Peter James
Tan Muerto Como Tú
Título original inglés: Dead like you
© de la traducción: Jorge Rizzo
A Anna-Lisa Lindeblad-Davies
Jueves, 25 de diciembre de 1997
Todos cometemos errores, constantemente. La mayoría de ellos son cosas triviales, como olvidarse de devolver una llamada, de poner dinero en un parquímetro o de recoger la leche del supermercado. Pero en ocasiones -por fortuna muy pocas veces- cometemos ese gran error.
El tipo de error que puede acabar costándonos la vida.
El tipo de error que cometió Rachael Ryan.
Y tendría mucho tiempo para pensar en ello.
Si… hubiera bebido menos. Si… no hubiera hecho tantísimo frío. Si… no se hubiera puesto a llover. Si… no hubiera habido una cola de un centenar de personas igual de bebidas que ella esperando taxis en East Street a las dos de la mañana aquella Nochebuena. Si… su piso no hubiera estado a tiro de piedra, a diferencia del de sus compañeras de fiesta, Tracey y Jade, que estaban igual de bebidas pero vivían lejos, en la otra punta de Brighton.
Si… hubiera escuchado a Tracey y a Jade cuando le dijeron que no fuera tan tonta, que habría montones de taxis, que solo tendrían que esperar un rato.
Todo el cuerpo se le puso rígido de la excitación. Tras dos horas observando, por fin la mujer que había esperado se adentraba en la calle. Iba a pie, y sola. ¡Perfecto!
Llevaba una minifalda y un chal sobre los hombros, y parecía contonearse un poco, por la bebida y quizá por la altura de los tacones. Tenía unas piernas bonitas. Pero lo que le interesaba realmente eran los zapatos. Aquel tipo de zapatos. De tacón alto y con tira en el tobillo. Le gustaban las tiras en el tobillo. Más de cerca, bajo la luz amarillenta de las farolas, pudo ver a través de los binoculares, por el parabrisas trasero, que eran brillantes, como esperaba.
¡Unos zapatos muy sensuales!
¡Era exactamente su tipo!
¡Dios, qué contenta estaba de haber decidido ir a pie! ¡Menuda cola! Y todos los taxis que habían pasado desde entonces iban llenos. Sintiendo la brisa y la fresca llovizna en el rostro, Rachael dejó atrás a paso ligero las tiendas de Saint James's Street, luego giró por Paston Place, donde el viento se hizo más intenso y le movió su larga melena castaña hacia el rostro. Ella se dirigió hacia el paseo marítimo y giró a la izquierda por su calle, que tenía una serie de casas victorianas adosadas; allí el viento y la lluvia le enmarañaron el cabello aún más. La verdad es que ya le daba igual. A lo lejos oyó el aullido de una sirena, una ambulancia o un coche de la policía, pensó.
Pasó junto a un automóvil pequeño con los cristales empañados, a través de los cuales distinguió la silueta de una pareja que se hacía arrumacos, y sintió una punzada de tristeza y una repentina añoranza por Liam, al que había dejado seis meses atrás. El muy cabrón le había sido infiel. Sí, vale, le había rogado que le perdonara, pero ella sabía que volvería a hacerlo una y otra vez: era de esos. Sin embargo, había momentos en que lo echaba muchísimo de menos. Se preguntó dónde estaría en aquel momento, qué estaría haciendo esa noche, con quién estaría. Con una chica, por supuesto.
Mientras que ella estaba sola.
Ella, Tracey y Jade. «Las tres tristes solteronas», como se llamaban a sí mismas en broma. Pero había algo de verdad en aquello, y resultaba hiriente. Tras dos años y medio de relación con el hombre con el que se había convencido de que acabaría casada, resultaba muy duro volver a estar sola. Especialmente en Navidad, con todos aquellos recuerdos.
Desde luego, había sido un año de mierda. En agosto, la princesa Diana había muerto. Y luego su vida se había ido al garete.
Echó un vistazo al reloj. Eran las 2.35. Sacó el teléfono móvil del bolso y marcó el número de Jade. Su amiga le dijo que aún estaban esperando en la cola. Rachael le contestó que ella ya estaba casi en casa. Les deseó una feliz Navidad a ella y a Tracey y les dijo que se verían en Nochevieja.
– ¡Espero que Papá Noel se porte bien contigo, Rach! -dijo Jade-. ¡Y dile que no se olvide de las pilas si te trae un vibrador!
A lo lejos oyó que Tracey se carcajeaba.
– ¡Que os den! -respondió, con una mueca.
Luego volvió a meter el teléfono en el bolso y siguió adelante, trastabillando. Estuvo a punto de darse un batacazo cuando un tacón de sus carísimos Kurt Geiger, comprados la semana anterior en unas rebajas, se quedó encajado entre dos losetas. Por un momento se planteó la idea de quitárselos, pero ya estaba casi en casa, así que siguió adelante.
Gracias a la caminata y a la lluvia se sentía algo más despejada, pero aún estaba demasiado colocada como para extrañarse de que en plena Nochebuena, casi a las tres de la mañana, hubiera un tipo con una gorra de béisbol intentando sacar una nevera de una furgoneta.
Cuando llegó a su altura la tenía mitad dentro, mitad fuera. Rachael vio que se debatía bajo lo que parecía un peso enorme; de pronto el hombre soltó un grito de dolor.
Ella se acercó dando una carrera, instintivamente, como hubiera hecho cualquier buena persona.
– ¡Mi espalda! ¡El disco! ¡Me he cargado un disco! ¡Dios mío!
– ¿Puedo ayudarle?
Fue lo último que recordaría haber dicho.
Estaba inclinada hacia delante. Sintió algo húmedo pegado a la nariz y un olor penetrante y acre.
Y perdió el conocimiento.
Miércoles, 31 de diciembre de 2009
Yac habló por aquella cosa de metal instalada en el alto muro de ladrillo.
– ¡Su taxi! -anunció.
Entonces las puertas se abrieron: unas elegantes verjas de hierro forjado pintado de negro, con puntas doradas en lo alto. Volvió a subirse a su Peugeot blanco y turquesa y recorrió el corto camino de acceso a la puerta. Había arbustos a ambos lados, pero él no sabía qué plantas eran. De momento se estaba aprendiendo los árboles, a los arbustos no había llegado.
Yac tenía cuarenta y dos años. Llevaba un traje con una camisa bien planchada y una corbata cuidadosamente escogida. Le gustaba vestirse bien para trabajar. Siempre iba afeitado, llevaba el pelo corto y peinado hacia delante, lo que le formaba una pequeña cresta en el flequillo, y se ponía desodorante en las axilas. Era consciente de que era importante no oler mal. Siempre se miraba las uñas de las manos y de los pies antes de salir de casa. Siempre le daba cuerda al reloj. Siempre comprobaba el teléfono por si tenía mensajes. Pero solo tenía cinco números almacenados en el teléfono, y únicamente cuatro personas tenían su número, así que no era habitual que los hubiera.
Echó un vistazo al reloj del salpicadero: 18.30. Bien. Tenía treinta minutos hasta la hora de su té. Mucho tiempo. Su termo esperaba en el asiento del acompañante.
El camino de acceso acababa en un círculo, con un murete bajo en el centro, con una fuente que estaba iluminada con luces verdes. Yac la rodeó con cuidado, dejó atrás una puerta de garaje de cuatro hojas y la fachada lateral de la enorme casa y se detuvo junto a las escaleras que llevaban a la puerta principal. Era una puerta enorme, de aspecto importante, y estaba cerrada.
Empezó a impacientarse. No le gustaba que los pasajeros no estuvieran ya en el exterior, porque nunca sabía cuánto tendría que esperar. Y había muchas decisiones que tomar.
No sabía si apagar el motor o no. Y si lo hacía, ¿debería apagar también las luces? Pero antes de apagar el motor había que hacer unas comprobaciones. Gasolina: tres cuartos de depósito. Aceite: presión normal. Temperatura: la correcta. ¡El taxi tenía tantas cosas que había que recordar! Entre ellas poner en marcha el taxímetro si no aparecían al cabo de cinco minutos. Pero lo más importante de todo era beberse el té, cada hora, a las horas en punto. Comprobó que el termo siguiera allí. Allí estaba.
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