Fred Vargas - Los Que Van A Morir Te Saludan

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Claudio, Tiberio y Nerón son tres estudiantes franceses que viven en Roma. Claudio es un chico mimado, egoísta, tierno y mujeriego, Tiberio, el huérfano, el más guapo y brillante de los tres, es un apasionado del latín clásico, Nerón es amoral, esteta y se peina a la antigua. Juntos conforman un grupo curioso, divertido y entrañable. En pleno mes de junio se ven inmersos en una aventura frenética, que conmueve los pilares de sus vidas y pone en entredicho su amistad. Henri Valhubert, coleccionista de arte parisino -y padre de Claudio-, es asesinado una noche de fiesta delante del palacio Farnesio, entre antorchas y muchedumbres ebrias. ¿Qué venía a hacer a Roma? ¿Y cómo ha podido beber una copa de cicuta? Al mismo tiempo, se descubre que unos valiosísimos dibujos de Miguel Ángel han sido robados de la Biblioteca Vaticana. ¿Tiene el crimen algo que ver con estas extrañas desapariciones?.

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– De todas maneras, lo espero fuera.

La puerta del despacho del inspector estaba abierta. Valence entró y se sentó.

– Entonces, señor Valence -dijo Ruggieri-, ¿se ha repuesto de sus emociones?

Valence alzó los ojos con rapidez. Ruggieri hizo de inmediato un ademán tranquilizador.

– Por favor -dijo-, no he querido ofenderle. No vale la pena saltar a la más mínima chispa.

Valence estiró sus piernas ante él.

– ¿Cómo han podido hacer que esa mujer saliera en plena noche para, así, cortarle el cuello? -preguntó.

– No la hicieron salir. Los íntimos de Maria Verdi conocen sus manías. A ella le encantaba contarlas. Una o dos veces por semana, Maria bajaba para calmar sus insomnios a la via della Conciliazione, que está muy cerca de su casa, y se instalaba delante de San Pedro, a quien dirigía una oración silenciosa. Era una vieja costumbre, iniciada una noche en la que había creído ver «algo blanco» que iluminaba la cúpula de nuestra gran iglesia.

– Admitámoslo. ¿Quién estaba enterado?

– Todos los que se acercaban con alguna regularidad a la biblioteca y todos los que comentaban la historia entre risas; me imagino que todos los lectores, por ejemplo. Para el asesino era bastante más fácil matarla en la calle que en su casa. Nadie ha presenciado el crimen. El asesino debió de agarrarla por detrás, bloquearle los brazos sobre los riñones y pasar la hoja por la garganta de un solo golpe y sin titubeos. Hace falta una fuerza colosal o una determinación colosal para propinar con éxito un golpe semejante. Después arrastraron el cuerpo y lo escondieron bajo una furgoneta aparcada. Es por eso que no fue descubierto hasta bastante tarde esta mañana.

– ¿Qué opina?

– Es simple. Maria Verdi no tiene nada que ver con los dramas internos de la familia Valhubert. Claro, conocía a Gabriella como todo el mundo en el Vaticano. Pero sus relaciones con los Valhubert no iban más allá. Por eso es muy probable que María Verdi haya muerto a causa de la biblioteca. Era ella la que expedía las fichas de préstamo y velaba sobre las reservas.

– ¿Quiere decir que volvemos al Miguel Ángel?

– Tras un largo rodeo, sí. Hay que creer que Henri Valhubert decía la verdad cuando expuso la razón de su viaje y que el ladrón, sintiéndose perseguido, se deshizo de él lo antes posible. Ahora, todo hace pensar que Maria Verdi, alertada tras el asesinato, había descubierto algo concreto en relación con estos robos y que se traicionó por simpleza. Todo el mundo está de acuerdo en decir que no había inventado la electricidad. Me inclino a pensar que el ladrón debe de haber sido un usuario a quien ella conocía bien, al que apreciaba incluso, y que Maria habría tratado de hablar con él para hacerlo entrar en razón con la confianza cándida que le era característica.

– En ese caso, ¿no podría ayudarnos de nuevo el obispo?

– Le mandé llamar en cuanto se descubrió el cadáver de María Verdi. He tratado de hacerlo hablar pero sigue mostrándose poco claro. Puede que María Verdi le hubiese confiado alguna cosa, puede que no. Por el momento, calla, dice que no ve qué puede decir al respecto. Si sigue haciendo rancho aparte, será el próximo que correrá peligro. Si estoy bien informado, se presentó ayer por la mañana en su hotel pues tenía que hablar urgentemente con usted, ¿verdad?

– Está bien informado, pero no quise recibirlo. Lo volví a ver por la noche pero él ya había decidido en última instancia guardárselo todo para él.

– Debe de tener una excelente razón para callarse y seguro que no es el miedo a ser la próxima víctima. Tal y como percibo a este individuo, no carece de valor físico. Por el contrario es capaz de afectos profundos, tenemos los ejemplos de Gabriella o de los tres chicos que se han puesto bajo su tutela.

– O de Laura Valhubert.

– Claro. Por otro lado es un hombre que, manifiestamente, ha adquirido a través de la práctica del confesionario una concepción muy personal de la justicia y del bien y del mal. Lo que nosotros tildaríamos de complicidad, él lo llamaría secreto de confesión. Imagino que para él las faltas pueden ser tratadas directamente con la esencia divina, sin pasar por el tribunal terrestre. Y lo creo capaz por todas esas razones de callarse para proteger a alguien que le importe. Y me temo que nada podría alterar ese tipo de mutismo.

– ¿A quién querría proteger?

Ruggieri separó las manos y suspiró.

– El obispo tiene muchos amigos, es todo lo que se puede decir.

– ¿Cuál es su programa?

– A las cinco, procederemos a la perquisición del domicilio de Maria Verdi. Ésta es la dirección, si le apetece. No tenía ni familia ni confidentes, en resumen, nadie de su entorno a quien podamos interrogar. ¿Qué era aquello tan importante que quería decirme esta mañana?

Valence se apoyó contra el respaldo de su silla. La maleta de Laura Valhubert, ligera a la ida y pesada a la vuelta. Su coartada falsa de la noche del crimen, los informes del detective Martelet. Tenía ganas de guardárselo todo para él por el momento, no veía sitio para el cadáver de Maria Verdi en esta construcción, incluso si Laura se encontraba precisamente en las inmediaciones a la hora del asesinato. Quizás surgiese.

– No era nada -dijo Valence.

– ¿Ahora usted también decide callarse? Es una manía. Todo el mundo aquí pierde la memoria.

– No se ponga nervioso, Ruggieri.

– Me pongo nervioso cuando quiero. Usted no tiene la exclusividad del nerviosismo.

XXVI

Tiberio esperaba a Valence ante las oficinas de la policía, recostado en un farol.

– ¿Has tenido tiempo de comer hoy? -le preguntó Valence.

– Sí, pero puedo volver a hacerlo.

– Entonces, ven conmigo. Tengo ante mí una hora larga antes de la perquisición de la casa de Maria Verdi. ¿También me seguirás hasta allí?

– No lo creo. Tengo una cita.

– No te confíes, Tiberio. No he renunciado a inculpar a Laura Valhubert, todo lo contrario.

– Muy bien. Iré.

– Esta persecución es la mejor que he experimentado en mi vida.

– ¿Lo habían seguido antes?

– Nunca.

Richard Valence y Tiberio llegaron con retraso y sin apresurarse a la perquisición en casa de la Santa Conciencia de los Archivos. Estuvieron sentados en la terraza de un café en la plaza Santa Maria in Trastevere, adonde Tiberio había arrastrado a Valence con el pretexto de que «era su tonta plazuela favorita». Habían evitado tácitamente toda discusión crispada sobre el caso y pasaron una hora y media concentrándose en decidir cuál era la bebida que relajaba más en la menor cantidad de tiempo posible y de la manera más placentera. No hay que considerar más de un parámetro cada vez, decía Tiberio, si no es un lío. Podemos decidir examinar la cuestión del color, de las burbujas o de la amargura, por ejemplo. Las burbujas no son más que una pérdida de tiempo cuando se bebe, señaló Valence. Es verdad, admitió Tiberio. En ese momento se adherían a la concentración policial que rodeaba el edificio de la Santa Conciencia, pero ¿qué prueba tenemos de que la velocidad de absorción sea lo que relaje? Ninguna. Lo hemos tomado como postulado inicial, sin que esté comprobado.

– Espérame un instante -dijo Valence reteniéndolo por un brazo-. Aquí ocurre algo anormal. Quédate aquí, no tienes autorización para acompañarme.

– Es inútil decirme que espere -dijo Tiberio sentándose sobre un coche-. Mientras no deje en paz a Laura, no lo soltaré, porque no me inspira confianza.

– Excelente disposición, Tiberio.

Valence anduvo rápidamente hasta la entrada del edificio. Ruggieri lo llamó desde una de las ventanas del primer piso.

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