Fred Vargas - Los Que Van A Morir Te Saludan

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Los Que Van A Morir Te Saludan: краткое содержание, описание и аннотация

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Claudio, Tiberio y Nerón son tres estudiantes franceses que viven en Roma. Claudio es un chico mimado, egoísta, tierno y mujeriego, Tiberio, el huérfano, el más guapo y brillante de los tres, es un apasionado del latín clásico, Nerón es amoral, esteta y se peina a la antigua. Juntos conforman un grupo curioso, divertido y entrañable. En pleno mes de junio se ven inmersos en una aventura frenética, que conmueve los pilares de sus vidas y pone en entredicho su amistad. Henri Valhubert, coleccionista de arte parisino -y padre de Claudio-, es asesinado una noche de fiesta delante del palacio Farnesio, entre antorchas y muchedumbres ebrias. ¿Qué venía a hacer a Roma? ¿Y cómo ha podido beber una copa de cicuta? Al mismo tiempo, se descubre que unos valiosísimos dibujos de Miguel Ángel han sido robados de la Biblioteca Vaticana. ¿Tiene el crimen algo que ver con estas extrañas desapariciones?.

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– Qué tontería, Richard -dijo-. Todas esas líneas, una detrás de otra, es siniestro. Entonces, ¿es que no entiendes nada?, ¿no te das cuenta de nada?

Ahora llegaban las lágrimas. Eso es típico de las mujeres, pensó ella fugazmente. Apretó la base de su nariz con los dedos para retenerlas.

– ¿No entiendes nada entonces?, ¿todos esos horrores? ¿Ese avión, ida y vuelta en una noche? ¿La cicuta? ¿El asesinato asqueroso por una historia de dinero? ¿No ves nada entonces?

Las lágrimas le impedían hablar normalmente. Tuvo que gritar:

– ¿Qué me has cargado sobre los hombros, hijo de puta? ¿Me has endosado un cargamento de sangre y quieres que lo transporte hasta los pies del tribunal? ¿Pero no entiendes entonces que yo no he tocado a Henri? ¿Que yo nunca he tocado a nadie? Gabriella escondida, la maleta de las maravillas, eso sí, todo eso, ¡todo lo que quieras! ¡Pero la cicuta no, Richard, la cicuta no! No eres más que un cabrón de mierda, Richard. El sábado por la noche programé las lámparas, sí, y no volví a casa en toda la noche. Pero no estaba en Roma, Richard, ¡no estaba en Roma! Tuve que avisar a los socios, puesto que Henri estaba a punto de destripar nuestra organización. Me pasé toda la noche dando vueltas para decirles que desapareciesen. No volví hasta la mañana. Después me llamaron desde allí para decirme que habían matado a Henri. Pero ¿no te das cuenta de que soy incapaz de encontrar cicuta en un campo de rábanos? ¡Me la suda la cicuta!, ¡me la suda!

Laura buscó una butaca y se dejó caer hundiendo su rostro entre sus brazos. Richard Valence recogía las hojas esparcidas por el suelo.

– ¿Me crees? -preguntó ella.

– No.

Laura volvió a alzar la cabeza, se enjugó los ojos.

– Muy bien, Richard. Recoge limpiamente tu «Caso Valhubert». Ordénalo bien y envíaselo a los polis. Y después, vete, ¡pero vete, Dios santo, vete!

Se levantó. La opresión le impedía caminar derecha. Buscó la puerta.

– ¿Vas a llevar eso a tu poli de mierda mañana por la mañana?

– Sí -dijo Valence.

– Cuando te largaste hace veinte años, aullé. Durante años me concentré para no perder tu imagen. Y cuando me crucé contigo la otra noche, me sentí conmovida. Ahora deseo que entregues esa mierda de dossier, deseo que te vayas y deseo que la vida te haga morir de aburrimiento.

Valence la siguió con los ojos mientras ella recorría el pasillo hasta la escalera y tropezaba con el primer escalón. Sonrió y cerró la puerta, esta vez dando dos vueltas a la llave. Siempre le había gustado Laura cuando estaba borracha. La borrachera exageraba la dejadez titubeante de sus movimientos. Incluso estando sobria, a veces daba la impresión de estar ligeramente achispada. Tendría que haberse ofrecido a acompañarla pero ella hubiese rehusado y además ni se le había ocurrido.

No lamentaba aquella confrontación con Laura. La había admirado largamente durante una hora, sin obstáculos, como un espectador contemplativo de actitudes cuya singularidad había olvidado completamente, espectador del arco del perfil, que se había contraído con tanta perfección cuando ella se puso a llorar, espectador de los gestos incompletos con los que rozaba todas las cosas. Respetaba mucho el coraje tan natural con el cual Laura aún sabía, quizás mejor que antes, desafiar, llorar, insultar y finalmente irse, magníficamente destrozada. La seducción de esta alternancia entre desprecio y abandono se conservaba intacta desde hacía veinte años. Antes se hubiese sentido trastornado. Ahora sólo tenía un fuerte dolor de cabeza. Se volvió a acostar completamente vestido.

XXIV

Era muy tarde, casi la hora del almuerzo, cuando Valence se presentó al día siguiente en el despacho de Ruggieri. Se había despertado sobresaltado y había hecho lo posible por desarrugar su traje. Hacía mucho tiempo que no salía con un aspecto tan descuidado. Sus horas de sueño habían resultado difíciles tras la partida de Laura y no le habían procurado ningún descanso. Tenía una barra pesada sobre los ojos.

Ruggieri no estaba allí. Valence taconeó en el pasillo. No podría estar en Milán aquella noche si no encontraba a Ruggieri. Ninguno de los colaboradores que habían permanecido en el despacho pudo facilitarle información alguna. Que volviese más tarde.

Valence se deslomó caminando durante dos horas por las calles de Roma. En aquel momento, la imagen del tren que lo sacaría de Roma se había convertido en una obsesión. Pasó por la estación central para pedir los horarios. Los horarios en el bolsillo lo acercaban materialmente al momento de la partida. Tenía la impresión de que no se encontraría a salvo hasta que estuviese en el tren, que su dolor de cabeza desaparecería una vez dentro, que si se demoraba demasiado, algo desagradable ocurriría. Se detuvo ante un escaparate y contempló su imagen. No se había afeitado aquella mañana y la barba le daba aspecto de fugitivo. Tuvo por un momento la penosa impresión, la misma de la noche anterior cuando tuvo que apoyarse contra una pared, de que su fuerza lo abandonaba por momentos. Compró una maquinilla de afeitar, buscó un café y se afeitó en el baño. Repeinó con sus dedos los cabellos desordenados por el sudor del sueño en la habitación calurosa. Roma, si uno no presta atención, nos atrapa en su sucia humedad, mucho antes de lo que uno se imagina. Se enjugó los brazos y el torso con agua, volvió a abrocharse la camisa húmeda y se sintió mejor para encontrarse con Ruggieri. Si aquel imbécil había regresado a la oficina. Apenas faltaban seis horas para la salida del tren.

Ruggieri no había vuelto. Reinaba una gran agitación en los locales. Alguien había sido asesinado durante la noche, hacia las tres de la mañana, en la via della Conciliazione. Le habían cortado el cuello, y la cabeza había quedado prácticamente desprendida. Un poli muy joven le contaba esto extenuado sobre un banco del pasillo. No había podido soportar el espectáculo y sus colegas lo habían traído de vuelta.

– De repente, todo se puso a dar vueltas -decía suavemente-. Parece que con el tiempo dejará de pasarme.

– ¿Ruggieri ha estado en el lugar de los hechos desde esta mañana? -preguntó Valence con impaciencia.

– Pero yo no quiero acostumbrarme a ver cosas así. Toda esa sangre sobre aquella ropa negra y las palomas alrededor…

El joven empezó a hipar y Valence le propinó un golpe brutal en la espalda para enderezarlo.

– ¿Ruggieri? -repitió.

– Ruggieri está allí con ella, con la muerta, desde esta mañana -respondió el joven poli-. Dice que quiere ocuparse de ello personalmente aunque no sea su sector. Parece realmente desorientado. Se trata del caso Valhubert, que continúa.

– ¿ Ella ? -preguntó Valence en un suspiro-. ¿Ruggieri está con ella ?

Su mano ciñó el hombro del chico. Se oyó a sí mismo hablar de manera casi inaudible.

– ¿Ella, quién?

– No conozco su nombre, señor. Sólo sé que la asesinaron.

– ¡Descríbela, Dios santo!

– Sí, señor. Tenía un hermoso rostro, cuarenta años o quizás un poco más, no sé. Con toda aquella sangre, no es fácil enterarse. Tenía el cabello negro sobre la cara y el cuello cortado. Está allí un obispo que parecía haberla conocido muy bien y un chico joven con nombre de emperador que se puso casi tan mal como yo.

Valence cerró los ojos. Su cuerpo acababa de explotar en un montón de pedazos incontrolables. Sentía que su corazón le golpeaba las piernas, la nuca, y aquel lamento lo descomponía.

– ¡La dirección -gritó-, la dirección…!, ¡rápido!

– Casi en lo alto de la avenida, a la izquierda, frente a San Pedro.

Valence lo dejó y salió precipitadamente a la calle. No podía tomar un taxi. La idea de tener que hablar con alguien, de dar una dirección, de sacar el dinero, de quedarse sentado en el fondo de un coche le parecía irrealizable. Se fue a pie, corriendo cuando podía. ¿Por qué, pero por qué no la había acompañado? Desde su hotel hasta el Garibaldi, ella debió de tomar la via della Conciliazione. A las tres de la mañana, mientras él conciliaba de nuevo el sueño, ella debió de subirla lentamente, un poco encogida, con los brazos apretados, sujetando las faldas de su abrigo negro. Habría estado reflexionando mientras caminaba con pasos largos e inciertos, un poco borracha, un poco ausente. Y la habían asesinado.

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