Guillermo Martínez - La muerte lenta de Luciana B.

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La muerte lenta de Luciana B.: краткое содержание, описание и аннотация

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Diez años después, nada queda en Luciana de la muchacha alegre y seductora a la que el famoso escritor Kloster dictaba sus novelas. Tras la trágica muerte de su novio y, después, uno a uno, las de sus seres más queridos, Luciana vive aterrorizada, atenta a cada sombra, cada persona que pasa a su lado, con la sospecha de que esas muertes son parte de una venganza metódica urdida en su contra, un círculo que sólo se cerrará con la séptima víctima. En la desesperación más absoluta, recurre a la única persona capaz de adentrarse en el siniestro universo de Kloster. Los cuadernos de notas de Henry James y una Biblia de Scofield serán claves en un pasaje sin retorno a la región más primitiva del mal.
¿Podría un asesino simular cuidadosamente el azar, concebir una geometría de muertes y quedar impune? ¿Cuál es el castigo para el que nos ha despojado de todo y nos ha causado el máximo dolor?
Tras el éxito internacional de Crímenes imperceptibles, Guillermo Martínez ha escrito una obra maestra del suspenso, intensa y extraordinaria, que lo destaca como uno de los escritores más importantes de su generación.

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– ¿Crees que Kloster alcanzó a ver cómo se hundía tu novio y se fue de la playa para dejarlo morir?

– No. Desde donde se sentaba apenas podía ver la orilla. No fue eso. No fue simplemente eso. Yo no alcanzaba a entender de qué manera, pero él había logrado lo que se había propuesto: que Ramiro muriera delante de mis ojos.

– ¿Volviste a la playa en esos días? ¿Volviste a verlo?

– Volví, pero no de inmediato. Estuve encerrada en mi cuarto, sin hacer otra cosa que llorar. Me acordaba sobre todo de la mirada de irritación con que Ramiro se había alejado de mí antes de meterse en el mar. Y de la frase tan insultante que me había dicho. Ése era el último recuerdo que me quedaba de él. Demoré dos o tres días antes de decidirme a volver a esa playa. Ahora le temía de verdad a Kloster y me sentía débil para enfrentarlo. Pero caminé hasta allí otra vez un día muy temprano a la mañana. Habían puesto otro bañero y en el alud de gente de enero todo parecía un poco cambiado. Miré hacia adentro del bar: Kloster no estaba. Entré y conversé por un momento con la dueña. Me dijo que el escritor, como lo llamaban, se había ido al día siguiente de la muerte de Ramiro. Les había dicho que debía volver a Buenos Aires para empezar una nueva novela. Me senté junto a la barra, en el lugar que siempre ocupaba él, y miré hacia la mesa en la playa donde desayunábamos Ramiro y yo. Quería ver con los ojos de él. Sólo se llegaban a distinguir esas pocas mesas y la silla del bañero, con la marea baja ni siquiera podía verse la línea de la rompiente. Me quedé todavía durante un rato largo hasta que otra pareja ocupó la que había sido nuestra mesa y sentí que estaba a punto de volver a llorar. Me di cuenta de que ya no quería estar ni un día más en Gesell y esa misma noche me volví a Buenos Aires.

– Entonces, ¿eso fue todo? ¿No hablaste después con los padres de él?

– Sí hablé: fui a verlos apenas llegué. Pero después de pensar y pensar sobre el asunto yo también de a poco me había resignado a que no podía tratarse de otra cosa que un accidente desgraciado. ¿Qué hubiera podido decirles? ¿Que por vengarse de mí, por un juicio laboral de un par de miles de pesos, Kloster había ideado, de una manera que ni siquiera se me ocurría, la muerte de Ramiro? Yo también, después de todo, había visto sólo un accidente y cuando hablé con ellos ya estaban resignados, incluso algo avergonzados de que Ramiro hubiera sido tan imprudente. La madre, que siempre fue muy religiosa, de la misma congregación de mi padre, me habló de la paz que sucedía al dolor, cuando finalmente se acepta una muerte. Al salir de la casa de ellos yo también tuve por primera vez en todo ese tiempo una extraña calma. Me parecía que fuera lo que fuese lo que había buscado Kloster, sin duda lo había conseguido, y que las tragedias se habían equiparado. Que con la muerte de Ramiro, aunque sonara siniestro, se había restablecido un equilibrio. Una muerte para cada lado. Traté de olvidarme de todo y volví durante unos meses a tener una vida casi normal. Creo que me hubiera olvidado incluso de Kloster si no fuera porque su nombre aparecía cada vez con mayor frecuencia en los diarios y sus libros parecían estar en todas las vidrieras. Pasó así un año. Cuando llegó diciembre decidí que no quería viajar como siempre a Gesell con mi familia. Me pareció que el mar y la playa me traerían demasiados recuerdos y preferí quedarme sola en Buenos Aires. Ellos se fueron después de Navidad y yo aproveché esos días para preparar una materia de la facultad. Me había agendado, para no olvidarme, llamar a mis padres el día de su aniversario. No creo de todos modos que se me hubiera pasado por alto: era un día antes de la fecha en que se había ahogado Ramiro. Esperé para llamarlos a la noche: suponía que habrían pasado el día en la playa y quería estar segura de que los encontraría en la casa.

Quedó en silencio, como si se hubiera paralizado un engranaje oculto de su memoria. Miró su taza dejada de lado y al inclinar hacia abajo la cabeza, como si hubieran estado apenas contenidas, afluyeron silenciosamente las lágrimas. Cuando volvió a alzar los ojos todavía tenía un par suspendidas en las pestañas, que se quitó con el dorso de la mano en un gesto rápido y avergonzado.

– Llamé a las diez de la noche y me atendió mi madre. Estaba alegre, de buen humor. Había hecho su tarta de setas y había tenido una cena a solas con mi papá: mi hermano Bruno había salido con su novia de esa época y Valentina se había quedado a pasar la noche en casa de una de sus amigas. Dijo que me extrañaban y que las vacaciones no eran lo mismo sin mí. Yo le dije que el vino la había puesto sentimental y volvió a reírse y reconoció que sí, que habían tomado un poco para celebrar. Después hablé también un minuto con mi padre: teníamos un chiste sobre la tarta de setas. Me dijo que se había portado como un buen marido y que había comido todo. Parecía también un poco nostálgico y me hizo prometer que iría a verlos algún fin de semana. Antes de despedirse me dio la bendición, como cuando éramos chicos. Yo estaba muy cansada esa noche y me quedé dormida con el televisor encendido. A las cinco de la mañana me despertó el teléfono: era Bruno, mi hermano mayor. Me llamaba desde el hospital de Villa Gesell; habían internado de urgencia a mis padres con unos cólicos violentísimos. En los primeros análisis habían detectado restos del hongo Amanita Phalloides. Es un hongo tremendamente venenoso que puede confundirse con facilidad entre los comestibles en una recolección. Bruno ya se había graduado y pudo tener una conversación franca con los médicos. Me dijo que teníamos que prepararnos para lo peor: las toxinas que se habían expandido en el aparato digestivo podían destruir en pocas horas el hígado. Había pedido que los trasladaran en una ambulancia aquí, al Hospital de Clínicas, donde él estaba haciendo su residencia. Creía que podía haber alguna última chance de un transplante hepático. Me dijo que viajaría con ellos en la ambulancia. Yo fui a esperarlo a la puerta del hospital. Apenas bajó, apenas le vi la cara, supe que habían llegado muertos.

Volvió a quedar en silencio, como si sus pensamientos estuvieran otra vez alejándose de todo.

– ¿Pudo haberse confundido tu madre en la recolección?

Hizo con la cabeza un gesto de impotencia.

– Eso era para mí lo más difícil de creer. Siempre los recogía en el mismo bosquecito y nunca habían aparecido ahí especies venenosas. Ella tenía un libro con una guía para la recolección y nos había enseñado con láminas a distinguirlas, pero jamás, en todos los veraneos que pasamos allí, pudimos ver uno solo de estos hongos venenosos. Por eso le permitía incluso a Valentina que la acompañara a buscarlos. Hubo de inmediato una investigación. Los biólogos concluyeron que había sido un accidente lamentable pero bastante típico. Los bosques sin especies venenosas pueden fácilmente contaminarse de una estación a otra. Cada hongo tiene miles de esporas de reproducción y basta un viento fuerte para que aterricen y germinen en distancias lejanas. Y, sobre todo, esa especie en particular es muy difícil de distinguir de los champiñones comunes, aun para gente con alguna experiencia. La única diferencia para reconocerlo a simple vista es la volva, una especie de bolsa blanquecina que rodea por abajo al tallo. Pero muchas veces el hongo se encuentra desprendido, o la volva queda semienterrada o escondida por las hojas caídas del árbol. De hecho, encontraron sobre el terreno algunas que estaban así, casi ocultas, y que un recolector confiado podía haber pasado por alto. La imprudencia más grande, según decía el informe, había sido permitir que una chica de la edad de Valentina la acompañara en la recolección. Lo que ellos consideraban como hipótesis más probable es que Valentina hubiera juntado una parte de los hongos sin reparar en esta cuestión de la volva y que al llevárselos ya desprendidos del suelo mi madre no había alcanzado a reconocerlos.

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