Jimmy se echó a reír.
– Así que más vale ser ateo y pasárselo bien, ¿no?
– Esa es mi opinión -afirmó ella con tono alegre-. Estás condenado tanto si lo haces como si no… así que más vale aprovechar al máximo mientras se pueda.
– La veré después. -Jimmy se despidió haciéndole una seña con el dedo.
Con una preocupación repentina, Eileen le puso una garra artrítica en el brazo.
– Tenga cuidado, Jimmy. Mi amiga decía que ojalá fuera de noche.
– ¿Por que?
– Porque la policía está perdiendo la batalla… y eso no lo sabría si no lo viera. Al parecer, están apostados en la carretera principal, sin poder entrar a la urbanización. Los gamberros prenden fuego a todo lo que encuentran a su paso. Mi amiga está muerta de miedo… cree que nos van a matar a todos mientras dormimos… y eso que confía en su salvación.
– ¿Y usted tiene miedo? -le preguntó Jimmy.
– Aún no -respondió ella con sequedad-. Pero de momento solo cuento con su palabra sobre lo que ocurre… y ella siempre exagera.
En aquel caso no, pensó Jimmy consternado, mientras contemplaba la escena de devastación que tenía enfrente. Armaguedón no era una mala descripción. Solo faltaban los cuatro sombríos jinetes del Apocalipsis espoleando sus corceles entre la densa humareda para que la ficción se convirtiera en una horrible realidad.
Coches volcados a la entrada de Bassindale Row ardían con virulencia despidiendo al aire una negra cortina de humo graso y asfixiante procedente de los neumáticos de caucho en llamas y la espuma de látex de los asientos. El fuego lo había originado un cóctel molotov mal lanzado que no había alcanzado su objetivo -un vehículo de la policía- y, en su lugar, había rociado los bajos de un viejo Ford Cortina vuelto patas arriba, lo que provocó la explosión del depósito de gasolina, que perdía combustible. El viento procedente de los campos ondulantes situados más allá de la Urbanización que soplaba por el cañón de hormigón de Bassindale Row había alejado la densa humareda de los jóvenes de las barricadas hasta nublar la vista de los policías, y la idea de envolver a la bofia en un humo cegador no tardó en llevarse a la práctica.
Jimmy no fue el único en darse cuenta de que se trataba de una estrategia corta de miras. Los jóvenes de las barricadas se habían tapado la nariz y la boca con pañuelos atados al cuello, en previsión de que el viento cambiara de dirección y se volviera en su contra. De nada les sirvió aquella medida -el humo era demasiado denso y viscoso para que la tela pudiera filtrarlo- y la policía argüyó con posterioridad que las mascarillas se habían empleado como disfraz, no como protección.
Sobre el terreno, Jimmy solo previó que el arresto de todo aquel que estuviera en medio cuando la policía se abriera paso a través de la barricada sería inevitable. Un remolino de viento abrió un claro en la densa cortina de humo, lo que le permitió vislumbrar por un instante el arsenal de la policía y las apretadas filas de los agentes antidisturbios uniformados de negro en la retaguardia. ¡Joder!, pensó Jimmy, y retrocedió con disimulo para camuflarse en la sombra del umbral de una puerta. Parecía una escena sacada de La guerra de las galaxias.
Mientras volvía sobre sus pasos para alejarse de allí, un niño pequeño corrió en dirección a la barricada y, en medio del vocerío cada vez mayor, lanzó una bomba casera en llamas por el agujero abierto entre el humo. Las llamas describieron un arco titilante cual fuego fatuo antes de convertirse en una cortina de fuego a lo largo del asfalto que la policía tenía enfrente. Tuvo la décima parte de la belleza de unos fuegos artificiales, pero provocó mil veces más entusiasmo.
Era la guerra.
Exterior del nº 23 de Humbert Street
El cóctel molotov de Wesley Barber también había alcanzado su objetivo. Una cortina de llamas rugió ante la puerta de la casa del pervertido y se alimentó de su esmalte inflamándolo en tiras llameantes. Para Melanie, que solo había visto incendios en las películas, aquello era una catástrofe. Semejante fuego nunca podría llegar a contenerse. Una vez que prendiera en el número 23, se propagaría en pocos minutos hasta el 21a de la señora Howard y, de allí, al 21, donde se encontraban Rosie y Ben.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó echando a correr hacia allí-. ¡Haz algo, Col! ¡Haz algo!
Su hermano trató de retenerla, pero ella tenía mucha más fuerza, y Colin observó impotente cómo Melanie pisoteaba el anillo exterior de gasolina inflamada sobre el camino de entrada, en un vano intento de acercarse a la puerta y apagar el fuego. Si por lo menos hubiera llevado aún la chaqueta habría tenido con qué protegerse, o podría haberla utilizado como manta para sofocar las llamas. Pero en aquel momento solo llevaba una camiseta y unos pantalones cortos, y vestida así no pudo soportar el calor por mucho tiempo.
Con un alarido de desesperación, volvió la cara para protegerla del fuego y cayó de rodillas delante de la muchedumbre, sollozando histéricamente, con las manos entrelazadas frente a ella en un gesto suplicante.
Se hizo el silencio. A Wesley Barber, que estaba a punto de encender una segunda botella para lanzarla después, uno de sus amigos le arrebató el artefacto de la mano.
– Esa es la hermana de Col Patterson -gruñó-. ¿Es que también quieres quemarla a ella?
Wesley, corto de luces e inflado de drogas y adrenalina como estaba, bramó con furia en mitad del silencio:
– ¿A quién coño le importa? No es más que una zorra blanca.
Todo el mundo lo oyó. Incluso Melanie, por descontado. La joven se puso en pie con un movimiento vacilante y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. Imponía más autoridad de la que creía, no solo porque ella y su familia eran conocidas en toda la urbanización, sino también porque estaba embarazada. Como de costumbre, su atuendo, o la falta de él, dejaba ver más de lo que tapaba, y nadie podía malinterpretar la forma en que bajó la mano para protegerse el vientre hinchado y desnudo.
– Mi hijo es negro -espetó a Wesley-. ¿También quieres matar a los negros? -Melanie escudriñó a los presentes con una mirada feroz-. ¿Para eso habéis venido? ¿Para ver cómo una pandilla de retrasados inútiles como Wesley Barber mata a gente? ¿Cómo va a salir quien sea de ahí si esas casas empiezan a arder? En esta calle hay niños y ancianos. ¿Os sentiréis orgullosos cuando saquen a esas criaturas muertas en camilla? ¿Os hará sentir bien?
Fue un mensaje que no dejó indiferente a las mujeres. Ni a Colin. Con más valor del que creía tener, recorrió los diez metros que le separaban de su hermana para ponerse a su lado y cogerle la mano, tomando partido públicamente y alineándose así en contra de sus amigos. Se trataba de un símbolo conmovedor de todo cuanto había puesto en marcha aquella situación -el amor familiar y el deseo de proteger a los niños-, y las dos figuras menudas, con su aspecto de jovencitos desamparados y el rostro surcado de lágrimas, restablecieron en cierta medida la cordura.
Una mujer negra de mediana edad se abrió paso a empujones entre la multitud para unirse a ellos.
– Sigue así, cariño -dijo a Melanie-. Así se hace. -Acto seguido, alzó la voz-. ¡Vamos, hermanas! -gritó con un fuerte bramido gutural, mucho más imponente que la voz aguda de Melanie-. A ver si mostramos un poco de solidaridad. Esto no tiene nada que ver con la raza. -Clavó los ojos en Wesley-. Y tú será mejor que muevas tu culo negro y te largues a casa, muchacho, porque pienso contarle a tu madre lo que le has dicho a esta joven. La señora Barber es una buena mujer y te zurrará a base de bien.
Una antigua amiga del colegio de Melanie se apartó sigilosamente de su novio.
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