Peter James - Las Huellas Del Hombre Muerto

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Abby entro al elevador y las puertas se cerraron con el sonido de una pala levantando canto rodado. De pronto sintio el perfume de alguien mas y tambien de un limpiador con aroma de limon. El elevador se movio unos cuantos centimetros hacia arriba. Y ahora era demasiado tarde para cambiar de idea y salir: con el metal de las paredes presionandola, comenzo a caer por el vacio. Abby se dio cuenta de que acababa de cometer el peor error de su vida… En medio del caos de la manana del 9/11, el negociante Ronnie Wilson ve la oportunidad de su vida. Para salir de sus deudas, desaparecera y se re-inventara a si mismo en otro pais. / Abby stepped in the lift and the doors closed with a sound like a shovel smoothing gravel. She breathed in the smell of someone else's perfum, and lemon-scented cleaning fluid. The lift jerked upwards a few inches. And now, too late to change her mind and get out, with the metal walls pressing in around her, they lunged sharply downwards. Abby was about to realize she had just made the worst mistake of her life…Amid the tragic unfolding mayhem of the morning of 9/11, failed Brighton businessman and ne'er-do-well Ronnie Wilson sees the chance of a lifetime, to shed his debts, disappear and reinvent himself in another country.Six years later, the discovery of the skeletal remains of a woman's body in a storm drain in Brighton, leads Detective Superintendent Roy Grace on an enquiry spanning the globe, and into a desperate race against time to save the life of a woman being hunted down like an animal in the streets and alleys of Brighton. 'One of the most fiendishly clever crime fiction plotters'

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Volvió a mirar abajo.

– ¡Ya voy! Por el amor de Dios, ya voy.

El terror que teñía la voz del hombre le impulsó a actuar. Respirando hondo, se inclinó, agarró una rama y la evaluó, esperando que resistiera. Luego se balanceó por encima del borde. Al instante, sus zapatos de piel resbalaron en la hierba mojada, el brazo con el que se agarraba a la rama se le desencajó y sintió un dolor atroz. Y en ese momento se dio cuenta de que lo único que impedía que se deslizara por aquel desnivel pronunciado hasta el borde del acantilado, y cayera en el olvido, era esta única rama a la que se aferraba con la mano derecha.

Y ahora comenzaba a ceder. Notaba cómo se desprendía.

Estaba verdaderamente aterrado.

– ¡Ayúdame, por favor! ¡Me estoy cayendo! -volvió a gritar Pewe.

Presa del pánico, Roy encontró deprisa otra rama y, luego, agarrándose a ella mientras el viento lo zarandeaba, como si intentara tirarle por el acantilado, bajó un poco más.

«No mires abajo», se dijo.

Se golpeó el dedo del pie con la ladera y encontró un pequeño lugar resbaladizo donde apoyarse. Luego encontró otra rama. Ahora estaba junto al chasis sucio y parcialmente hundido de su coche. Las ruedas habían dejado de girar y el vehículo se columpiaba como un balancín.

– Cassian, ¿dónde demonios estás? -gritó, intentando no mirar más allá del coche.

El viento se llevó al instante sus palabras.

La voz de Pewe quedaba amortiguada por el terror.

– Debajo. Te veo. ¡Date prisa, por favor!

De repente, horrorizado, Roy vio que la rama a la que se agarraba cedía. Por un momento terrible, pensó que iba a caer. Buscó otra a toda prisa y la cogió, pero se partió. Estaba cayendo, deslizándose al lado del coche. Deslizándose hacia el borde de hierba y el vacío. Asió otra rama, llena de hojas afiladas, que le resbaló por la palma de la mano y se la quemó, pero era joven, mullida y fuerte. Aguantó, pero casi se le soltó el brazo. Entonces encontró otra rama con la mano izquierda y se aferró a ella desesperadamente. Aliviado, comprobó que era más robusta.

Oyó gritar a Pewe otra vez.

Vio una sombra enorme encima de él. Era su coche. Colgado a seis metros sobre su cabeza, como una plataforma, meciéndose peligrosamente. Pewe estaba suspendido boca abajo de la puerta del copiloto, los pies enrollados en el cinturón de seguridad, que era lo único que impedía que se despeñara.

Grace miró abajo y al instante deseó no haberlo hecho. Estaba justo en el borde del acantilado. Miró un momento el agua que se estrellaba contra las rocas. Notó la gran fuerza de la gravedad en los brazos y el viento feroz e incesante que lo azotaba. Un resbalón. Sólo un resbalón.

Jadeando, aterrado, comenzó a dar puntapiés en el terreno para tener donde apoyarse. De repente, la rama que sujetaba con la mano derecha se movió un poco. Dio otra patada más fuerte a la tierra de caliza mojada y al cabo de unos momentos había hecho un espacio lo bastante grande como para meter el pie y auparse.

Pewe volvió a gritar.

Intentaría ayudarle enseguida, pero primero debía intentar salvarse él. Muerto no iba a servir de ayuda a ninguno de los dos.

– ¡Roooooy!

Dio patadas con el pie izquierdo, para cavar otro agujero. Al cabo de un rato, con los dos pies bien asentados, se sintió un poco mejor, aunque no del todo seguro.

– ¡Me estoy cayendo, Rooooy! Dios mío, sácame de aquí. Por favor, no me dejes caer. No me dejes morir.

Roy estiró el cuello, tomándose su tiempo para cada movimiento, hasta que vio la cara de Pewe a unos tres metros encima de él.

– ¡Mantén la calma! -gritó-. Intenta no moverte.

Oyó un crujido fuerte cuando una rama cedió. Miró deprisa arriba y vio que el coche se balanceaba. Descendió varios centímetros, meciéndose más peligrosamente aún. Mierda. El puto coche iba a aplastarle.

Con cuidado, centímetro a centímetro, sacó su radio, aterrado por si se le caía, y llamó para pedir ayuda. Le aseguraron que ya estaba en camino, que ya estaba organizándose un helicóptero de rescate.

«Dios mío. Tardará una eternidad en llegar.»

– ¡Por favor, no me dejes morir! -sollozó Pewe.

Miró hacia arriba, examinando el cinturón con cuidado y tan bien como pudo. Parecía bien enrollado en el pie de su compañero. El viento mantenía abierta la puerta abollada. Luego miró cómo se mecía el coche. Demasiado. Las ramas comenzaban a ceder, crujían, se rompían. Era un sonido terrible. ¿Cuánto tiempo iban a aguantar? Cuando cedieran, el coche se deslizaría boca abajo por la pendiente, tan pronunciada como una rampa de saltos de esquí, y caería al vacío por el acantilado.

Pewe empeoraba las cosas al doblar el cuerpo cada rato, intentando levantarse, pero era imposible que pudiera conseguirlo.

– Cassian, deja de retorcerte -gritó Grace, con la voz casi ronca-. Trata de quedarte quieto. Necesito ayuda para auparte. No me atrevo a hacerlo solo. No quiero arriesgarme a que el coche se desplace.

– ¡Por favor, no me dejes morir, Roy! -dijo Pewe llorando, retorciéndose como un pez en un anzuelo.

Hubo otra ráfaga feroz. Grace se agarró a las ramas con fuerza, el viento llenaba su chaqueta, tirando de ella como de una vela, dificultándole todavía más las cosas. Durante varios momentos, hasta que el viento amainó, no se atrevió a mover ni un músculo.

– No vas a dejarme morir, ¿verdad, Roy? -le suplicó Pewe.

– ¿Sabes qué, Cassian? -le respondió Grace gritando-. En realidad me preocupa más mi maldito coche.

120

Octubre de 2007

Grace bebió un sorbo de café. Eran las ocho y media de la mañana del lunes y acababan de comenzar la reunión informativa número quince de la Operación Dingo. Llevaba una tirita en la frente, que cubría el corte profundo que había requerido cinco puntos de sutura, apósitos para las ampollas en las palmas de las dos manos y no tenía ningún hueso del cuerpo que no le doliera.

– Dicen por ahí que ahora atacarás el Everest, Roy -bromeó uno de los policías presentes en la sala.

– Sí, y el comisario Pewe ha solicitado trabajo de funámbulo en un circo -contestó Roy, incapaz de borrar la sonrisita de sus labios.

Pero en el fondo, todavía estaba conmocionado. Y en realidad no había muchos motivos para sonreír. Tenían a Chad Skeggs encerrado en el bloque de detención, de acuerdo. Abby Dawson y su madre estaban a salvo y, milagrosamente, nadie había resultado herido grave el viernes. Pero todo aquello era secundario. Estaban investigando el asesinato de dos mujeres y su principal sospechoso podía estar en cualquier parte. Aunque siguiera en Australia, podía estar utilizando una identidad completamente distinta y, como ya había demostrado, las identidades nuevas no parecían ser un problema para Ronnie Wilson.

Sólo había un rayo de esperanza.

– Hemos obtenido una especie de novedad en Melbourne -prosiguió-. He hablado con Norman esta mañana. Hoy han interrogado a una mujer que afirma haber sido muy amiga de Maggie Nelson, la mujer que creemos que era Lorraine Wilson.

– ¿Qué certeza hay de que Ronnie y Lorraine Wilson se convirtieran en David y Margaret Nelson, Roy? -preguntó Bella.

– La policía de Melbourne ha desenterrado una tonelada de información de las oficinas de Tráfico, Hacienda e Inmigración. Todo parece encajar. Van a mandarme por fax un informe, seguramente esta noche.

Bella tomó nota, luego cogió un Malteser de la caja que tenía delante.

Mirando su libreta, Grace continuó.

– Esta mujer se llama Maxine Porter y su ex marido es un mañoso. Actualmente está siendo juzgado por evasión de impuestos y blanqueo de dinero y se enfrenta a una condena larga. La dejó por una mujer más joven hace poco más de un año, unos tres meses antes de que lo detuvieran, así que estaba encantada de interpretar el papel de esposa abandonada y ha hablado. Según ella, David Nelson apareció en escena alrededor de las Navidades de 2001. Fue Chad Skeggs quien lo presentó a ese agradable círculo de amigos en concreto, del que, al parecer, formaba parte la flor y nata del hampa de Melbourne. Y parece que Nelson encontró en la filatelia su especialidad para hacer negocios con ellos.

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