Al cabo de un par de minutos, volvió a oír a Ricky.
– Sal del coche ahora y haz lo que te he dicho.
Abby abrió la puerta, pero era una batalla perdida contra el viento.
– ¡La puerta se cerrará! -le gritó al altavoz, presa del pánico.
– Sujétala con algo.
– ¿Con qué?
– Dios mío, mujer estúpida, algo habrá en el coche. Un manual, el contrato de alquiler. Quiero ver que dejas la puerta abierta. Te estoy observando.
Abby sacó el sobre con los documentos del alquiler del coche del bolsillo interior, empujó la puerta para abrirla y lo sacudió en el aire, para que Ricky pudiera verlo. Entonces se bajó. El viento soplaba tan fuerte que una ráfaga casi la tumbó y le arrancó la puerta de la mano, que se cerró de golpe. La abrió de nuevo, dobló el sobre en dos, para hacer una cuña más gruesa, cogió el sobre acolchado y acompañó la puerta hasta que encontró el tope de la cuña.
Luego, con el viento tirando tan fuerte de las raíces de su pelo que le hacía daño, los oídos doloridos y la ropa sacudiéndose con fuerza, dio veinte pasos inestables hacia el bosquecillo con los ojos disparados en todas las direcciones, la boca seca, muerta de miedo, pero ardiendo de rabia. Seguía sin ver a nadie. Excepto a Ricky, que ahora caminaba hacia ella.
El extendió la mano para coger el sobre con una sonrisa adusta de satisfacción.
– Ya era hora, joder -le dijo, y se lo arrebató con avaricia.
Entonces, con todas sus energías y todo el veneno acumulado que sentía por él, Abby levantó el pie derecho y le asestó un golpe tan fuerte como pudo entre las piernas. Tan fuerte que le dolió un horror.
Octubre de 2007
Ricky se quedó sin aire. Mientras se doblaba en dos, sus ojos se hincharon de dolor y sorpresa. Entonces Abby le dio un bofetón tan fuerte que el hombre cayó de lado. Le dio otra patada en la entrepierna, pero él le agarró el pie y se lo retorció bruscamente. Le dolió mucho y provocó que se estrellara contra la hierba mojada.
– Zorra de…
Se quedó callado al oír el rugido de un motor.
Los dos lo oyeron.
Casi sin poder creérselo, Ricky se quedó mirando la camioneta de los helados que subía hacia ellos dando botes por el sendero. Y a poca distancia, seis agentes de policía con chalecos antipuñaladas se acercaban corriendo desde un lado del hotel.
Ricky se puso de pie con dificultad.
– ¡Puta! ¡Has hecho un trato! -chilló.
– ¿Como el que hiciste tú con Dave? -le gritó ella.
Ricky recogió los sellos y se dirigió hacia el Honda. Abby corrió hacia el bosquecillo tan deprisa como pudo, olvidando el dolor en el pie. Detrás de ella, oyó el rugido de un motor. Giró la cabeza. Era la camioneta de los helados y vio que dentro había dos hombres. Luego, delante, a través de los troncos y las ramas y las hojas, vio partes de una furgoneta blanca.
Cegado por el dolor y la ira, Ricky se subió al Honda, metió la marcha y quitó el freno de mano antes incluso de cerrar la puerta. «Esa zorra se va a enterar.»
Aceleró a fondo, para ganar velocidad, y condujo directo hacia el bosquecillo. En estos momentos, no le importaba caer él también por el acantilado con tal que la madre de aquella zorra se despeñara. Con tal que Abby se pasara el resto de su puta vida lamentándolo.
Entonces una mancha de color apareció de repente delante de él.
Ricky pisó el freno, bloqueó las ruedas y soltó un taco. Giró el volante con brusquedad hacia la derecha, para intentar esquivar la camioneta de los helados, que había cruzado por delante del bosquecillo, eliminando la oportunidad de chocar contra el vehículo que se escondía dentro. El Honda dio la vuelta describiendo un arco ancho y la parte trasera chocó con el parachoques trasero de la camioneta de los helados y lo arrancó.
Luego, horrorizado, vio que dos coches pequeños, que había supuesto que pertenecían al personal del hotel, cruzaban a toda velocidad la hierba y se dirigían hacia él. Las luces azules giraban detrás de los parabrisas, las sirenas gemían.
Volvió a pisar el acelerador, desorientado por un momento, girando y girando. Uno de los vehículos se interpuso en su camino. Ricky dio media vuelta, bajó por un terraplén pronunciado, atravesó un dique, subió por el otro lado y llegó al asfalto firme de la carretera.
Luego, consternado, vio unas luces azules que bajaban a toda velocidad por la derecha.
– Joder. Mierda. Mierda, joder.
Presa de un pánico terrible, giró el volante a la izquierda y pisó el acelerador.
La única puerta de la furgoneta vieja y oxidada que no estaba obstruida por ramas y arbustos era la del conductor. Preocupada, Abby la abrió con cuidado, consciente de la advertencia sobre lo cerca que se encontraba del borde del acantilado.
Arrugando la nariz por el olor apestoso a heces, a tabaco y humanidad que había dentro, gritó:
– ¿Mamá? ¿Mamá?
No obtuvo respuesta. Con una punzada de terror, puso el pie en el escalón y subió al asiento delantero. Durante un momento terrible, escudriñando la oscuridad de la parte trasera, pensó que su madre no estaba allí. Lo único que veía era una especie de aparato electrónico, ropa de cama y una rueda de repuesto. La furgoneta se balanceó por el viento y un golpeteo resonó dentro.
Luego, a pesar del ruido, escuchó un débil y tímido:
– ¿Abby? ¿Eres tú?
Fueron, sin ningún género de dudas, las palabras más dulces que había oído en toda su vida.
– ¡Mamá! -gritó-. ¿Dónde estás?
– Aquí. -La voz de su madre era débil y sonaba sorprendida, como si dijera: «¿Dónde debería estar?».
Entonces Abby estiró el cuello por encima del asiento y vio a su madre, enrollada en la alfombra, asomando sólo la cabeza, tumbada en el suelo justo detrás de ella.
Pasó al otro lado, la furgoneta resonó cuando sus pies pisaron el suelo de metal desnudo. Se arrodilló y besó la mejilla húmeda de su madre.
– ¿Estás bien? ¿Estás bien, mamá? Tengo tu medicación. Voy a llevarte al hospital. -Tocó la frente de su madre. Estaba caliente y sudada-. Ahora estás a salvo. Se ha ido. Estás bien. Hay policía por todas partes. Te llevaré al hospital.
– Creo que tu padre ha estado aquí hace un minuto -susurró su madre-. Acaba de marcharse.
Abby comprendió que estaba delirando. Por la fiebre o la falta de medicamentos o ambas cosas. Y sonrió a pesar de las lágrimas.
– Te quiero muchísimo, mamá -dijo-. Muchísimo.
– Estoy bien -dijo su madre-. Estoy cómoda y enrolla-dita en la alfombrita.
Cassian Pewe bajó un momento su teléfono y se volvió hacia Grace.
– El Objetivo Dos está en el coche del Objetivo Uno, solo. Viene hacia aquí. Hay que interceptarlo si podemos, sin riesgos, pero llegan refuerzos detrás de nosotros.
Grace arrancó el motor. Ninguno de los dos hombres llevaba el cinturón de seguridad, una práctica común en las tareas de vigilancia para bajarse deprisa del coche si hacía falta. Tras escuchar el informe de lo que estaba ocurriendo, Grace pensó que debían ponérselo. Pero justo cuando iba a coger el suyo, Pewe dijo:
– Ahí está.
Entonces Grace también vio el Honda negro a quinientos metros de distancia, bajando la colina sinuosa a toda velocidad. Oyó el chirrido de los neumáticos.
– Objetivo Dos a la vista -dijo Pewe por radio.
– La prioridad es la seguridad de todo el mundo -dijo el comisario-. Si hace falta, Roy, tal vez tengas que utilizar tu vehículo en la operación.
Consternado, Pewe vio que Grace atravesaba el Alfa Romeo en la carretera estrecha, ocupando los dos carriles. Y se percató de que él estaba en el lado del todoterreno negro que iba hacia ellos. El lado que recibiría el impacto si el coche no frenaba.
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