Minette Walters - La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama.
Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza…
«La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail
«Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times
«Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express
«Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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– Mañana hablaré con él -prometió Melanie-, en cuanto echemos a los pervertidos.

Pinder Street. Urbanización Bassindale

La agente de policía Hanson no pudo dejar de ver la pintada al torcer hacia Pinder Street. La habían hecho en un muro liso al final de la hilera de casas adosadas de color amarillo y rosa fluorescente -«Muerte a la pasma»-, y debajo había un dibujo que representaba unos pies de cerdo descuartizados y atravesados por una esvástica nazi. No estaba allí el día anterior y la agente Hanson se obligó a mirarla con indiferencia. No podía ir dirigida a ella en particular.

Se detuvo en la puerta del número 121 y salió del coche para intentar de nuevo interrogar al joven de quince años Wesley Barber acerca de un robo con tirón ocurrido en el centro. El modus operandi encajaba a la perfección -el objetivo era una mujer mayor que salía por la puerta lateral de la oficina de correos con el monedero, lleno con el dinero de la pensión, en la mano-, pero la descripción de la testigo, «un chico negro grandote de mirada penetrante», no lograría convencer al magistrado de que Wesley, con su cara angelical, era el culpable.

Wesley era un muchacho con problemas de aprendizaje -un psicópata juvenil que tomaba meta y tripis, según el director de su colegio, quien hacía la vista gorda ante su falta de asistencia a clase para que no apareciera por el centro-, pero tenía cara de santo; Todo el mundo había perdido las esperanzas de que se enmendara, incluida su madre, que se pasaba la mayor parte del tiempo de rodillas en la iglesia, rezando para que ocurriera un milagro. Además, el chico nunca estaba en casa cuando la policía llamaba a su puerta, así que existían pocas probabilidades de que el interrogatorio llegara a realizarse.

Hanson oyó unos gritos procedentes del final de la calle y al levantar la mirada vio a una pandilla de muchachos doblar la esquina luchando entre sí y profiriendo insultos. Se apresuró a bajar la vista, ante el temor de suscitar un enfrentamiento, pero los chicos se batieron en retirada a toda prisa al ver el coche patrulla. Aun así, uno de ellos gritó lo bastante alto para que Hanson lo oyera:

– Es una zorra sola, me cago en la hostia. Podemos con ella.

Hanson apoyó una mano en la portezuela del coche para tranquilizarse y se quedó mirando con determinación a la pandilla como si estuviera sopesando las posibilidades. Tenía pánico a Acid Row y siempre se lo había tenido. Lo comparaba con el miedo a los perros. Por mucho que uno siguiera todas las pautas de conducta aconsejables, si el miedo era el único sentimiento que uno experimentaba, ese era el que percibían los animales. Había tratado de explicárselo una vez a su jefe, y él la puso de vuelta y media. «Vas a pasarte más tiempo en ese lugar que en ningún otro sitio -le dijo-. Es la naturaleza de este trabajo. Así que, si no eres capaz de aguantarlo, será mejor que lo dejes ahora, porque te arrancaré el pellejo como vuelvas a referirte a esas personas como “animales”.»

Ella no había pretendido decir eso. Utilizó el miedo a los perros como una analogía, pero él no la entendió o no quiso entenderla. Necesitaba ayuda, y la única ayuda que le brindó su jefe fue obligarla a enfrentarse a su fobia cada día. En tres meses había pasado tanto tiempo sola en Acid Row que su miedo se había intensificado hasta tornarse en paranoia. Creía que la seguían y la vigilaban todo el tiempo mientras patrullaba la zona. Creía que los jóvenes se juntaban en grupos con la intención concreta de cogerla desprevenida y sin protección. Y también creía, como el típico paranoico, que su jefe andaba detrás de la conspiración para destruirla. Siempre la mandaba patrullar sola…

– Ahí está otra vez esa poli -anunció la madre de Wesley mirando a través de los visillos-. ¿Vas a hablar con ella esta vez?

Sabía que el chico había hecho algo malo. Nunca fallaba. A pesar de todas sus plegarias, en el fondo sabía que su hijo no tenía salvación. El pastor le había contado que tomaba drogas, pero ella no lo creyó. Era el mismísimo diablo quien se había apoderado de Wesley, igual que había hecho con su padre.

– Ni de coña. Esa intenta endosarme un atraco.

La señora Barber miró fijamente a su hijo.

– ¿Lo hiciste tú?

– Pues claro que no -contestó él con tono quejumbroso.

– Serás embustero -repuso ella dándole un buen coscorrón con una mano rolliza-. ¿Cuántas veces te he advertido? La próxima vez que le robes el dinero a una anciana te perseguiré yo misma por las calles.

– ¡Vale ya! -gritó Wesley-. No fui yo, mamá. ¿Por qué nunca me crees?

– Porque eres hijo de tu padre -contestó ella furiosa. Se volvió hacia la ventana y vio lo blancos que se le ponían los nudillos a la agente Hanson de tanto aferrarse a la puerta del coche-. Parece asustada -murmuró-. ¿Andáis tramando algo tú y tus amigos? ¿Qué eran todos esos gritos?

– No tiene nada que ver conmigo -mintió Wesley mientras caminaba de puntillas hacia el pasillo preguntándose qué diría su madre si supiera que había estado llenando botellas con gasolina-. Dile a esa poli que no sabes dónde estoy. -Wesley salió corriendo por la puerta trasera-. Hasta luego, mamá.

Pero la señora Barber estaba más pendiente del rostro lívido de la joven agente de policía. Presa de la congoja, se preguntaba qué habría hecho esta vez Wesley para que aquella mujer tuviera tanto miedo de hablar con él.

›Mensaje de la policía a todas las comisarías

›28/07/01

›12. 32

›Urbanización Bassindale

›Milosz Zelowski, nº 23 de Humbert Street, comunica que unos jóvenes le molestan en la calle desde que ha sido interrogado esta mañana con relación al asunto de la niña desaparecida

›Coche patrulla 031 responde a la llamada

›28/07/01

›12. 35

›Urbanización Bassindale

›La señora J. MacDonald, nº 84 de Forest Row South, comunica haber visto a Amy Biddulph en Bassindale Row a las 22. 00 de ayer

›lnforma de 25 intentos de contactar con la policía

›Las líneas telefónicas de la policía siempre estaban ocupadas

›28/07/01

›12. 46

›Urbanización Bassindale

›Coche patrulla 031 desviado para interrogar a la señora J. MacDonald en relación con Amy Biddulph

Capítulo 7

Sábado, 28 de julio de 2001.

Nº 21 de Humbert Street. Urbanización Bassindale

Jimmy James agarró por el talle a Melanie cuando esta le sirvió el plato de comida en la mesa, pero ella fue más rápida y se escurrió del brazo que le ceñía la cintura con una grácil pirueta. Rosie soltó una risita desde la otra punta de la mesa.

– ¿Ves, cariño? -dijo su madre-. Te dije que cuando le soltaran solo pensaría en una cosa.

– No deberías decirle esas cosas a la niña -le recriminó Jimmy-. Es demasiado pequeña.

– Tiene que saber cómo son los tíos -sentenció Melanie con severidad dando un golpecito en el borde del plato con una cuchara-. Anda, come, que así podrás sacar el culo a la calle. Que no estás tan borracho como para no entender lo que ocurre.

Jimmy era un negro corpulento y guapo con la cabeza rapada que acababa de pasar cuatro meses en la cárcel por una serie de delitos menores, y no tenía intención de volver. Había dicho a Melanie que era por el niño que llevaba en su vientre, pero la verdad (que solo reconocía en su fuero interno) era que cada vez le resultaba más duro estar en la sombra.

– Ya, bueno… mira, Mel, yo no voy a ir -dijo irritado, y apartó la cuchara con un dedo-. Esta mañana se mascaba el mal rollo en la calle, y no pienso acercarme a ningún sitio donde ronde la poli.

– No van a arrestarte por manifestarte -repuso Melanie-. Es un país libre. Las protestas no están prohibidas.

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