Siete días más tarde, exacerbado por las noticias de la radio y la televisión que informaban sobre la desaparición de una niña en Portisfield, el sentimiento generalizado contra los pederastas había llegado al paroxismo. Por gentileza de un cartero que había mostrado a una vecina una carta reexpedida, se sabía que la dirección anterior de los hombres había sido Callum Road, Portisfield, así que el mismo viernes por la noche la vecina en cuestión telefoneó a la anterior ocupante del número 23, Mary Fallon, para averiguar qué sabía ella.
Mary no hablaba de otra cosa. Portisfield estaba plagada de policías que iban de puerta en puerta enseñando la fotografía de la cría y preguntando a todo el mundo si la habían visto o sabían adónde solía ir las dos últimas semanas. Hablaban de un «amigo» del que la familia no sabía nada, pero hasta un tarado comprendía que lo del «amigo» era un eufemismo para referirse a un pederasta al acecho. Hacía cerca de un mes habían desalojado a dos hombres de Portisfield después de que reconocieran a uno a partir de una fotografía, y Mary no era la única persona que había dicho a la policía que les siguiera la pista. La niña llevaba viviendo pared con pared con ellos Dios sabe cuánto tiempo y seguro que, tal como son los pederastas -siempre a la caza de niños solitarios y vulnerables-, se habían fijado en ella. No tenía sentido suponer que la cría se hubiera escondido en su propio vecindario, cuando había más posibilidades de que la hubieran recogido y llevado a otro sitio cada día.
Mary se quedó sin habla durante cinco segundos cuando su amiga le contó que los pederastas de Portisfield estaban viviendo en su antigua casa. No podía creerlo. ¡Su casa! ¡Ocupada por unos malditos pederastas! ¿Qué clase de idiota había decidido trasladarlos a aquella calle? Allí había más niños que adultos. Era como poner a un yonqui a cargo de una farmacia. ¿Y cómo se habían dado cuenta? ¿Acaso los hombres habían tratado de embaucar a algún crío? ¿Tenían coche? ¿Salían de la casa todos los días? ¿Había visto alguien a una niña delgada de pelo oscuro por allí?
Las respuestas eran en su mayoría negativas, pero siempre cabía la duda. La llegada de los hombres se había producido tan en secreto que resultaba lógico pensar que pudieran entrar y salir cuando quisieran. El más joven iba a comprar de vez en cuando; caminaba deprisa y no cruzaba nunca la mirada con nadie, pero quién sabía adónde iba cuando torcía la esquina de Bassindale Row o si tenía un coche aparcado a escondidas fuera de la urbanización. Al de mayor edad, de tez pálida y pelo negro, lo habían visto alguna que otra vez a través de la ventana, plantado en plena penumbra y mirando a los transeúntes con el ceño fruncido, pero a saber adónde iba de noche cuando la gente decente dormía. Y en cuanto a la niña… bueno, no la habrían llevado a la casa de día, ¿verdad que no?
A comienzos de la semana los vecinos habían planeado reunirse en Humbert Street aquel sábado por la tarde para obligar a la policía a sacar de allí a los pervertidos, aunque existía un sentimiento de irritación considerable por el hecho de que en Portisfield no habían tenido que hacer algo tan drástico… o enérgico, por así decirlo. Aquel hecho ponía de relieve la diferencia en el modo en que se percibían las dos urbanizaciones: una moderna y de movilidad social ascendente; la otra, un gueto degradado para la clase marginada. La clase ascendente se quejaba. La clase marginada se manifestaba.
Naturalmente, nadie en Bassindale se molestó en informar del plan a la policía. La idea era pillar a la pasma desprevenida para que no tuvieran más remedio que sacar de allí a los pederastas, sin darles la oportunidad de prohibir la manifestación y arrestar a nadie que intentara seguir adelante. En cualquier caso, había tantos chicos de Acid Row realizando trabajos comunitarios de fin de semana que, si la bofia se olía el menor problema, se perdería a la mitad de los soldados de a pie porque los arrestarían para tenerlos controlados hasta que se calmaran las cosas. Se trataba de una protesta de cifras. Cuantos más fueran, más fuerza tendría el mensaje… y menos probable era que no les hicieran caso.
Con cierta justificación, Gaynor y Melanie se enorgullecían de ser las cabecillas de la manifestación. Ellas eran quienes habían advertido a la comunidad de la presencia de los pervertidos. Suya era la determinación que había originado un compromiso mutuo por parte de sus vecinos. Suyo era el esfuerzo que había traducido las ideas en acción. Además, tenían una motivación totalmente desinteresada. A su modo de ver, el ayuntamiento estaba poniendo en peligro a sus hijos con la introducción de pederastas en la urbanización. Era un caso clarísimo. Si se obligaba a las autoridades a expulsar a los pervertidos, los niños estarían seguros.
Lo que les faltaba era imaginación, pues en ningún momento se les ocurrió que otros se apropiarían de su liderazgo en secreto o que la manifestación de protesta podría desembocar en una guerra. Desde luego no a plena luz del día en uno de los días más calurosos del año.
Pero, como la policía podría haberles dicho, los disturbios solo se producen cuando el calor exalta los ánimos.
Aquel sábado, en el banco situado a la puerta del economato, Melanie ponía al corriente a su madre sobre dónde y cuándo iban a concentrarse los manifestantes aquella tarde.
– Serán más que nada mujeres y niños -explicó Melanie-, pero creo que seremos unas cien personas, y eso ya es suficiente para dar que pensar a la pasma. Jimmy también irá y, siempre que tú y yo lleguemos las primeras para mantener un poco el orden, todo debería ir bien. -Melanie veía que Gaynor la escuchaba solo a medias-. Esto es importante, mamá -agregó con severidad-. Si tú y yo no estamos fuera del colegio a tiempo para organizar la historia, se irá al carajo. Ya sabes cómo son por aquí. Se pirarán al pub si no hay nadie que les diga lo que deben hacer.
– Ya, ya. Allí estaré, cariño -susurró Gaynor-. Lo que pasa es que estoy preocupada por nuestro Colin. Ese Wesley Barber ha vuelto a aparecer y Col sabe que no lo soporto.
– Jimmy también lo odia… lo llama retrasado… dice que les da mala fama a los negros porque anda todo el día colocado de meta. Tienes que imponerte, mamá. Jimmy cree que también toma tripis, y como Col se meta en ese rollo va a acabar bien jodido.
– ¡Ay, Dios! -Gaynor se pasó una mano preocupada por el pelo-. ¿Y qué debo hacer, cariño? Ayer estuvo por ahí hasta las tres de la noche con ese granujilla de Kevin Charteris. Algo se traen entre manos y no sé qué es.
– Lo que hacen todos los viernes por la noche -señaló Melanie-. Ir de discotecas y ponerse pedo. Kev no es tan malo como Wesley.
Gaynor meneó la cabeza.
– Col vino totalmente sobrio. Estaba tan enfadada que lo esperé levantada; sabe que si lo pillan otra vez robando lo arrestarán, pero no me dijo dónde había estado… solo abrió la boca para decirme que era una zorra tocahuevos.
Melanie pensó en su hermano de catorce años.
– A lo mejor estaba echando un polvo -aventuró con una risita-. Eso no es algo que un tío le contaría a su madre.
Pero Gaynor no se rió ante aquel comentario.
– Me parece que roba coches o algo así -dijo con tristeza-. Olía a gasolina, así que seguro que había estado en un coche. Le eché una buena bronca… me dijo que un día de estos se mataría… o lo matarían… y luego se encerró en su cuarto de un portazo y me dijo que me metiera en mis putos asuntos.
– Quizá debería hablar con él.
– ¿Lo harás, cariño? Sabes que a ti te escucha. Dile solo que no quiero que lo maten… Preferiría verlo en chirona que estampado contra una farola. Así al menos tendrá la posibilidad de hacerse mayor y convertirse en alguien de provecho.
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