– Puedo preparar algo de comer, si querés; ¿qué te parece?
– No -dije, y miré mi reloj-. Gracias. Solamente un café. Me tengo que ir en media hora: todavía no preparé mi clase de mañana.
Me miró fijamente, y sostuve como pude su mirada. Parecía herida, y algo humillada, como si se le hubiera cruzado el mismo pensamiento que a mí: cuánto habría dado yo por un ofrecimiento así en otra época.
– Me dijiste que sería sólo un momento -dije, cada vez más incómodo-. Por eso te acompañé. Pero tengo que dar clase mañana temprano.
– Está bien -dijo-: un café. Ya lo traigo. Y podés sentarte de todos modos.
Desapareció en dirección a la cocina y me senté en uno de los sillones solemnes y mullidos que rodeaban la mesita. Miré alrededor: la araña de caireles, los muebles oscuros y pesados, el crucifijo de metal en una de las paredes, los objetos amontonados en una bibliotequita, todo daba la impresión de un lugar detenido en el tiempo, con una decoración anticuada, severa, que habría elegido la madre muchos años antes, quizá con muebles heredados, y que las hijas, ahora solas, no habían tenido fuerzas para cambiar. Había una fotografía con un marco de plata junto a la lámpara. Allí estaban todos. Era un atardecer en la playa, seguramente en Villa Gesell, y las caras se veían enrojecidas por el sol y felices. El padre, de pie, cargaba una sombrilla; la madre alzaba una canasta, y los tres hijos estaban sentados en la arena, como si todavía no quisieran irse. Vi a Luciana, otra vez delgada y jovencísima, detrás de su hermanita. Luciana tal como la había conocido. Casi tuve que cerrar los ojos para apartar la imagen. Escuché sus pasos que volvían de la cocina y traté de volverla a su lugar, pero no logré desplegar a tiempo el soporte detrás del marco. Luciana dejó la bandeja con las tazas sobre la mesa y la alzó para mirarla también por un instante.
– Es la última foto en la que estamos todos juntos -dijo-. Fue el verano antes de que te conociera. Mi hermano Bruno todavía no estaba recibido. Y yo tenía la misma edad que Valentina ahora. Sólo que era un poco más madura, creo -dijo y dejó la foto otra vez bajo la lámpara. Tomó un sorbo de su café y volvió a levantarse, como si se hubiera olvidado lo más importante-. Voy a traer la Biblia -dijo.
Desapareció en el pasillo que conducía a las habitaciones y pasaron dos o tres minutos. Cuando la vi regresar tuve otra vez la sensación de alarma cercana al miedo que provoca la locura ajena. Se había puesto unos guantes de látex que le llegaban más arriba de las muñecas y traía el gran libro sostenido delante del cuerpo, como si fuera la sacerdotisa de un rito propio y portara una reliquia que pudiera desintegrarse. Debajo de uno de los brazos sobresalía una caja de cartón rectangular. Dejó el libro sobre la mesa y me extendió la caja.
– Son los guantes que usaba en la facultad para las pruebas de laboratorio -dijo-. Están las huellas de Kloster en la página y es la única prueba que tengo contra él. No quisiera que se mezclen con otras.
Me los puse con dificultad, porque eran demasiado estrechos, y juré para mis adentros que sería la última concesión que me arrancaría. Recién cuando me vio las dos manos enfundadas deslizó hacia mí el libro, que era verdaderamente imponente y muy hermoso, con tapas de cuero grabadas, el canto de las hojas dorado y un cordoncito rojo como señalador.
– La noche en que murieron mis padres, apenas me llamó Bruno, me acordé de esta Biblia que él me devolvió en la audiencia. Cuando colgué el teléfono, antes de salir para el hospital, la abrí en la página que había quedado señalada. Así como te la doy me la entregó Kloster: con el cordón en esa página.
Abrí el libro donde estaba marcado, no muy lejos del principio. Era el relato del Antiguo Testamento sobre el primer asesinato, la muerte de Abel a manos de su hermano, y el ruego último de Caín, cuando Dios lo castiga al destierro. Leí en voz alta, con un tono de interrogación, sin estar muy seguro si era el párrafo al que ella se refería: «Tú hoy me arrojas de esta tierra y yo iré a esconderme de tu presencia y andaré errante y fugitivo por el mundo; por lo tanto, cualquiera que me halle, me matará».
– Un poco más abajo, la promesa que recibe de Dios.
– «No será así: antes bien, cualquiera que matare a Caín, recibirá un castigo siete veces mayor.»
– Un castigo siete veces mayor. ¿Te das cuenta? Esa era la línea que Kloster quería que leyera. La que me estaba destinada. Durante el tiempo que trabajé con él me dictaba una novela que nunca publicó sobre una secta cainita que toma al pie de la letra esta proporción para vengar a los suyos. La ley divina, la que había establecido Dios para ellos, no era ojo por ojo, diente por diente. Era siete por uno.
Su mirada se había clavado otra vez en mí con una fijeza ansiosa, como si vigilara en mi cara la menor aparición de un gesto de incredulidad. Le devolví la Biblia y me quité los guantes.
– Siete por uno… pero no se cumplió exactamente, ¿no es cierto? -dije, sin dejar de estudiarla. Me daba cuenta de que empezaba de verdad a temerle.
– Dios mío, ¿no te das cuenta? Se está cumpliendo paso a paso. Y si nadie se entera, si nadie lo detiene, seguirá y seguirá.
– Todavía ni siquiera veo -dije- cómo podría haber sido él en los dos primeros casos que me contaste.
– Sí, eso era también lo más enloquecedor para mí. Desde que abrí la Biblia y vi esa frase ya no tenía más dudas de que había sido él, pero no podía todavía imaginar cómo lo habría hecho cada vez. Sólo pensaba en esto. Dejé incluso de comer en esos días, sentía como si tuviera una fiebre mental que me impedía hacer cualquier otra cosa. En realidad sí creía saber cómo había hecho en el caso de mis padres. Sólo había tenido que seguirme durante el primer verano hasta mi casa para ubicar el bosquecito de los hongos. Era el único dato que le faltaba. Yo creo que volvió a viajar a Villa Gesell en secreto uno o dos días antes de la fecha del aniversario y dispersó hongos venenosos entre los comestibles, pero sin las volvas, para que no hubiera modo de distinguirlos. Les arranc ó las volvas. Y antes de irse se cuidó de dejar dos o tres enterradas con hojas y ramitas, para el caso de que hubiera después un peritaje.
Traté de imaginar a Kloster, el Kloster que aparecía en los diarios y afiches, ocupado en esos desplazamientos jardineriles.
– Supongo que es posible, aunque suena un poco complicado: parece más bien el tipo de crimen que hubiera elegido para una de sus novelas -dije. Pero a la vez, y quizá por eso mismo, tuve que admitir para mis adentros, no me parecía tan irrazonable-. ¿Y cómo se las habría arreglado en el caso de tu novio?
Luciana me miró con ojos brillantes, como si fuera a confiarme una fórmula prodigiosa que ella sola contra el mundo había encontrado.
– La taza de caf é con leche. Ésa era la clave. Me desperté un día de madrugada, sobresaltada con la solución: recordé de pronto la discusión que había tenido con Ramiro, sobre la camarera y el café con leche que me llegaba frío. Yo había pensado que era una pequeña maldad dedicada a mí para molestarme, pero en realidad, ahora que lo veía a la distancia, no era más que una conducta típica de los mozos: para ahorrarse un trayecto la chica a veces esperaba a que le pusieran en la bandeja, junto con el nuestro, el pedido de alguna otra mesa. Como era la única camarera que atendía afuera, también era muy frecuente que los pedidos quedaran por un minuto o dos sobre la barra, hasta que ella volvía a entrar. Kloster estaba sentado exactamente ahí, en el lugar donde la dueña dejaba las bandejas con las tazas. Y sabía muy bien que yo tomaba café con leche, de manera que sabía también que la taza de café negro tenía que ser la de Ramiro. Sólo tuvo que esperar al primer día de mar dudoso, para que pudiera confundirse con un accidente.
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