Minette Walters - La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama.
Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza…
«La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail
«Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times
«Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express
«Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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Franek la apuntó de nuevo con el dedo.

– Ahora va a callar… ya no es divertida.

– La verdad nunca lo es -repuso ella con una leve sonrisa-, sobre todo si uno es propenso a los ataques de pánico.

– Voy a hacer que Milosz cierre a usted la boca -le advirtió el viejo.

Sophie observó la cabeza inclinada del hijo y el modo en que sus finas manos se retorcían en su regazo y decidió no ponerlo a prueba. Volvió a pensar en su llamada telefónica, y se preguntó si Jenny habría entendido bien lo que le había contado. Sus pensamientos se hacían eco inconscientemente de la pregunta que se planteaban las mujeres de Bassett Road: ¿Es que Acid Row no importaba? ¿Es que no importaba que violaran a alguien?

Le invadió un terrible sentimiento de culpa por su sentido del humor, que ahora reprobaba. Sería culpa suya. Jenny habría pensado que le estaba tomando el pelo. Sophie siempre estaba haciendo chistes tontos con el tema del sexo. «¿Qué quieres decir con eso de que es grande? Tendrías que ver la de un elefante… las tienen tan grandes que les cuelgan hasta el suelo…» «Si no las dejas descansar de vez en cuando, la diñan…» «Mi madre siempre decía que a los hombres les perdían las corvas de una mujer… pero nunca me lo creí…»

Debería haber llamado directamente a la policía. Ningún agente se habría tomado a broma el grito de auxilio de una mujer ante una «violación». Tal vez debiera llamarlos. Le asaltó de nuevo la indecisión. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? El móvil era su única baza. Su único medio de contacto con el mundo exterior. Si lo sacaba, Franek se lo quitaría sin duda para impedir que diera su versión de los hechos. Y si no lo sacaba, ¿cómo se enterarían los demás de lo que ocurría allí dentro?

Jardines situados entre Humbert Street y Bassett Road

Al persuadir Jimmy, mediante su maniobra intimidatoria, a todos los intrusos de que se sumaran al éxodo hacia Forest Road, los jardines situados entre dicha calle y la vivienda de la señora Carthew empezaron a despejarse. Algunos de los ancianos que residían en las casas colindantes, envalentonados por su autoridad, salieron a echar una mano. Un señor mayor, que lucía un casco de hojalata y un machete de aspecto aterrador -reliquias bélicas de cuando prestó servicio en el Extremo Oriente-, montó guardia en la valla derribada entre los números 9 y 11, mientras Jimmy perseguía a una pandilla de chicos que avanzaban hacia la parte trasera del número 23.

No debían de tener más de once años, y Jimmy los alcanzó justo cuando empezaban a lanzar piedras a las ventanas de una casa en cuyo jardín había una estructura metálica para que los niños jugaran trepando. Jimmy se plantó ante ellos y empezó a insultarlos.

– ¿Qué coño creéis que estáis haciendo? -bramó-. ¡Es que no sabéis ni contar, hatajo de imbéciles! ¡Este no es el veintitrés! ¿No os dice nada esa torre para jugar? -Señaló la casa con el dedo-. ¡Ahí hay niños! Ni siquiera sabéis a quién buscáis, ¿no?

Jimmy los reunió como a un rebaño y les hizo irse por donde habían venido, golpeándolos en el hombro cuando no se movían todo lo rápido que él quería.

– Te las verás con mi padre -le amenazó uno-. No tienes derecho a pegar a los niños.

– Dime dónde vives y así te ahorras las molestias -gruñó Jimmy antes de darle un empujón para que avanzara hacia el hueco donde estaba apostado el viejo soldado-. Así tu padre podrá pagarle a mi vecina la reparación de las ventanas que has roto. De hecho, me podéis dar todos vuestros nombres y direcciones. Alguien tendrá que pagar esas vallas rotas, y os aseguro que no será la gente que vive aquí.

Los muchachos salieron corriendo por el hueco.

Jimmy posó la mano en el brazo del anciano.

– ¿Podrá aguantar, jefe? Necesito llegar a la parte de delante. Mí mujer y sus hijos están pillados en mitad de este jaleo y quiero asegurarme de que no corren peligro.

– Por la casa de Dolly Carthew no podrá pasar -le advirtió-. La gente sale en sentido contrario. -El hombre, un racista recalcitrante con firmes convicciones sobre la contaminación de su herencia anglosajona miraba con suspicacia a aquel negro corpulento-. Parece que tiene sangre en la chaqueta.

– Así es. -Jimmy se percató del recelo del anciano-. Hay heridos graves y las ambulancias no pueden venir a por ellos. ¿Conoce a Eileen Hinkley? ¿De Glebe Tower… que era enfermera… y lleva el Teléfono de la Amistad? Estamos utilizando su casa como centro de primeros auxilios.

Al parecer había pronunciado las palabras mágicas -«Ábrete, Sésamo»-, pues el anciano asintió con la cabeza.

– Si viviera en Humbert Street le dejaría pasar por mi casa, pero estoy ahí, en Bassett. -Señaló con la cabeza hacia el jardín que daba al de la señora Carthew, que habían echado a perder de tanto pisotearlo-. Será mejor que me deje hablar con la joven Karen, del número cinco. Si va a aporrearle la puerta de atrás no le abrirá, pero a mí me escuchará. -Juntó las cejas en un gesto de ferocidad-. Pero tendrá que jurarme que no dejará entrar a los matones cuando salga a la parte de delante. Karen es minusválida… Solo faltaría que la tiraran al suelo esos patanes.

Jimmy asintió.

– Entiendo.

El hombre le pasó el machete.

– Espere aquí. Veré qué puedo hacer.

Jimmy apoyó el arma en el poste para sacar el móvil, con la esperanza de que la batería hubiera tenido tiempo de cargarse un poco. Suponía que habría pasado como mínimo una hora desde su marcha de Glebe Tower, pero cuando miró el reloj comprobó con asombro que apenas habían transcurrido treinta minutos. El teléfono seguía sin un hálito de vida y Jimmy volvió a guardárselo en el bolsillo mientras consideraba las opciones que tenía.

No había tiempo para trazar un plan pero, a juzgar por la cara de terror de la gente que salía huyendo por la puerta trasera de la señora Carthew, se había desatado un infierno en Humbert Street y lo más sensato era alejarse lo máximo posible de allí. ¿Le costaría mucho sacar a Melanie y los niños de la zona? ¿Y Gaynor? Si era cierto que estaba vigilando la puerta de entrada de la señora Carthew, ni él ni Mel iban a abandonarla para salir corriendo en la otra dirección.

Lo más sencillo era tratar de meterse por los jardines para reunirse después allí. Podrían dirigirse a casa de Gaynor para ponerse a salvo y no asomar la nariz hasta que se calmara la situación. Pero la casa de Melanie no tenía salida por la parte de atrás, a menos que Jimmy traspasara el muro de cemento para aparecer en el salón de la señora Howard… y la muy bruja estaría esperándolo seguramente con un cuchillo de carnicero…

Una mujer con el rostro, blanco como el papel, surcado de lágrimas y un niño pequeño en brazos se desplomó en el césped.

– He pe-perdido a mi pe-pequeña Anna -tartamudeó antes de poner los ojos en blanco y caer hacia un lado, asfixiando al pequeño con el cuerpo.

Jimmy lo sacó de debajo y lo acunó en sus brazos recorriendo las proximidades con la mirada en busca de una niña pequeña.

– ¡anna! -vociferó-. ¡mamá está aquí! ¡aaanna! ¡aaanna!

Él no quería estar allí… tenía pensado sacar a Melanie de aquel barrio y empezar de nuevo… ¡se suponía que debía estar de camino a Londres con mercancía! ¿Quién le había nombrado guarda de su hermano?

– ¡aaanna! ¡busco a una niña pequeña que se llama anna! ¿alguien la ha visto?

– Aquí -dijo un chico con el rostro manchado de lágrimas, y le puso delante una niña pequeña toda sucia-. Se ha caído. -Al muchacho le temblaba el labio inferior-. Yo tampoco sé dónde está mi madre, señor. -Le corrió un lagrimón por la mejilla.

Con un suspiro, Jimmy tendió una mano y los atrajo a su lado.

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