– Nadar hasta muy adentro del mar, fingir un calambre y atraerlo para que se agotara, más allá de sus fuerzas. Ahogar al guardavidas.
– Sí, algo así. Yo suponía que esperaría a un día de mar picado y que cuando Ramiro llegara exhausto lo hundiría hasta ahogarlo. Si estaba suficientemente lejos, a esa hora nadie los vería.
– Solamente vos quizá con el largavista.
– Eso era lo que me parecía sobre todo siniestro: que estuviera pensando en matarlo delante de mis ojos. Y sería después su palabra contra la mía. Todo parecía tan increíble e irreal que ni siquiera podía hablarlo con nadie. Había en ese mismo momento gente tumbada en las reposeras que leía la última novela de Kloster. Y mientras yo imaginaba todo aquello Kloster seguía adentro, acodado en la barra, y sólo parecía tomar café y leer tranquilamente el diario, sin ni siquiera fijarse en nosotros. Un poco más tarde salió a la playa, nadó la misma distancia que el día anterior y se fue, sin mirarnos ni una vez.
– ¿Qué pasó después?
– Después…Hubo dos o tres mañanas iguales. Kloster se sentaba en la barra y leía el diario. Sólo pasaba junto a nosotros para ir al mar. Cuando entraba al agua yo temblaba por dentro y no podía dejar de vigilarlo hasta el momento en que salía y desaparecía de la playa. Me di cuenta de que cada vez nadaba un poco más lejos. Creo que Ramiro también lo había notado y como si fuera una clase de duelo, esas estupideces de hombres, trataba él también de nadar las mismas distancias. Tuvimos entonces la discusión del café con leche.
– ¿Del café con leche?
– Sí. Volví a pedirle que nos cambiáramos de parador. Habían inaugurado otro bar, uno que estaba todavía más cerca de su silla. Eso lo dejaba sin excusas. Se irritó y quiso saber por qué debíamos cambiarnos si Kloster, por lo visto, no tenía la menor intención de molestarnos. ¿O había ocurrido algo más entre Kloster y yo?, me preguntó. Yo sabía que estaba fingiendo su propio ataque de celos, simplemente porque no quería perderse las tetas y las miradas de la camarera. Le dije que estaba harta de que su putita me trajera la taza de café con leche fría. Era verdad: parecía hacérmelo a propósito. Él ni se había dado cuenta porque le gustaba el café más bien tibio. Discutimos. Me dijo que no fuera más a desayunar con él, si todo el punto era vigilarlo. Me dijo que podía irme yo sola al otro parador y dejarlo de una vez en paz. Volví a mi casa llorando. Mi madre estaba por ir a juntar hongos con Valentina y fui con ellas. El día siguiente era su aniversario de casamiento y preparaba siempre para esa fecha un pastel de setas, que sólo les gustaba a ella y a papá. En realidad, creo que a mi papá tampoco, pero nunca se había atrevido a decírselo, porque era lo primero que había cocinado para él, y ella estaba muy orgullosa de su receta. Juntábamos los hongos siempre en el mismo lugar, en un bosquecito detrás de la casa por donde pasaba muy poca gente y que mi madre consideraba casi una extensión de nuestro jardín. Cuando Valentina se alejó le conté la pelea. Se sorprendió y se alarmó un poco de que Kloster estuviera allí. Me preguntó por qué no se lo había dicho de inmediato.
Quiso saber si había tratado de hablarme y le conté que desde que me había visto desayunaba en la barra y nunca se había enfrentado conmigo. Esto pareció tranquilizarla. Estuve a punto de contarle lo que verdaderamente temía, pero mi madre creía que yo había quedado algo obsesionada después del juicio, con la muerte de la hijita de Kloster. Incluso me había propuesto en ese momento que viera a una psicóloga. No sabía cómo decirle que quizá Kloster estuviera planeando un crimen sin que me sonara a mí misma como una locura. Terminé contándole de la camarera y la escena de celos, se rió y me dijo que volviera al día siguiente a desayunar con él como si nada hubiera ocurrido y que todo se arreglaría. Mi madre adoraba a Ramiro y apenas podía creer que nos hubiéramos peleado.
– ¿Y le hiciste caso?
– Sí, por desgracia le hice caso. Cuando llegué Ramiro ya había ordenado su desayuno, ni siquiera me había esperado. Kloster ya estaba ahí también, sentado en el mismo lugar de siempre, contra la barra. Era una mañana fría y un poco ventosa. El mar estaba encrespado, el agua tenía ese color turbio de algas revueltas y el viento levantaba olas muy altas y hacía volar la espuma. Pedí mi café con leche y cuando la chica finalmente se dignó a traérmelo estaba por supuesto congelado, pero no dije nada. En realidad, ninguno de los dos decía nada. Había un silencio tenso, insoportable. Pasó una media hora y Ramiro se quitó el buzo para ir al agua. Le pregunté si no era peligroso que fuera a nadar con el mar así. Me dijo que prefería ir al mar antes que seguir sentado ahí conmigo. Y me dijo algo peor, muy hiriente, que todavía me hace llorar al recordarlo. Lo vi sumergirse bajo la gran ola de la primera rompiente y emerger del otro lado. Tuvo que remontar una sucesión de olas grandes hasta sobrepasar la altura del espigón y salir a una franja menos turbulenta. Me pareció que de todos modos también allí avanzaba con esfuerzo. El mar estaba agitado y cada tanto lo perdía de vista, hasta que terminaba de romper una ola y reaparecía, como un punto intermitente. En un momento dejé de verlo por completo y cuando vi reaparecer su cabeza me pareció que alzaba los brazos hacia mí con desesperación. Busqué alarmada su largavista y cuando volví a enfocarlo vi que se hundía en el agua irremediablemente, como si hubiera perdido el conocimiento. Me levanté de la silla, aterrada. La playa estaba vacía y pensé de inmediato en Kloster. Corrí sin que me importara nada adentro del bar, para pedirle auxilio. Pero cuando abrí la puerta, Kloster ya no estaba ah í . ¿Te das cuenta? Era el único que hubiera podido salvarlo, pero cuando entré al bar ya se había ido. ¡Se había ido!
– ¿Qué hiciste entonces?
– Corrí hasta el espigón vecino para avisar al cuerpo de guardavidas y la dueña del bar llamó a la lancha de salvataje. Estuvieron casi una hora para sacar el cuerpo del agua. Cuando la lancha llegó a la orilla la gente se había arremolinado como si estuvieran por sacar un gran pez. Los nenitos chillaban de alegría y corrían a contarle a sus padres: un ahogado, un ahogado. Los bañeros le habían echado una frazada encima, que le cubría la cara, pero las manos habían quedado al descubierto. Estaban azules, con las venas sobresalidas como líneas blancas. Lo cruzaron a pulso en unas angarillas hasta la costanera, donde esperaba la ambulancia. Una mujer policía se acercó a mí y me preguntó el teléfono de los padres. Todo transcurría como en un sueño equivocado. Sentí que las piernas dejaban de sostenerme y luego, como desde otro mundo remoto, que me gritaban y me palmeaban la cara. Volví a abrir los ojos por un instante y vi una multitud de desconocidos alrededor y la cara de la mujer policía muy cerca de mí. Quise aferraría del brazo y decirle: Kloster, Kloster, pero volví a desmayarme. Cuando me desperté otra vez estaba en el hospital. Había pasado casi veinticuatro horas dormida con un sedante. Mi madre me contó que ya había terminado todo. Se había hecho la autopsia de rutina. Los médicos dijeron que había sido una asfixia por inmersión, provocada probablemente por hipotermia y calambres: el agua esa mañana estaba muy fría. Los padres de Ramiro habían llegado de Buenos Aires y se habían llevado el cuerpo de inmediato para velarlo aquí en la ciudad. Le conté entonces a mi madre la secuencia de esa mañana, tal como la recordaba: mi desesperación cuando vi hundirse a Ramiro y el momento en que había corrido a buscar a Kloster y no lo había encontrado en el bar. El único día en que se había ido antes, sin meterse en el mar. A mi madre esto no le pareció para nada extraño: era obvio que el mar esa mañana estaba muy peligroso. En todas las playas habían puesto desde temprano la bandera de mar dudoso y muy posiblemente Kloster había decidido, con buen criterio, volver a su casa y dejar para otro día la natación. Cuando traté de insistir me miró con preocupación. Fue un accidente, me dijo, la voluntad de Dios. Creo que temía que volviera a obsesionarme y no quiso que le hablara más del asunto, no por lo menos hasta dejar el hospital.
Читать дальше