Minette Walters - La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama.
Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza…
«La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail
«Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times
«Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express
«Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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Tyler se volvió hacia él.

– ¿Y usted solo quería acostarse con ella?

– No soy un asqueroso pederasta. Si lo fuera, Amy nunca habría venido conmigo. Todo lo que hago es con su consentimiento. De otra manera no lo haría.

Tyler se preguntó si existía un credo del pedófilo que Townsend se hubiera aprendido de memoria. «No soy un corruptor de menores… No soy un pederasta… Todo se ha hecho con su consentimiento…»

– Y ahora me dirá que es ella la que toma la iniciativa.

– Así es. Ha aprendido de su madre lo que le complace a un hombre. A veces cuesta resistirse. Siente curiosidad por el sexo. Como la mayoría de los niños.

Tyler meneó la cabeza y se volvió para mirar por el parabrisas.

– Tiene diez años, señor Townsend. Claro que tiene curiosidad. Pero eso no significa que sepa lo que hace. El consentimiento debe darse con conocimiento de causa, y una niña de la edad de Amy es incapaz de entender que cuando un pedófilo la toca los sentimientos que le provoca a él son distintos de los que pueden tener otros hombres.

– Soy consciente de…

Tyler hizo caso omiso de las palabras de Townsend.

– Su madre me lo explicó muy bien anoche. Por lo visto, Kimberley Logan la acusaba de tratar de dirigir la vida de Amy, y Laura replicó que si Amy no puede decidir siquiera si quiere cenar barritas de pescado o salchichas ¿cómo va a tomar decisiones sobre su futuro?

– Ni una sola vez he tratado de aprovecharme de mis sentimientos hacia ella.

– La ha raptado.

– La he rescatado, que es muy distinto. Decía que se suicidaría si no la sacaba de casa de los Logan.

Tyler vio pasar un coche lleno de niños que reían y se daban empujones en el asiento trasero.

– Según los agentes que la han encontrado, iba vestida como una fulana, con el pelo teñido y muy maquillada. ¿De quién fue la idea?

– Suya. Yo simplemente compré las cosas. Quería parecer mayor. No fue idea mía. La prefiero tal como es.

– Me han dicho que era un buen disfraz, sobre todo el pelo rubio. No la habrían reconocido por la foto si se hubieran cruzado con ella por la cañe. -Tyler meneó la cabeza-. ¿Qué pensaba hacer con ella? ¿Esconderla en Devon el resto de su vida?

– Nunca pensé en lo que vendría después. Lo hice y punto. Supongo que confiaba en que pudiéramos pasar inadvertidos durante un tiempo y empezar luego una nueva vida en otra parte. Leí aquella historia del profesor que se llevó a una de sus alumnas a Italia y vivió con ella un año antes de que los encontraran. Me parecía que valía la pena intentarlo.

– Seguro que suponía que acabarían pillándolo.

– La verdad es que no. -Clavó la vista más allá del hombro de Butler, hacia el horizonte. Sus ojos tenían una mirada ausente-. Creía que lo más probable era que se cansara de mí y quisiera volver a casa. Le dije desde el principio que la llevaría de nuevo con su madre en cuanto cambiara de opinión.

– ¿Cuál fue el principio, señor Townsend? ¿Cómo llegó a verse en dicha situación?

– ¿Me está preguntando qué hace que un hombre adulto se enamore de una niña de diez años?

– No -contestó el inspector con tono levemente divertido-. Estoy dispuesto a dar eso por sentado. Es algo que nunca entenderé. Me gustan las mujeres. Si diera con una que tuviera cerebro, tetas y sentido del humor, que disfrutara con su trabajo y a la que le gustara cómo cocino, estaría en la gloria. Un alfeñique de diez años, dependiente y sin conversación me aburriría soberanamente… a menos que fuera mi hija. En tal caso, casi seguro que sus pasos vacilantes hacia la edad adulta me parecerían fascinantes. Sin embargo, no desearía, bajo ningún concepto, tener relaciones sexuales con ella.

Butler percibió un destello de humor en los ojos claros del hombre.

– ¿Cómo lo sabe si nunca ha tenido una hija? Puede que nunca lo llevara a la práctica, inspector, pero seguro que se le pasaría por la cabeza aunque fuera una sola vez en la vida.

Tyler miró a su sargento, que mantenía la vista fija en la carretera.

– Ha dicho que Amy amenazaba con suicidarse -prosiguió Tyler-. ¿Y por qué la abandonó entonces para irse a Mallorca con Franny?

– Yo no la abandoné. Le compré un móvil y le programé mi número para que me llamara cuando quisiera.

Solo era una respuesta a medias pero por el momento Tyler lo dejó estar.

– ¿Era usted el tal Em o Ed al que llamó desde una cabina?

– Sí.

– ¿Por qué tuvo que llamar a cobro revertido si tenía un móvil?

– Entonces aún no lo tenía.

– ¿Le había llamado antes?

El hombre asintió con la cabeza.

– Cada día al salir del colegio de camino a casa.

– ¿Y cuando ella y Laura se alojaron en el hotel?

– Había una cabina a la vuelta de la esquina. Amy solía salir a escondidas cuando Laura estaba dormida.

– ¿Y qué fue lo que cambió?

– Las vacaciones. Se pasaba todo el día llorando… no soportaba a los Logan… no soportaba que la acosaran… no soportaba a su madre por ser una fracasada… no soportaba a su padre. Yo la veía tantas veces como me era posible, pero la situación le afectaba cada vez más.

– Es una interesante coincidencia, ¿no le parece?

– ¿El qué?

– Pues que más o menos en la época en que su padre dice que tiene intención de retirar su dinero, usted empieza a frecuentar la compañía de su hija. ¿Quiere decir que estos dos hechos no tienen relación?

– Por mi parte, desde luego que no. -El hombre se encogió de hombros en un gesto irónico-. Amy nunca quiso marcharse de mi casa, inspector. Necesitaba cariño. Los niños no son tontos. Saben lo que les hace felices.

– ¿Adónde la llevaba cada día?

– Al monte. A la costa. A los lugares donde un padre lleva a su hijo para que se divierta. Pero no todos los días. Tres o cuatro veces… no más.

– Y los demás días ¿adónde iba Amy?

El otro soltó una risita.

– A ninguna parte, que yo sepa. Me llamaba varias veces desde su dormitorio… decía que los hermanos Logan eran tan burros que ella les daba sopas con honda. Amy solía esconderse bajo la cama y leía libros. Disfrutaba haciéndoles creer que tenía un amigo o amiga del que no sabían nada. Lo único que tenía que hacer era deslizarse escalera abajo mientras estaban viendo la tele y cerrar la puerta de la calle de un golpazo… ellos siempre daban por sentado que Amy había salido… sobre todo cuando fingía estar enfadada o disgustada.

Tyler recordó las palabras de Kimberley. «Seguro que está escondida en algún rincón para hacer ver que tiene amigos…» Dos caras de la misma moneda.

– ¿Cuándo le compró el móvil?

– Después de las llamadas que presenciaron los hermanos Logan. No quería que le contaran a Laura lo que hacía su hija. Amy no dejaba de decir que se suicidaría si le prohibían ver… -Se le quebró la voz.

Tyler encontró aquella muestra de emoción tan falsa como el bronceado del hombre.

– Espero que no esté pensando en presentarse ante el tribunal como san Eddy el que salvó a una niña del suicidio -le espetó-. El secuestro es un delito muy grave, señor Townsend.

– Lo sé… pero, ¿qué más podía hacer?

Tyler soltó un bufido burlón.

– No me imagino a un jurado impresionado por su vuelo repentino a Mallorca para acostarse con una doble de Amy mientras la niña le rogaba que la ayudara.

– No tenía más remedio. Tenía a los acreedores encima. Dejé que John Finch lo solucionara en mi ausencia.

– ¿Y por qué llevar a Franny con usted?

– Parecía una buena alternativa.

– ¿A Amy?

– Sí… hasta que se emborrachó. -Se quedó mirándose las manos-. No me siento orgulloso de nada de esto, inspector.

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