Minette Walters - La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama.
Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza…
«La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail
«Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times
«Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express
«Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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– Fue antes de que empezara a desaparecer -señaló-. Fuimos al centro un par de veces los tres juntos. Hizo una llamada el primer día y dos el siguiente.

– ¿Cómo las pagó?

– Llamó a cobro revertido.

– ¿Oíste lo que decía? ¿Llegaste a oír el nombre de la persona con la que hablaba?

– ¡Qué va!

– ¿Dónde estabais vosotros?

– La primera vez, cerca. La segunda, superlejos.

– Entonces oirías la primera llamada. Trata de recordar, Barry.

El chico se encogió de hombros.

– No me interesaba. Uno no presta atención cuando no le interesa una cosa. De todos modos, Amy lloraba, y daba vergüenza ajena. -Barry tembló ante el ceño fruncido del inspector-. Puede que fuera alguien cuyo nombre empezaba por «M», porque Kim dijo después que era de una mala educación de la hostia llamar a alguien por su inicial.

Tyler fue al piso de arriba para contrastar la información con Kimberley, y luego regresó a la cocina.

– ¿Cómo llama Amy a su padre? -preguntó a Laura.

– Papá.

– ¿No «M» de Martin?

– No -respondió Laura, no sin asombro-. Martin nunca se lo habría permitido.

Tyler lo había supuesto.

– ¿Le dice algo «M»? Barry y Kimberley aseguran que Amy telefoneó a una persona desde una cabina pública y que la llamó «M». Debía de conocerla bien, porque telefoneó a cobro revertido. De momento solo se me ocurre que sea Em… abreviatura de Emma. ¿Tenía alguna amiga del colegio en Southampton o en Bournemouth que se llamara así?

Los últimos vestigios de color desaparecieron del rostro de Laura.

– Amy se traga las des al hablar -murmuró-. Decía Ed.

Capítulo 18

Sábado, 28 de julio de 2001.

Interior del nº 23 de Humbert Street

Sophie había perdido la noción del tiempo, dado que se le había parado el reloj. Cada vez que lo miraba, veía la misma hora que cuando había tratado de calcular cuánto tiempo llevaba recluida. En la estancia reinaba un silencio tal que tenía la sensación de llevar días encerrada allí. El batir de las palas del helicóptero iba y venía. Los gritos de la calle se elevaban para descender después como los espectadores de un estadio haciendo la ola. Sophie aguzó el oído para ver si captaba algo que le diera algún indicio de lo que ocurría.

– No es la policía -murmuró finalmente-. Si lo fuera, ya habría entrado aquí.

– Primero tendrán que despejar la calle -señaló Nicholas.

Era cierto, se dijo Sophie con determinación. Esas cosas requerían su tiempo. ¿Cuánto medía una cuerda? ¿Cuántos policías se necesitaban para sofocar un amotinamiento? Nicholas volvió la cara hacia la pared que tenía enfrente, y solo el extraño parpadeo de sus ojos cuando miraba hacia la puerta delataba su preocupación. Franek parecía dormido.

Sophie no lograba entender la calma de Nicholas. ¿Tan acostumbrado estaba a la sumisión que lo aceptaba todo sin rechistar? ¿Acaso carecía de imaginación? ¿O la suya era demasiado activa? Sophie trataba por todos los medios de poner freno a las interminables hipótesis que una tras otra asaltaban su mente, pero era como intentar detener un caballo desbocado. No había nada que hacer en él opresivo silencio dominante en aquella habitación salvo repasar sus temores.

¿Por qué tardaban tanto en responder cuando había advertido a Jenny que temía ser víctima de una violación? ¿Acaso estaría ocurriendo algo más grave en alguna otra parte? ¿Y si la policía no podía pasar? ¿Qué sucedería? ¿Cuánto tiempo tendrían que permanecer en aquella situación? ¿Y si algunos hombres de los que había en la calle golpeaban la puerta identificándose como agentes de policía? ¿Sabrían Nicholas y Franek que no lo eran? ¿Y ella? ¿Debía gritar llegado el momento? ¿Debía guardar silencio? ¿Y si irrumpían en la habitación? ¿Qué intención tendría la gente de la calle? ¿La de asustar? ¿La de matar?

Sophie necesitaba hablar para mantener la cordura.

– ¿Tiene trabajo? -preguntó a Nicholas.

El hombre, a su pesar, volvió de nuevo la mirada hacia ella.

– Ya no.

– ¿A qué se dedicaba cuando tenía trabajo?

– A dar clases -respondió él con tono cansino.

– ¿Clases de qué?

– De música.

– ¿Y por qué lo dejó?

– Me echaron.

La última frase señalaba el fin de la conversación a menos que Sophie estuviera dispuesta a preguntarle por el motivo de su expulsión. Y no lo estaba. Era un territorio que prefería no explorar. Ignoraba si Fay sabía a ciencia cierta que vivía un pederasta en aquella calle, o si se trataba de un rumor que había llegado a descontrolarse, pero no podía por menos de suponer que existía alguna relación entre lo que Melanie le había contado y lo que ocurría en la calle.

Recordó el desasosiego de Nicholas cuando ella le preguntó si había conocido a Amy Biddulph en Portisfield y el comentario de Franek en referencia a las molestias que les había causado la policía cuando se presentaron en su casa «aporreando la puerta y haciendo preguntas sobre la niña desaparecida». El temor de que el cuerpo de la criatura pudiera hallarse en algún rincón de la casa se empeñaba en importunarla, pero Sophie lo obvió para evitar que el pánico se apoderara de ella. La policía la habría buscado por toda la casa, se dijo, y seguro que no habrían dejado a aquellos hombres sin vigilancia si hubieran tenido la más mínima sospecha de la implicación de uno de ellos o de ambos en la desaparición de la pequeña.

Pero ¿a cuál de los dos habían interrogado? La pregunta no resultaba tan fácil de obviar. Sophie deseaba que hubiera sido a Franek, pero la razón le decía que se trataba de Nicholas, y no quería «oírlo confirmar sus sospechas. Solo serviría para empeorar la situación -una vez desvelados los secretos, perderían la vergüenza-, y Sophie prefería seguir teniendo a Nicholas como aliado, por imperfecto que fuera, a obligarle a confesar que era tan malo como su padre.

Una vez más, el silencio se hizo omnipresente. Una vez más, Sophie se vio pendiente de los sonidos procedentes del exterior. La dirección había cambiado. Parte del alboroto parecía provenir de los jardines.

– ¡Ahora hay gente gritando en la parte de atrás! -exclamó con temor.

Nicholas también se había percatado de ello, porque lanzó una mirada nerviosa hacia la ventana.

– Usted dijo que no podrían dar la vuelta por atrás sin romper las vallas -le recriminó Sophie.

– Supongo que eso es lo que habrán hecho.

La insistencia del hombre en negarse a ver las consecuencias la enfurecía.

– Entonces ¿dónde está la policía? -preguntó Sophie entre dientes-. No deja de decir que están ahí fuera… pero ¿dónde? Si estuvieran ahí no habrían dejado entrar a la gente en tropel en los jardines. No es así como funciona la cosa. Hay que contener a las masas y crear vías de escape controladas. Cortar las carreteras, designar una serie de salidas seguras. He hecho cursillos de todo eso… como parte de mi formación en casos de emergencia en hospitales.

– ¿Y qué más da? -susurró Nicholas-. No podemos hacer otra cosa que esperar.

Sophie lo miró incrédula.

– ¿Eso es todo? ¿Qué quiere?, ¿que hundamos la cabeza en la arena y esperemos a que pase el problema?

Nicholas esbozó una leve sonrisa.

– Las cosas nunca son tan malas como uno piensa -murmuró.

– No -espetó Sophie, vencida por la tensión-. Suelen ser peores. ¿Sabe cómo es el dolor que siente un enfermo de cáncer? ¿Sabe lo valiente que tiene que ser una persona para sufrir el martirio de que los tumores le devoren los órganos? -Apuntó un dedo hacia él-. ¿Sabe cuántos de ellos quieren suicidarse? Todos. ¿Y sabe cuántos de ellos aguantan por sus familias? -De nuevo lo apuntó con el dedo, furiosa-. Todos. Así que nunca… nunca… nunca más vuelva a decirme que las cosas no son tan malas como uno piensa.

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