Roy Grace, 3
© Peter James, 2007
Titulo de la edición original Not dead enough
Para Betie, Sooty y Phoepe
La oscuridad tardó en llegar, pero la espera mereció la pena. Además, el tiempo no suponía ningún problema para él. El tiempo -había acabado comprendiendo- era una de las pocas cosas en la vida que abunda cuando no se tiene mucho más. Era un rico de tiempo. Casi multimillonario.
Poco antes de la medianoche, la mujer a la que estaba siguiendo salió de la autopista y entró en el resplandor solitario del patio de una gasolinera BP. Él detuvo la furgoneta robada en el desvío oscuro, tras centrarse en las luces de freno de su coche. ¡Rojo para el peligro, rojo para la suerte, rojo para el sexo! «El 71 % de las víctimas de homicidio fueron asesinadas por alguien a quien conocían.» La estadística daba vueltas y vueltas en su cabeza, como la bola de una máquina del millón. Coleccionaba estadísticas, las guardaba cuidadosamente, como una ardilla las nueces, para alimentarse durante esa larga hibernación de la mente que sabía que llegaría algún día.
La pregunta era: ¿cuántas víctimas de ese 71 % sabían que iban a matarlas?
«¿Lo sabe usted, señora?»
Los faros de los vehículos pasaban a toda velocidad, la estela de un camión meció el pequeño Renault azul y provocó que las herramientas que llevaba detrás vibraran. Sólo había dos coches más en los surtidores: un monovolumen Toyota que estaba a punto de arrancar y un Jaguar grande. Su propietario, un hombre rollizo con un esmoquin que le sentaba muy mal, volvía de pagar en la ventanilla y se guardaba la cartera en el bolsillo. Había estacionado un camión cisterna de BP, y su conductor, vestido con un mono, desenrollaba una manguera larga, preparándose para rellenar los depósitos de la gasolinera.
Por lo que pudo determinar con un barrido minucioso, sólo una cámara de seguridad escudriñaba el patio. Era un problema, pero podía solucionarlo.
¡La mujer no podría haber elegido un lugar mejor para detenerse!
Le lanzó un beso silencioso.
En el aire cálido de aquella noche de verano, Katie Bishop se apartó el pelo rojizo y alborotado de la cara y bostezó; se sentía cansada. Mucho más que cansada, en realidad. Estaba agotada -pero de un modo muy, muy agradable, ¡gracias!-. Examinó el surtidor de gasolina como si fuera una criatura extraterrestre colocada en el planeta Tierra para intimidarla, ése era el sentimiento que le despertaban la mayoría de los surtidores de gasolina. Su marido siempre tenía problemas para entender las instrucciones del lavavajillas o la lavadora, decía que estaban escritas en un idioma extraño llamado «mujer». Bueno, pues para ella los surtidores de gasolina se regían por un idioma igualmente extraño: las instrucciones estaban escritas en «macho».
Como siempre, le costó sacar la tapa del depósito de su BMW. Luego se quedó mirando las palabras «premium» y «súper», intentando recordar cuál utilizaba el coche, aunque le parecía que nunca conseguía acertar. Si lo llenaba con premium, Brian la criticaba por poner una gasolina de una calidad demasiado baja; si metía súper, se molestaba con ella por gastar dinero. Pero ahora no salía ninguna de las dos. Sujetaba la pistola del surtidor con una mano, apretando con fuerza el gatillo, y agitaba la otra, intentando llamar la atención del encargado nocturno que dormitaba detrás del mostrador.
Brian la exasperaba cada vez más. Estaba harta de que se preocupara por todo tipo de pequeñeces -como la manera de colocar el tubo de la pasta de dientes en la repisa del baño, o cómo asegurarse de que todas las sillas de la mesa de la cocina estuvieran exactamente a la misma distancia las unas de las otras. Hablamos de milímetros, no de centímetros-. Además estaba volviéndose un poco pervertido; a menudo regresaba a casa con bolsas de sex shops llenas de cosas raras que insistía en que probaran. Y aquello le suponía un gran problema.
Tan absorta estaba en sus pensamientos que ni siquiera se dio cuenta de que el surtidor vibraba hasta que se detuvo con un ruido repentino. Inhalando el olor de los gases del combustible, que siempre le habían gustado bastante, volvió a colgar el surtidor, cerró el BMW con llave -Brian le había advertido de que a menudo robaban coches en las gasolineras- y se dirigió hacia la taquilla a pagar.
Al salir, dobló con cuidado el recibo de la tarjeta de crédito y lo guardó en su monedero. Abrió el coche, subió, cerró por dentro, se puso el cinturón y arrancó el motor. El CD de Il Divo comenzó a sonar de nuevo. Por un momento, pensó en bajar la capota del BMW, luego decidió no hacerlo. Era más de medianoche; sería un blanco vulnerable si conducía por Brighton a estas horas con el coche descapotado. Era mejor permanecer encerrada y segura.
Hasta que salió del patio y recorrió unos cien metros del desvio oscuro no se percató de que algo olía distinto en el coche. Un perfume que conocía bien: Comme des Garçons . Entonces vio que algo se movía en el retrovisor.
Y se dio cuenta de que había alguien dentro.
El miedo se apoderó de su garganta como un anzuelo; las manos se le paralizaron en el volante. Pisó el pedal del freno con fuerza y el coche se detuvo con un chirrido. Buscó la palanca de cambios para regresar a la seguridad del patio. Entonces notó el metal frío y afilado en el cuello.
– Sigue conduciendo, Katie -dijo él-. No has sido una niña buena, ¿verdad?
Entrecerrando los ojos para verle en el retrovisor, vislumbró un destello de luz, como una chispa, que salía de la hoja de un cuchillo.
Y en ese mismo retrovisor, él vio el terror reflejado en los ojos de la mujer.
Marlon hacía lo de siempre, es decir, nadar por su pecera, circunnavegando por su mundo con la determinación incansable de un explorador que se adentra en otro continente desconocido. Abría y cerraba la boca, casi siempre mordiendo el agua, sólo engullendo de vez en cuando una de las bolitas microscópicas que Grace imaginaba que, por lo que le habían costado, serían el equivalente para peces de una cena en el restaurante de Gordon Ramsay.
Grace estaba en el salón de casa, apoltronado en el sillón reclinable. Su esposa, Sandy, desaparecida tiempo atrás, había decorado la sala con un estilo minimalista en blanco y negro; hasta hacía poco, allí sus recuerdos abundaban. Ahora tan sólo quedaban algunos objetos singulares de los cincuenta que habían comprado juntos (ocupando el lugar de honor estaba una máquina tocadiscos que habían restaurado) y una única fotografía de ella, en un marco de plata, tomada doce años atrás en unas vacaciones en Capri, su rostro hermoso y bronceado sonriendo con descaro. Estaba apoyada en unas rocas escarpadas, con su pelo rubio revoloteando al viento, bañado por la luz del sol, como la diosa que había sido para él.
Tomó un trago de Glenfiddich, los ojos pegados a la pantalla del televisor, viendo una película antigua de DVD. Era una de las diez mil que su amigo Glenn Branson no podía creer que no hubiera visto nunca.
Y no era que últimamente la superioridad de Branson en temas cinematográficos sacara lo mejor de su naturaleza competitiva, sino que Grace se había propuesto aprender, educarse, llenar ese enorme agujero negro cultural que tenía en la cabeza. Durante el mes pasado, se había ido dando cuenta de que su cerebro era el depositario de páginas y páginas de manuales de instrucción policial y datos sobre rugby, fútbol, automovilismo, criquet y poco más. Y eso tenía que cambiar. Deprisa.
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