– ¡Señor Valence, suba, se lo ruego! ¡Venga a ver esto antes de que pongamos orden!
– ¿Qué hay de extraordinario? -preguntó Valence alzando la cabeza.
– Los precintos estaban rotos cuando llegamos. El apartamento está devastado.
– Mierda.
Valence indicó de lejos a Tiberio, señalando su reloj, que iba a llevar más tiempo del previsto. Tiberio le hizo comprender que no era grave, que le agradecía la advertencia. Valence subió al piso. Habían dejado la cama patas arriba, los cuadros y los calendarios religiosos estaban descolgados y tirados por la habitación, los cajones vueltos, los jarrones volcados.
Valence atravesó la habitación, sin tocar nada. Ruggieri estaba furioso.
– Tener la cara de arrancar los precintos, ¿se da cuenta? El tipo ha estado diez minutos registrando esto, hasta que el vecino intervino. En diez minutos se pueden encontrar un montón de cosas. Ocurrió hace casi dos horas.
– ¿Cómo sabemos que se trata de un hombre?
– El vecino lo ha visto. Incluso habló con él.
– Perfecto.
– No tanto. Como estaba un poco intrigado por el ruido, el vecino terminó desplazándose hasta aquí. Cuando llegó al descansillo, un hombre estaba cerrando la puerta y él no se dio cuenta entonces del estado en que había dejado el apartamento. Esto es lo que declaró en su deposición:
»El tipo me dijo que era de la policía, que sus colegas estaban a punto de llegar, que mi vecina había sido asesinada esta mañana. Eso ya lo sabía. No desconfié. Hablamos un minuto más, sobre las visitas nocturnas de la señora Verdi a San Pedro, y se fue. Quizás sea alto, quizás no, anticuado en todo caso y no es joven. Lleva gafas. De hecho no le presté atención. Para mí todos los polis se parecen. Puedo decirle de todas formas que es zurdo. Cuando nos dimos la mano, me tendió la mano izquierda. Uno no sabe cómo hacer cuando le estrecha la mano a un zurdo.
»Pregunta: ¿Sujetaba algo con la otra mano?
»Respuesta: No. La tenía en el bolsillo.
»Pregunta: ¿Llevaba guantes?
»Respuesta: No. Tenía las manos desnudas.
Pregunta: ¿Es todo lo que recuerda de él?
»Respuesta: Sí, señor.
Ruggieri dobló la declaración.
– Así que ya lo ve, Valence, testigos así pueden irse a tomar por el culo. Pero ¿qué demonios tiene la gente en los ojos?
– No está tan mal. El tipo debía de buscar un papel, un objeto.
– ¿Y por qué dice eso?
– Fíjese en el registro, Ruggieri; la cama levantada, los libros abiertos, las láminas de los marcos despegadas… ¿Qué otra cosa puede encontrarse en tales sitios que no sea una hoja de papel?
– Una flor seca -propuso Ruggieri bostezando.
– ¿Y las huellas?
– Por el momento, nada. Estamos empezando. El tipo pudo ponerse guantes para registrar. No hay que fiarse demasiado de la descripción del vecino: no hay nada más fácil que disimular la edad. Si reflexionamos bien ni siquiera estamos seguros de que se trate de un hombre. De hecho casi podríamos decir que no sabemos nada. En su opinión, ¿hay que relacionar a este visitante con el asesino?
– Es improbable. Si el asesino hubiese tenido conocimiento de una prueba que debía destruirse, lo hubiese hecho antes del crimen, algo que hubiese resultado fácil puesto que María no estaba en casa en todo el día. Se trata más bien de alguien que ha sido cogido de improviso, sorprendido por el crimen, y que temía la perquisición.
– Es evidente que eso puede ser posible. Vamos a examinar todo lo que hay aquí minuciosamente. Nada indica que el visitante tuviese tiempo de encontrar lo que buscaba. Los pasos del vecino bajando por la escalera han debido de interrumpirlo. Si Maria hubiese querido ocultar algo, ¿dónde cree que lo hubiese puesto?
Desde la ventana, Richard Valence observaba a Tiberio allí abajo. Seguía sentado sobre el coche, mirando con atención a los viandantes y tenía aspecto de estar jugando a algo. Visto desde lejos, parecía un juego relacionado con las piernas de las mujeres.
– No lo sé, Ruggieri -dijo Valence-. Voy a preguntarle eso a alguien que la conocía bien. Manténgame informado.
– ¿Qué mirabas, Tiberio? -le preguntó Valence.
– Las tiras en los tobillos de las mujeres que pasaban.
– ¿Te interesan?
– Mucho.
– Sígueme hasta el hotel. Voy a contarte lo que pasa ahí arriba.
Valence desplazaba siempre su gran cuerpo sin movimientos inútiles, Tiberio lo había comprendido. Y ese mecanismo vigoroso que le había resultado en un principio amenazante y hostil, comenzaba a parecerle seductor. Tendría que reforzar aún más sus defensas.
Cuando Tiberio volvió a casa, Claudio y Nerón ya habían cenado, aunque sólo eran las siete de la tarde. Habían puesto música y Nerón bailaba suavemente con grandes gestos exagerados, ejecutando círculos en la habitación alrededor de Claudio, que trataba de escribir.
– ¿Trabajas? -le preguntó Tiberio.
– Estoy concibiendo el libreto de una ópera lírica de encargo para Nerón, que ha decidido convertirse en el príncipe de las bailarinas.
– ¿Cuándo le ha dado por ahí?
– Antes de cenar. Y todo esto le ha abierto el apetito.
– ¿Cuál es la historia de la ópera? -preguntó Tiberio.
– Creo que te gustará -dijo Nerón, interrumpiendo un movimiento lánguido-. Es la mutación de un espíritu simple y apático, enamorado de una estrella, en un sapo homosexual.
– Si estáis contentos vosotros dos… -dijo Tiberio.
– Tanto como contentos, no -dijo Nerón-. Ocupados, simplemente. Desapareces sin dar explicaciones, y la biblioteca ha estado cerrada todo el día en memoria de la Santa Conciencia Degollada de los Archivos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer entonces sino bailar?
– En efecto -dijo Tiberio.
– ¿Te has hecho útil el día de hoy? -preguntó Claudio.
– No he soltado a Richard Valence.
– No juegas limpio -canturreó Nerón.
– Valence sigue detrás de Laura, lo sé -dijo Tiberio-. Creo que va a intentar colgarle también el sambenito del asesinato de la Santa Conciencia. Pero cuando estoy con él, le hago perder el tiempo, le lleno de humo la cabeza.
– Eso es lo que dices -afirmó Nerón-. Pero no es más que un pretexto para sumergirte en el lago claro de su mirada azul, cuyos abismos resplandecientes embrujan tu alma delicada.
– Nerón, no me jodas. Ahora dicen -continuó Tiberio- que los dos crímenes podrían, efectivamente, tener relación con el Miguel Ángel. Sin embargo, estoy seguro de que se equivocan. Robar en los archivos es una cosa, asesinar a dos personas es otra. Son dos profesiones completamente diferentes, ¿no os parece?
– No sé -dijo Claudio.
– No está cualificado para responder -dijo Nerón-. El emperador Claudio fue liquidado de manera lamentable.
– Voy a describir a un personaje y me diréis qué os evoca -retomó Tiberio-. Se trata de un hombre que se ha introducido hoy por la tarde en casa de la Santa Conciencia Asesinada con la intención de recuperar algo que había allí. He aquí la descripción del vecino, tal y como me la ha repetido Richard Valence.
– Deja de dar vueltas, Nerón -dijo Claudio-. Escucha a Tiberio.
Tiberio trató de restituir con precisión lo que le había contado Valence sobre el visitante con gafas.
– ¿Y quieres que esta descripción, que ni siquiera es tal cosa, nos evoque algo? -dijo Claudio-. Podría tratarse de millones de personas.
– ¿Podría tratarse de una mujer? -preguntó Tiberio.
– Podría tratarse de una persona de cualquier sexo. Gafas, un traje viejo, ¿qué quieres que hagamos con eso?
Nerón se untaba los brazos con una especie de aceite apestoso.
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