Fred Vargas - Los Que Van A Morir Te Saludan

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Claudio, Tiberio y Nerón son tres estudiantes franceses que viven en Roma. Claudio es un chico mimado, egoísta, tierno y mujeriego, Tiberio, el huérfano, el más guapo y brillante de los tres, es un apasionado del latín clásico, Nerón es amoral, esteta y se peina a la antigua. Juntos conforman un grupo curioso, divertido y entrañable. En pleno mes de junio se ven inmersos en una aventura frenética, que conmueve los pilares de sus vidas y pone en entredicho su amistad. Henri Valhubert, coleccionista de arte parisino -y padre de Claudio-, es asesinado una noche de fiesta delante del palacio Farnesio, entre antorchas y muchedumbres ebrias. ¿Qué venía a hacer a Roma? ¿Y cómo ha podido beber una copa de cicuta? Al mismo tiempo, se descubre que unos valiosísimos dibujos de Miguel Ángel han sido robados de la Biblioteca Vaticana. ¿Tiene el crimen algo que ver con estas extrañas desapariciones?.

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– ¡Nerón! -llamó Tiberio-. ¿No tienes nada que decir?

– Es demasiado fácil -murmuró Nerón con desdén-. Una adivinanza de colegial. Ni siquiera es divertida. Y donde no hay diversión…

– ¿Piensas en algo? -preguntó Claudio.

– Claudio, sabes perfectamente que no pienso jamás -dijo Nerón-. ¿Cuántas veces tendré que repetírtelo? Es vulgar. Veo, eso es todo.

– ¿Y ves algo, entonces?

Nerón suspiró, vertió un hilillo de aceite sobre su vientre y lo extendió sin energía.

– Veo -dijo- que yo mismo soy zurdo, siniestra disposición, y que utilizo a pesar de todo mi mano derecha para saludar. Ser zurdo no equivale a estar amputado de la mano derecha. Los zurdos saludan todos con la mano derecha. Suaviza las relaciones sociales. Tú mismo estás fumando con la mano izquierda. Podemos deducir dos evidencias: que el inspector Ruggieri es un cretino, prueba de ello es que trata de pensar, y que tu visitante es un diestro que no ha querido servirse de su mano derecha. Tenía, por lo tanto, una razón imperiosa para inmovilizar esa mano derecha. Puesto que el nefasto individuo trataba de disimular su identidad, es fácil concluir que esa mano derecha lo habría traicionado de una manera u otra. El resto viene solo. Es de una simplicidad desesperante.

– ¿Quieres decir que tenía una marca reveladora en la mano? -dijo Claudio-. ¿Una herida, por ejemplo?

– Claudio, querido, me avergüenzas. Esta velada mortuoria te ha fatigado. ¿Acaso una herida puede ser una marca reveladora? En ningún caso. Si te cruzas, dentro de un rato, con un tipo al que le faltan dos dedos, no sabrás, por ello, su identidad. Te dirás a lo mejor: «Vaya, ese tipo trabaja en una fábrica de salchichas, ha metido los dedos en la máquina, qué triste». O quizás, si estás realmente tocado, te dirás: «Vaya, alguien se ha comido los dos dedos de ese tipo». Y no irás más lejos. No podrás deducir la identidad del individuo. Y si ese tipo tiene una mano amarilla con cuadros azules, será lo mismo.

– Es verdad -dijo Tiberio-, ¿qué tipo de identidad se puede llevar sobre la mano derecha?

– No existen mil soluciones, Tiberio. Y en el caso que te ocupa, no hay más que una. Es por eso mismo que la he descubierto, puesto que no pienso. Si me echas aceite en la espalda, os cuento el suceso menor que ha tenido lugar hace un rato en casa de Santa Conciencia Devastada.

– ¿Qué es este aceite asqueroso?

– Algo que acabo de inventar, no te preocupes. Extiéndelo. Vuestro amigo el obispo Lorenzo mantiene un comercio escabroso con Santa Conciencia de la Victoria de los Apetitos Corporales. Al descubrir las circunstancias de su muerte brutal, recuerda con gran embarazo los billetes licenciosos con los que se complacía en agasajarla. Legítimamente alarmado, el querido Lorenzo se precipita a su casa antes de que la policía ponga las manos sobre esas zarandajas que podrían costarle su nominación a cardenal. Se pone un viejo traje de paisano que conserva desde su juventud, de ahí el aspecto anticuado que señaló con razón el vecino bonachón, se calza las gafas que no lleva más que para descifrar de vez en cuando las Sagradas Escrituras ilegibles y rompe los precintos rogando a los Cielos que lo asistan. Resulta que en estos últimos tiempos, los Cielos están de un humor un poco rechinante, lo cual es no tener suerte, y Lorenzo es interrumpido por la llegada de un vecino estúpido y leal. Se libra de él con unas cuantas palabras cívicas pero éste le tiende la mano para despedirse. Ambos sabéis igual que yo que Lorenzo no consigue ya quitarse la amatista que lleva en el anular derecho. Con el tiempo, el anillo sagrado se ha incrustado en su dedo y es por eso que yo no he podido nunca probármelo. Si tiende su mano ensortijada, puede estar seguro de ser identificado como obispo. Es como si la cruz se le escapase del bolsillo. Titubea un instante ante esta situación imprevista y tiende su mano izquierda. Y se va, sin que sepamos si ha podido o no recuperar su bien. Pero hay algo seguro y es que nos vamos a divertir mucho si la policía lo atrapa.

– Magnífico -murmuró Tiberio-, sencillamente magnífico.

Dejó a Nerón con su aceite y reflexionó de pie unos segundos.

– Las relaciones entre monseñor y la Santa Conciencia, ¿son una simple suposición?

– Es la única parte que me he inventado. Juraría todo el resto.

– Eres genial, Drusus Nero -dijo Tiberio cogiendo su chaqueta-. Hasta más tarde, compañeros.

– ¿Se ha vuelto a ir?, ¿así? -dijo Claudio.

– Ha ido a bañarse en el lago, si quieres mi opinión -dijo Nerón-. Puede llevar su tiempo. No tenemos más que continuar con el ballet del sapo apático.

XXVIII

Al llegar al hotel de Valence, Tiberio trataba todavía de limpiarse las manos de la grasa indeleble y francamente apestosa que había preparado Nerón. Desanimado, enrolló su pañuelo en una bola, lo metió en su bolsillo y llamó a la puerta de la habitación. Tiberio interrumpió a Valence que estaba echado en su cama sin dormir y visiblemente sin pensar. Estaba en traje y descalzo y Tiberio encontró el contraste interesante por haberlo explorado a menudo él mismo.

– ¿Tienes la intención de venir a instalarte sobre mi felpudo para vigilarme mientras descanso? -preguntó Valence levantándose.

– Nerón acaba de estar radiante a propósito de la Santa Victoria de los Apetitos Corporales. Se lo cuento y me voy.

Valence volvió a tenderse en la cama y escuchó el relato de Tiberio con las manos bajo la nuca.

– Claudio encuentra este razonamiento ridículo pero yo lo encuentro formidable -dijo Tiberio para concluir.

– Es verdad que está bien pensado.

– Nerón no piensa.

– Pero yo no me imagino al obispo corriendo el riesgo de escribir billetes de este tipo. Debe de tener otro motivo. Por el momento, no se me ocurre cuál puede ser.

– Desde esta mañana no se le ocurre nada. A mí eso me conviene, pero ¿a usted no le preocupa?

Valence hizo una mueca.

– No sé, Tiberio.

– Cuando mira el techo de esta habitación, ¿qué ve?

– El interior de mi cabeza.

– ¿Y cómo es?

– Opaco. Ruggieri me ha llamado hace un momento. Han encontrado huellas recientes de dedos masculinos en casa de la Santa Conciencia. No se sabe a quién pertenecen pero probablemente las ha dejado el visitante. Aparte de eso, no ha descubierto nada de especial registrando el apartamento, al margen de unas confesiones púdicas donde no ocurre nada grave. ¿Le hablamos de la idea de vuestro amigo Nerón a Ruggieri? Con las huellas será fácil verificar si tiene razón.

– Mejor no hablar de ello. Quizás monseñor tenga motivos imperiosos. Puede que sea inconveniente revelárselos a los polis sin conocer en qué situación se encuentra.

– Entonces, esperamos. Iré a ver al obispo mañana. Tú, sobre todo, no te muevas.

– ¿En qué está la cosa en lo que concierne a Laura?

– Me bastaría un impulso para delatarla.

– Ahorre sus energías.

Valence le hizo un gesto con los párpados y Tiberio se fue batiendo la puerta.

XXIX

Habían pasado exactamente ocho días desde su primera visita matinal al Vaticano. Valence subió por la escalera de piedra, que ya le resultaba familiar, y encontró la puerta del despacho de Vitelli entreabierta. En el umbral, Valence notó que el obispo estaba preocupado. No había ningún libro sobre la mesa, no estaba trabajando.

– Dése prisa -dijo Vitelli con cansancio-. Dígame por qué ha vuelto y después déjeme solo.

Valence lo observaba. El rostro del obispo estaba sumido en una reflexión exigente. Se le veía reacio a atender toda intervención exterior. Era evidente que le costaba trabajo hablar. Valence ya había experimentado ese tipo de ensimismamiento y cada vez que le había ocurrido se había quedado un poco atontado. En aquel momento, Lorenzo Vitelli estaba un poco atontado.

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