Minette Walters - La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama.
Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza…
«La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail
«Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times
«Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express
«Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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– Ahora estáis a salvo -les dijo.

Cinco minutos después, su amigo el soldado se mostró sorprendentemente dispuesto a hacerse cargo del pequeño rebaño de desamparados, que se había visto engrosado por otros tres golfillos mugrientos que se habían separado de sus amigos o familiares y estaban demasiado asustados para vagar solos entre el gentío.

– En cuanto se calme la cosa, me los llevaré a la cocina y les daré una taza de té -dijo el hombre con brusquedad-. Vayase ya. La joven Karen está esperándolo. No olvide cerrar la puerta de la calle al salir. Ya está bastante asustada.

– Descuide. -Jimmy le tendió la mano-. Gracias, jefe, le debo una.

El anciano se la estrechó.

– Es como la guerra -comentó con nostalgia-. La adversidad saca lo mejor de la gente.

– Sí -convino Jimmy con un ligero tono de ironía-, algo así dijo Eileen Hinkley.

La «joven» Karen tenía unos sesenta años, diez arriba, diez abajo, y padecía el mal de Parkinson. Iba en silla de ruedas y no podía hablar, pero sonrió y asintió con la cabeza cuando Jimmy le dio las gracias y le aseguró que cerraría bien la puerta de entrada al salir. Quería preguntarle si estaba asustada… quién cuidaba de ella… si se encontraba sola…

Pero no había tiempo. Y ella tampoco habría podido responder.

Empezaba a notar la carga de la gente como pesos de plomo en su corazón. Las deudas monetarias las entendía. Las afectivas eran mortales. Era como pasar por todas las fases de un proceso de separación. Hilos invisibles que lo unían a todo el maldito mundo. Mujeres policía… sanitarios… ancianas batalladoras… señoras minusválidas… soldados chalados… niños… bebés… Prefería el anonimato.

Gaynor se le agarró del cuello con suavidad y rompió a llorar al verlo a su lado.

– ¡Oh, Dios mío, Jimmy! -exclamó entre sollozos, aferrándose a él-. Gracias a Dios… Gracias a Dios. He rezado para que ocurriera un milagro.

La aglomeración había disminuido tras la primera avalancha, ya que el espacio libre que había quedado en la calle con el éxodo repentino de dos o tres centenares de personas había incitado a los demás a permanecer donde estaban. No por mucho tiempo. Había demasiada gente empujando sin cesar desde Forest Road para que no cundiera de nuevo la claustrofobia, y Jimmy, que sacaba una cabeza a Gaynor, lo veía venir.

– Es hora de irse -dijo señalando con la cabeza hacia el pasillo-. Vete por tu cuenta a casa y yo llevaré a Mel y los niños en cuanto dé con ellos.

Gaynor negó con la cabeza.

– No puedo -repuso con obstinación-. Alguien tiene que quedarse aquí, y debo ser yo porque es culpa mía que se haya montado todo esto. -Le mostró a Jimmy el móvil-. Tengo a un poli al teléfono. Dice que hay que mantener una salida abierta… y abrir más si es posible… eso o impedir que la gente pase a Humbert. -Le tendió el móvil con brusquedad-. Habla tú con él, Jimmy -le rogó-. Por favor te lo pido. Quizá él te explique cómo frenar a la gente antes de que alguien acabe muerto.

– ¿Y qué hay de Mel?

La preocupación empañó los ojos de Gaynor.

– No lo sé. Nos separamos. No dejo de decirme que debo tener fe en ella. Tu mujer no es tonta, cariño, y nunca dejaría que les pasara nada a los niños. -Se le saltaron las lágrimas-. Para ser sincera, me preocupa más nuestro Col. -Se llevó una mano al pecho, donde residía el dolor-. Se vuelve tan idiota cuando va borracho… pero lo quiero como una mala cosa, Jimmy.

Exterior del nº 23 de Humbert Street

Colin nunca había estado tan sobrio. O asustado. La piel le empezaba a quemar a través de la camiseta, y sabía que habría que sofocar el fuego o el calor los obligaría a abandonar sus puestos y la casa ardería igualmente. Colin no perdía de vista la puerta para ver con qué rapidez se consumía. Tenía una idea más clara que su hermana sobre cómo funcionaba la combustión, y le constaba que las llamas tendrían que devorar por completo la puerta antes de que pudieran prender en la moqueta, los zócalos y los muebles del interior, pero no veía la manera de impedir que eso ocurriera.

No dejaba de preguntarse por qué no hacían nada los pervertidos. ¿Es que no se daban cuenta de lo que pasaba? ¿No olían a quemado? Él en su lugar estaría vertiendo teteras de agua por el buzón ahora que se podía. ¿No entendían que aquel escaso cordón de gente no podría proteger la puerta indefinidamente?

Le asaltaron pensamientos insidiosos. ¿Seguirían los pervertidos allí dentro? Tal vez se hubieran escabullido por detrás. ¿Estarían él y Mel defendiendo una casa vacía?

– Voy a trepar por la ventana para apagar el fuego desde dentro -gritó al oído de Melanie-, pero tienes que asegurarte de que la fila de gente resista mientras lo hago, porque no quiero que Wesley tire otra bomba cuando entre ahí dentro. ¿Entendido?

Tal vez Melanie había llegado a una conclusión similar, porque asintió de inmediato. Tenía los brazos y los hombros desnudos rojos por el calor, y lo único que dijo fue:

– Date prisa, ¿vale?

Colin pasó por detrás de ella y se quitó un zapato para golpear los dientes de los vidrios de la ventana que quedaban en el marco. Un escalofrío de curiosidad se extendió entre la multitud al verle saltar por encima del alféizar. ¿Qué pretendía? ¿Proteger a los pervertidos poniéndose de su lado? ¿O tratar de obligarlos a rendirse?

La voz de Wesley Barber se alzó en mitad del silencio.

– Eh, zorra, tu hermanito el valiente va a achicharrarse como no saque de ahí a esos pervertidos.

Melanie salivó con esfuerzo para humedecerse la boca reseca.

– Eres tú, Wesley, el que va a acabar achicharrado como le pase algo a nuestro Col. Te rociaré de gasolina y encenderá la cerilla yo misma.

Interior del nº 23 de Humbert Street

Colin, que tenía experiencia en el robo con allanamiento de morada, hubo de apoyarse en la jamba de la puerta para asomar la cabeza en el pasillo. Le temblaban tanto las rodillas que pensaba que se caería. Una cosa era abrir la puerta trasera de una casa con un mazo cuando sabías que los propietarios estaban fuera, y otra muy distinta entrar en la vivienda de un par de pederastas gays cuando sabías que seguramente estarían esperándote. Había actuado sin pensar. ¿Y si lo tomaban como rehén? ¿Y si lo sodomizaban? ¡Mierda!

Aguzó el oído para ver si captaba voces pero era imposible percibir nada con los ruidos procedentes de la calle. El olor de la puerta ardiendo era intenso, y no podía creer que se hubieran marchado. ¿Dónde coño estarían? Pasó por delante de la puerta del cuarto trasero de abajo, aguzando el oído cuando reparó en que no estaba cerrada del todo, pero si había alguien dentro no llegó a oírlo. Tras echar un rápido vistazo al piso de arriba, vio que no había nadie merodeando por allí, pero no estaba muy dispuesto a investigar. Tenía la cabeza llena de imágenes de películas de vampiros metidos en ataúdes.

La puerta de la cocina estaba entornada y Colin se acercó a ella de puntillas. Por el resquicio vio el filo de una mesa que sobresalía por detrás de la puerta y supuso acertadamente que la habrían utilizado para bloquear esta antes de que alguien hubiera decidido volver a abrirla. Pero ¿por qué? ¿Porque aún seguían dentro y querían saber qué pasaba? ¿O porque ya no estaban allí?

Y si no estaban allí… la puerta abierta significaba que los muy cabrones se encontraban en alguna parte detrás de él…

Colin se volvió, con el corazón dándole brincos en el pecho como un ratón atrapado en una ratonera. Habría salido corriendo de allí si no hubiera visto humo colándose por el buzón. Tenía que hacer algo rápido o Wesley y su pandilla prenderían fuego a la casa en cuanto obligaran a Mel a apartarse de la puerta, pero el miedo a los pervertidos chocaba con el miedo al fuego en su cabeza y se quedó paralizado, presa de la indecisión. Al igual que su madre unas casas más abajo, Colin empezó a rezar. «Oh, Dios, por favor, que no estén los pervertidos en la cocina… ¡Oh, Dios! ¡Dios mío!».

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