Minette Walters - La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama.
Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza…
«La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail
«Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times
«Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express
«Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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– Te está engatusando, Wes -se mofó uno de los jóvenes-. Esa llave no es de esa puerta. Este tipo pierde el culo por el pervertido.

Los ojos de Jimmy se entrecerraron en el acto.

– ¿Por qué no te acercas y dices eso otra vez, hijo de puta? -gruñó juntando los puños y avanzando otro paso. Al ver que el chico se retiraba estiró los labios-. Muy bien, voy a explicártelo todo otra vez. Este tipo no es el que buscas. Los pervertidos se han ido por patas por detrás. He mirado en toda la casa y la única habitación donde hay algo que merece la pena robar es esta. Por lo menos habrá diez de los grandes metidos ahí dentro. Por eso la cerré con llave. -Levantó el puño donde tenía la llave-. Si a Wesley no le da la puta mollera para hacer un trato, entonces la tiraré al aire y a aquel de vosotros que la coja le tocará el gordo.

Wesley puso los ojos en blanco mientras trataba de seguir el razonamiento de Jimmy con su lento raciocinio. Sujetó al hombre con menos fuerza y se volvió hacia sus amigos para disuadirlos. A menos de dos palmos, Jimmy estrechó la frágil y marmórea mano del anciano con la suya para disponerse a tirar de él justo en el momento en que un estruendo de pisadas tronó en la escalera y una voz asustada gritó:

– Ha matado a Amy. Hay sangre por todas partes.

Hubo un roce de dedos calientes, una mirada de desconcierto de unos ojos apagados, antes de que el machete cortara el aire y cayera sobre la cabeza de Jimmy como un mazo.

Centro de mando. Filmación desde el helicóptero de la policía

Las imágenes del asesinato del anciano eran demasiado espeluznantes para mostrarlas en su totalidad, y solo unas pocas personas fuera del centro de mando llegaron a verlas íntegras.

Doce de aquellas personas fueron los miembros del jurado del juicio contra Wesley Barber, cuando el juez desestimó la petición del equipo de la defensa para que se prohibiera su visionado. No había manera de confundir el rostro de Wesley. El joven volvió la cara hacia el helicóptero mientras se manchaba las mejillas con la sangre de la víctima, antes de asomarse ufano a la ventana del piso de arriba y alzar el puño en un saludo de pantera ante la multitud.

El jurado emitió un veredicto de culpabilidad en menos de media hora. A ellos también se les ofreció asistencia psicológica.

Las drogas se mencionaron como atenuante. Dietilamida del ácido lisérgico (LSD o ácido). Metedrina (metanfetamina cristal), la droga preferida del asesino de Gianni Versace, Andrew Cunanan. Tomadas por separado, estaba demostrado que cada una de dichas sustancias actuaba como potenciador de la ansiedad, la agresividad y la paranoia. Tomadas juntas, era axiomático que todo individuo bajo su influencia perdía la noción de la realidad. En particular, alguien que acusaba un «daño social» y unas «deficiencias educativas» tan acentuados como Wesley Barber. Se trataba de un joven con carencias. Una víctima de los malos tratos. Un negro.

Culpemos a los camellos. Culpemos a su padre ausente. Culpemos a su madre excesivamente religiosa. Culpemos al colegio por permitirle hacer novillos. Culpemos al clima exaltado reinante en Bassindale. Culpemos a la multitud por incitar a los desequilibrados mentales a pasar a la acción. Culpemos a los cómplices del chico por fomentar su demencia antes de dispersarse en el interior de los jardines sin que nunca se les llegara a identificar.

El juez, impasible, elogió al jurado por su decisión antes de dictar sentencia. Recordó al tribunal que Wesley Barber había tenido numerosas oportunidades durante aquel día de reconsiderar su postura. Varias personas cargadas de valor trataron de razonar con él, pero optó por no escuchar. Las drogas bien podrían haber contribuido a aumentar la violencia atroz que causó, pero el juez no encontró prueba alguna de que Wesley sufriera un «daño social» mayor que sus víctimas.

– Una persona civilizada no entiende qué puede llevar a un joven despiadado como usted a pensar que tiene autoridad para juzgar a otros seres humanos. Usted tiene un carácter viciado y peligroso. A lo largo de su corta existencia no ha aportado nada a la sociedad ni ha aprendido nada de ella. Albergo la esperanza de que un largo período de encarcelamiento le sirva para adquirir algo de sensatez.

Se trató de un linchamiento con estrangulación. Descendieron el cuerpo colgado de una soga desde una ventana del piso de arriba; un reguero de sangre le corría por las piernas desde donde le habían cortado los genitales con un machete desafilado. Pendió oscilante varios minutos mientras la soga apretaba cada vez más el cuello del anciano.

La multitud congregada abajo se reía mientras Wesley se paseaba pavoneándose.

– ¡Coño…! ¡Ha estado de puta madre…!

El negro farfullaba como un simio…

El pederasta llevaba un sombrero que bailaba de un lado al otro mientras su cuerpo daba sacudidas colgado de la cuerda…

Capítulo 28

Sábado, 28 de julio de 2001.

Rose Cottage. Lower Burton. Devon

La puerta se abrió un resquicio en respuesta a los fuertes golpes y las insistentes advertencias del policía de que la derribaría si no abrían. Él y su compañero habían llegado a vislumbrar movimiento en la ventana del salón al aparcar el coche. Un destello de una cabellera rubia mientras una cabeza se escabullía.

– ¿Qué quiere? -inquirió una voz asustada.

– ¿Eres Amy Biddulph? -preguntó el agente empujando la puerta para abrirla un poco más. Existía una ligera similitud entre aquella niña y la de la fotografía, pero era muy remota. Aquella parecía su hermana mayor.

La muchacha movió la mandíbula con gesto desafiante.

– ¿Y qué si lo soy?

– ¿Puedo entrar?

– No se me permite hablar con nadie.

¡Sorpresa… sorpresa!

– Somos la policía, Amy. Hemos estado buscándote, cielo. Tu madre está preocupadísima.

La niña se encogió de hombros con un movimiento exagerado.

– Eso solo lo dice de boquilla. Si se preocupara por mí, no me habría dejado con Barry y Kimberley.

– Venga, tesoro. Está muy nerviosa. Temía que te hubiera ocurrido algo malo.

– No veo por qué. Sé cuidar de mí misma.

El compañero del policía se acercó desde la parte posterior de la casa, donde se había apostado para impedir cualquier posible intento de fuga por el jardín. Al principio sospechaban que tal vez pudiera haber un tercero involucrado, pero al oír la conversación que tenía lugar en la puerta de entrada decidió volver. Captó el final de la misma, se fijó en el rostro maquillado de la niña, en su pelo teñido, en el ceñido top sin espalda y en la exigua minifalda que llevaba, y arqueó una ceja.

– Veo que te lo has estado pasando bien, Amy -comentó.

El hombre era mayor que su compañero y tenía hijas. Reconoció los síntomas de la alienación rebelde a la primera, aunque a sus diez años la cría era demasiado jovencita.

– No está prohibido -replicó ella, sacando sus pechos inexistentes-. Los niños también tenemos derechos.

– No para hacer perder a la policía un tiempo que no tiene -repuso el agente con severidad-. ¿Es que no has visto la televisión? ¿No sabes que la policía de todo el país anda buscándote?

Una extraña sonrisita rondó sus labios pintados.

– Supongo que soy muy famosa.

– Desde luego -convino el agente cínicamente-. Y te harás más famosa aún como los fotógrafos consigan una foto tuya con esa pinta. ¿De eso se trataba, Amy? ¿Quince minutos de fama? No importa que tu madre tenga roto el corazón.

Amy no entendía quince minutos de fama. Con diez años, y alentada por las reacciones que suscitaba con su forma de bailar, quería un vida de adulación. Volvió a mover los hombros de forma exagerada.

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