ¿Se sintió decepcionado?

– No. Aliviado. Es por eso que ni siquiera he tenido tiempo de examinar el sentido de este nuevo asesinato. Sólo he tenido tiempo de convencerme de que Laura Valhubert estaba todavía con vida.

– ¿Aún la quiere? -preguntó Tiberio frunciendo el ceño.

Valence se detuvo y escrutó a Tiberio que, con las manos cruzadas tras la espalda, miraba a lo lejos ante él con aire inocente.

– ¿Te ha contado?

Tiberio asintió con la cabeza. Valence se puso a andar de nuevo.

– ¿Y bien? -prosiguió Tiberio-, no me ha contestado. ¿Aún la quiere?

Valence dejó pasar un nuevo silencio. No tenía la costumbre de que lo interrogasen tan crudamente.

– No -dijo.

– Mejor así -dijo Tiberio.

– ¿Por qué?

Tiberio se volvió.

– Porque, después de todo, usted estaba en Italia la noche de la muerte de Henri, ¿no? Milán no está lejos de Roma. Si hubiese amado desde siempre a Laura… Pero a nadie se le ha ocurrido siquiera preguntarle qué había hecho aquella noche.

– Eres un estúpido -dijo Valence-. Tengo cita con Ruggieri, te dejo.

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